Stefan Baciu «Rafo Méndez» evoca el surrealismo peruano y a César Moro

Stefan Baciu:

«Rafo Méndez» evoca

el surrealismo peruano

y a César Moro

La existencia del Surrealismo peruano ha sido de corta duración, y —además— contó con la colaboración de poca gente, fuera de César Moro, su portabandera e “inventor”, así como su compañero Emilio Adolfo Westphalen. Fuera de algunas exposiciones, se editó en Lima en 1939 un solo número de la revista El uso de la palabra, que es hoy día una rareza bibliográfica. En esta revista se encuentra la firma de un poeta: Rafo Méndez.

Fuera del Perú pocos saben que éste ha sido el seudónimo del poeta Rafael Méndez Dorich (1903-1973), quien mismo si no fue él un surrealista “ortodoxo”, fue uno de los mejores amigos de Moro, al cual dedicó un bello poema-retrato, y, sobre todo, Méndez Dorich fue un “insider” y observador atento de la aventura.

Durante los años de 1970-1973, hasta unas tres semanas antes del fallecimiento de Méndez Dorich, mantuvimos con el poeta una estrecha correspondencia, que se materializó en decenas de cartas.

En esta correspondencia el poeta contestó con detalles inéditos hasta hoy todas las preguntas, haciendo un verdadero cuadro sintético del Surrealismo peruano, que se limitó exclusivamente a Lima y a media docena de personas.

De esta cartas transcribimos los párrafos esenciales, capaces de traer una contribución inédita al conocimiento del Surrealismo en Latinoamérica.

Nuestras preguntas fueron hechas en cartas y las respuestas de Méndez Dorich son textualmente sacadas de sus cartas sin quitar o añadir una palabra.

SB : Ud. participó en algunas manifestaciones surrealistas en el Perú. ¿Cuál es, pues, su    posición —vamos a decir histórica, delante del Surrealismo peruano?

RMD : “Le declaro que me pone Ud. en duro aprieto para escribir, como lo solicita, unas cuartillas a máquina con evocaciones de ambiente, del “aire” surrealista de aquellos años, para usar citas en su trabajo introductorio a la Antología. En puridad de verdad yo no sé si se me puede considerar surrealista, ni aún temporariamente. Verdad es que estuve de acuerdo con el Surrealismo en muchos puntos y que participé en algunos actos y ocasiones en muchas cosas que ellos hicieron pero no creo que mi posición poética haya sido ortodoxamente surrealista. Acepté de ellos algunas formulaciones tales como su posición moral, el automatismo psíquico, la valorización del fondo onírico, la conquista de lo irracional, el arte perseguido-perseguidor, etcétera, pero también tuve con el Surrealismo algunas reservas. No comprendí y no comprendo el desdén que el Surrealismo tenía por la música que yo siempre amé, ni su rechazo a muchos valores magnos tales como Dostoievski, por ejemplo”.

“Cuando en París conversé con Breton al respecto, tuvimos una refriega verbal que felizmente se resolvió en libaciones de un fuerte aguardiente de la Martinica con el que me obsequió aquel gran poeta. Pero aunque no llegamos a un acuerdo, no se rompió la cordialidad. Al contrario, con Moro también discutimos mucho a esos respectos. Sin embargo, mi estimación por el Surrealismo sigue inquebrantable”.

SB : Sé que Ud. ha sido uno de los amigos más próximos de César Moro y quiero saber cuál es su posición sobre el lugar del poeta en la poesía peruana.

RMD : “César Moro fue uno de los espíritus más nobles, generosos y de genuina poesía que haya tenido el Perú. Fuimos grandes amigos y nos lanzamos juntos en más de una aventura literaria, como en el caso de la controversia con Vicente Huidobro en 1936. Además de haber laborado al lado de Eluard, Péret, y, sobre todo, de André Breton, en los manifiestos surrealistas y en El Surrealismo al Servicio de la Revolución, Moro publicó tres poemarios, son ellos: Lettre d’amour, La Tortuga ecuestre y Le Château de grisou. Infortunadamente ya no se encuentran ejemplares en ninguna librería. Han desaparecido los pocos que en aquellas se consignaron. Pero yo sé de buena fuente que todavía hay bastantes ejemplares de las mencionadas obras, pero que están en poder de sus amigas Alina de Silva y Margot de More quienes asumieron el papel de una especie de albaceas literarias de mi desaparecido amigo”.

SB : Alina de Silva ha sido una de sus mejores amigas…

RMD : “Moro colaboró, así mismo, en los manifiestos surrealistas y llevó en Francia una vida activa de poeta y de polemista. Alina, pues, es testigo de excepción en las andanzas de César. Pocos amigos de Moro lo conocieron tan bien como ella”.

SB : Uds. tuvieron una muy conocida polémica con Vicente Huidobro. ¿Cuál fue la razón del choque?

RMD : “Ella comenzó cuando el vate chileno publicó un poema llamado ‘La Jirafa’ que fue denunciado por Moro en el Catálogo de la Exposición realizada en Lima como un flagrante plagio del poema ‘El Árbol’ de Luis Buñuel, lo que provocó la iracundia del sureño y en una hoja minúscula intitulada Ombligo se desató en denuestos insultos contra César. Nosotros respondimos con el folleto ‘Vicente Huidobro o el Obispo embotellado’, nombre debido a mí, y parafraseando un poema de Huidobro, llamado también ‘El Obispo embotellado’, o más bien una frase poética. En cuanto al Surrealismo en el Perú, le diré que pese a todo lo que se diga, considero a Moro como el único representante de ese movimiento. No creo que ni Oquendo de Amat, ni Westphalen, ni Abril hayan tenido que ver mucho ni poco con el Surrealismo”.

SB : ¿Y alguna anécdota que quedó grabada en sus recuerdos a través de los años?

RMD : “Con respecto al anecdotario surrealístico en el Perú, le diré que aparte de la polémica con Huidobro, no hay nada que pueda ser de mejor mención, como sea el número de El Uso de la palabra dedicado a Picasso y contra el franquista Gregorio Marañón por su insolente e injusta diatriba al más grande pintor contemporáneo. Sin embargo, hay otra anécdota menor que tal vez deba citar. Fue a propósito de un artículo de Emilio Adolfo Westphalen en contra de Marcel Proust, que provocó la justa indignación de Moro, quien, por entonces vivía en México y colaboraba en una revista de Paalen, artista alemán radicado en el país azteca. La reacción de mi recordado amigo sobre el desafortunado artículo de Emilio Adolfo fue fuerte y casi motiva un enfriamiento en las relaciones de ambos. Desgraciadamente, no tengo a mano documentos para hacer valedera esa menuda anécdota”.

Stefan Baciu (Brasov, 1918–Honolulú, 1993). Profesor, cronista, poeta y ensayista rumano. Uno de los conocedores y divulgadores más importantes que tuvo la literatura iberoamericana en Europa y los Estados Unidos el siglo pasado. Publicó más de cincuenta libros en cinco idiomas, entre ellos una Antología de la Poesía Latinoamericana (1950-1970) y la famosa Antología de la Poesía Surrealista Latinoamericana (dos ediciones, en México y Chile). Además del libro Surrealismo latinoamericano: preguntas y respuestas. (Valparaíso, Ediciones Universitarias de Valparaíso, 1979).

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Rafael Méndez Dorich

Selección de poemas

 ANIMÓSFERA

“Se llega a lo ininteligible por la vía de lo sensible”

Platón

Recién he descubierto

que existe un ámbito brumoso

en el que está encerrada el alma.

Igual a todos los seres

que están circundados

por un halo atmosférico,

hay un misterioso espacio

que rodea el espíritu,

un círculo secreto y luminoso,

una forma indistinta

de la que brotan las ideas;

es la fina cubierta

elemental y básica de la vida

que se llama Animósfera:

clara prisión de los sentidos libérrimos

y trazo rápido del Caos.

¡Oh las cosas que irradian

los fulgurantes pensamientos

asomados al mundo de lo incógnito!

Como fermentos invisibles

se encuentran en continuo movimiento

en una morada inviolable,

en un ambiente singular, fantástico

en el que el hombre se debate,

el hombre siempre obscuro

elemental y trágico.

Y este es el verdadero y único

sentido de la Eternidad:

el cielo y el infierno

caben en esa fórmula hipotética,

en la premonición del infinito,

en el nido ideal de lo perpetuo,

en la inefable y mágica Animósfera….

Estridencias voraces,

chirriantes decibeles procuran rodearla

en vertiginosas avalanchas negras;

los ruidos la torturan y la agostan,

pavorosos temblores la sacuden cruelmente,

olores penetrantes persiguen asfixiarla

y asperezas innobles la marchitan:

¡la envenenan los agrios sabores de la Muerte!

Incontrolables fuerzas de sentimientos antagónicos

perforan la inocencia de su cáliz

y horadan la sublime corola de su esencia;

tortuosas intenciones, deseos insaciables

furtivamente buscan entrada a su portal de encantamiento.

¿Cómo librarlos de la violenta furia colectiva

que nos desgarra y nos destroza?

¿Para qué sirve, entonces

ese arco cerrado y luminoso

en el que está encerrada el alma?

¿Nada gira en el vértice radiante que yo llamo Animósfera?

¿Acaso lo han formado

haces de arcos voltaicos convertidos en ondas

cuya blancura borda las orillas

del redondel maravilloso?

Ardiente signo indescifrable

ese cero lumínico,

¿es bizantina aureola de lo ignoto

o ráfaga de espuma lanzada al Infinito?

¿Es la medalla del espacio

en la puerta redonda de la Nada

o es la forma sin forma del Espíritu?

Los hombres hablan y discuten

con monotonía cotidiana

de las contaminaciones ambientales,

de las encrucijadas sucesivas

en donde acechan viles enemigos

que hieren con perfidia a los mortales;

de las ruines y aviesas emboscadas

que asedian a la vida;

de las volutas ponzoñosas

que la ciudad infestan con gaseosas espirales,

de las emanaciones de lo pútrido,

de los ruidos acerbos que destrozan los nervios;

de parques basurales y de calles letrinas;

de los estercoleros militares,

del torturante hedor de los cuarteles;

de los faros que queman las retinas,

del humo denso y sofocante

que deja estrías negras en los bronquios,

que corrompe los lagos y los ríos

y que está matando al mar;

anuncian la catástrofe biológica

del social cataclismo

y señalan los síntomas de enfermedades incurables

y, en el viejo jardín de la esperanza,

entre tormentas iracundas,

discuten, alienados y tenaces,

de la alquimia mortífera que se incuba en la guerra;

hablan, también, de los trastornos psíquicos,

de las alteraciones hereditarias,

de los contagios físicos, de las tumefacciones

del sufrimiento incontrolable

de la carne que late flagelada

y muestran todo aquello

que descuaja y arranca las raíces corpóreas

del hombre que no puede defenderse

e invocan a sus ídolos

¡por temor a la muerte!

Advierten las terribles olas cíclicas

en cuyo seno caen los hombres agotados

que llegan sin materia, sin sustancia

a la playa final de la tiniebla.

Un permanente estado patológico

atrofia el desarrollo de los entes;

hay un clima lloroso de agonía:

es la temperatura que precede a la Muerte.

¡Ay, en esta vorágine

sucumbiremos inexorablemente!

¡El cuerpo irá a la tierra de su origen!

Transido de retoños helados y sombríos

fomentará otras vidas

igualmente fecundas, pero estériles…

 

¡En la sombra fermentan nuevas sombras!

Pero: ¡qué poco se habla del espíritu

sujeto sin piedad a los martirios

de sentimientos sórdidos y ajenos,

de envidias y calumnias

por gratuitos rivales disparadas

en la masa global con flecha indigna

en fangosas trincheras apostada

lanzando sus centellas y sus rayos:

flechas que van al blanco de la Nada!

¿Qué habrán de conseguir si un halo firme

como castillo indestructible

con almenas de sueños inefables

y puentes levadizos del sentido,

defiende el círculo sagrado,

el recinto sutil de la Animósfera,

hogar iluminado, casa mística

“morada de secretos y misterios

y único reino del espíritu”?

No queda sino un áncora posible:

habrá que hundir el ser en ese círculo

cuyas rizadas rayas multicolores y onduladas

son a manera de arco-iris psíquicos

creados por pluviosos elementos

en los absurdos laberintos íntimos.

 

Salid de los atávicos senderos

de virulencia rígida

que sólo nos conducen al olvido

perpetuo del silencio metafísico;

penetrad en el fondo

de la resplandeciente maravilla;

resistid el asedio de las bestias obscuras;

desterrad a la Muerte y lanzad al espacio

la rueda giratoria del instinto,

el aro de la vida trascendente

y, en gavilla dorada de prodigios

musicales, magníficos

que os guíe suavemente

el resplandor de la Animósfera…

 

Escucharéis el coro del silencio

y veréis —donde ya no hay lejanías—

destacarse la eterna arquitectura

en los milagros del paisaje:

campanas de la bruma

y agujas de la lluvia

en las iglesias góticas del aire

Entonces, hombre de mañana,

en un mundo pacífico y sereno,

serás inexpugnable y para siempre

volverás a la vida

porque la luz te llevará en su seno

Arteria de horizonte

escanciará en el cáliz de oro

el vino de su fuego consagrado;

alzará su custodia la Animósfera

en el altar del cielo inmaculado

y, en la última cena de la tarde,

yo diré, ante el sagrario del espíritu,

sobre las flores mustias de la carne:

-“Tomad y comed ¡Este es mi cuerpo!”

-“Tomad y bebed ¡Este es mi sangre!”

 

 

de Globos cautivos (1973)

 

PROFUNDO CENTRO

 

Proclamo la victoria de la noche

y caigo eternamente en lo más hondo;

un Sísifo al revés trepa hacia abajo

y está muy alto, está muy alto, el fondo…

La sombra que se exhala

retozando en la escala de las fibras:

¡Oh la piedra llevar asida al hombro,

ser la piedra uno mismo en la vacío,

descender en espasmos por la médula

hasta el turbio dominio del origen!

¡Prodigio y es azul la llamarada

de la esperanza y no se sabe el nombre,

milagro permanente del destino,

incesante bullir del protoplasma!…

En el opaco coro de la tierra

llamada de la sima

a los desvanecidos minerales,

a la sangre salida de su cauce,

a la raíz que avanza

con pasos paulatinos y escabrosos

por la tiniebla y el silencio…

Anticuerpos de duda

que se forman con átomos de miedo,

escollera de espantos procelosos

en el mar de los íntimos espectros,

monstruos de la temida superficie,

formas acorraladas en el caos

en mágicos colores imprevistos,

percepciones que vienen

y que van más allá de los sentidos;

ruinas yacentes de lo que no ha sido,

fría respiración de las estatuas,

escombros fulminados,

la negación de las figuras,

sustancia de lo abstracto,

imagen del instinto,

en lo encendido, lo apagado,

en lo apagado, lo encendido…

Para la abstrusa inexistencia

son en el mismo signo,

el animal, el árbol y la piedra,

naturaleza virgen

en el profundo centro del espíritu…

Siempre es lo mismo el fondo que la altura,

siempre es el mismo centro:

en el fondo, en el centro y en la altura

siempre estará la zarza ardiendo:

la Eternidad no tiene matemáticas,

la Harmonía camina por el centro…

Bandera de pirata

y abordaje del tálamo perpetuo:

la cal humilde de la propia esencia

el cráneo carcelero y el fémur trashumante,

el tórax galeote y el húmedo flamígero…

—Del peor cataclismo

moldes de libertad al maniquí de la justicia—

Ficción o hechicería,

pétalos de recóndita mandrágora,

en lo perdido, lo encontrado,

en lo encontrado, lo perdido…

Para el poema inverosímil

escrito con un dedo sobre el polvo,

risa de fuego, llanto de ceniza

donde hay alguna fórmula abolida

angelical o demoníaca,

en lo extinguido, lo creado,

en lo creado, lo extinguido.

Limbo de sentimientos clausurados,

la insólita llamada de las cosas

en la marchita Rosa de los Vientos,

el aleteo de la sombra,

el nacimiento de la estrella,

el eco de los gritos contenidos,

el caer de las hojas en el otoño del sueño,

el choque de las miradas en el espacio,

el vuelo de la paloma del Arco-Iris,

las cósmicas semillas invisibles

al borde de los ruidos metafísicos.

El abrir y cerrarse de los párpados,

la esgrima de las ideas,

los temblores velados de la luz,

el viaje de las cartas que no llegaron a escribirse,

las últimas señales de las despedidas,

el entrechocar de las evocaciones,

el rumor de las lágrimas,

el nacer y el morir…

Espiral penetrante

en resorte de círculos concéntricos

las promesas no dichas

en los amores escondidos.

Nidadas de fantasmas que atraviesan

los pasadizos trémulos del ritmo,

el triunfo de los deseos,

en las sinuosas líneas de la suerte:

¡la inefable caída de los ídolos!

Al girar de los sueños infinitos

las torres abismales

erguidas hacia adentro;

los portavoces del silencio

donde no hay horizontes,

donde no hay dimensiones,

donde la soledad es absoluta.

A innumerables pozos asomado

quien se encuentra a sí mismo, está perdido.

Espacio acabado, tiempo vencido

en los recuerdos olvidado

y recordado en el olvido…

………………………………………………….

¡Que cada cual penetre en sus angustias,

que cada cual a su dolor se incline,

que cada cual exprima sus racimos!

¡Que cada cual tome su luz y sígame!…

 

 

PABLO PICASSO

 

 

Cae lepra de agua

Sobre los racimos grises

que recorren las arañas volátiles.

Las falenas dilatan  el aire con los ojos

Plumas brotan del reverso de las flechas heridas

La tortuga de vidrio del discóbolo

Injertada en pestañas de hueso irremediable

crece en la verde boca que pastorea el puñal

Estrepitosamente tibio de ondular a los gorriones

Se descubren impactos microscópicos

Desapercibidos y cercanos idénticos a la voz

De la cebra enfundada en la escala de los bolsillos

Tras la rejilla de miel que picotea la caricia

En el vertiginoso desamparo de un caimán en reposo

Se alcanza a oír la costra del mapa desgarrado

Todos los picos serán curvos hasta la palma de los ojos

Que arranca los vaivenes del muslo evaporado

Abierto como una daga

Sobre los poros negros de la estrella

Que suda en los cabellos fatigados del mármol

Lívidos garfios de púrpura que fermentan en el índice

Del mundo al sacudir los escombros de desesperación

Tierna pastilla de carne que trasplantan los pájaros

Se asoman en la nieve ventanas de animales.

de Profundo centro (1972)

CÉSAR MORO

Con mudable galope
desde el ángulo facial de los pies poblados de cejas
variante despejada doble nariz cruzada a la rodilla
en el cinturón de una flor aletea un platillo
en los hombros con raíces de algas
sobrenada un mar inmediatamente dormido
relincha un hipocampo por el cactus restaurado
la lengua de un botín en la corbata fotografiada
dos botones muy claros en el botín muy claro
al correrse de hilachas las medias del establo.
Si damos crédito
al rinoceronte generoso y académico
se tratará de una maniaca gelatina.
Se puede ver cómo una medusa logró amarrar el agua
pero es un gusano desbocado bajo la lluvia
hasta la mujer recortada
que se baraja dando las espaldas
a un mar que brota de la cámara obscura.
Servirá postre de frutas en el verdadero desnudo
desde un canasto de moras, pepinos y fresas
chapoteando hasta que todas las palabras
sean un mismo sonido
quién habrá puesto una cabeza de cuero
tan bien horneada al parecer en el paisaje
que no podrá César
cae a medio caer una hoja que ya no cae
con las raíces de yuyo
los traspuntes de un maíz elegancia
en un bosque cualquier estrella sobre la nuca
eco poderoso de un horno
de un grito lanzado debajo del agua
ave foxtrot romano vamos a bailar
escoja su pareja colgada en aquella pared
se podría remover la cadena de la marea
con un mondadientes
ya lo conoce
como si nunca le hubiera estrechado los dientes
le mira correr por el salón como un condenado
se ha devorado la cancha ha soplado la cancha
no ha confundido la cancha el tiempo es variado.

1934

 de Cantos rodados (1968)

 

 

ELEGÍA DE JACK MIKE BLACK JACK  EL VIRTUOSO DEL SAXO

A Paúl Muni

AVISO

 

Jack Mike Black… ¡Alerta! Hoy se reprisa Jack Mike Black

El gran conejo negro del forado penal,

célebre concertista, difunto original,

prófugo de presidio, valiente militar

 

ES UN FILM ESPECIAL

De la UNIVERSAL PICTURES en Manhattan

Apta para menores S‌ o. ONE

 

Hoy 14 de enero de 1938. — (Fecha cambiable, legal)

 

El héroe del día y de la noche: JACK MIKE BLACK

 

¡Alerta! Hoy se reprisa JACK MIKE BLACK

 

En salto transoceánico y embarcado en un águila,

después del Armisticio voló hacia Norte América

ahorcando la casaca de importado recluta

porque matar es bueno para el oriundo de África.

Saber del Continente sólo por los abuelos:

las danzas primitivas y los gritos salvajes;

bajo el gong estridente de un cielo de palmeras

la sombra que le había lamido todo el cuerpo.

Allá en el mar de fuego cual calamar titánico

se escondía en el jugo sombrío de su miedo

o, corría con gritos de aparición carnívora,

rematando montones de enemigos yacentes.

Pero, por esas gracias que le premió el Ejército

con menciones honrosas en los cuadros de mérito,

el día que el Estado decretó su retiro

lo encontró, como un muerto, con los brazos cruzados.

Inhibido en la lucha de propia defensiva,

—la conquista lejana, peligro de su raza—

tan revolucionario, que daría cien vidas

si hoy perecer pudiera como soldado etíope.

Con soleadas levitas y ojeriza de frailes

un cortejo de cuervos invitó a su sepelio

y, del buzón del nicho que le selló la firma,

se dirigió a la calle como una carta anónima.

Con el paso de marcha, de formación, entierro

o procesión en baile con terminal de charlestón

se inició el recorrido de la reprisse flamante

y, Black, el trotamundos, posó fuera de foco.

Al conjuro violento de un pésimo tabaco,

saxofón del silencio, resaltaba la pipa

y, en el tablado cóncavo, zarandeaba el humo

deshojado en el cielo como flor invisible.

En el pecho abolsado de filiales tatuajes,

el temblequeo tinto de lejanas caderas,

en el punch melodioso de un abrazo perverso

con risible cadencia de canguro elegante.

Lo mismo que un fantasma de apunte policiaco

filmó con el tecleo de huellas digitales

una serie burlesca de treinta años seguidos

que se pasó en la cinta de su propio velorio.

Igual a tinta nueva de un extraño tintero

tintineó la mirada que rotuló la noche

y, en la cámara lenta con su largometraje,

enfocó su velada forma de negativo.

Tras una tubería de alquitranado zócalo

perfiló la armonía de su gran dentadura

con misterioso filo de castrante mordisco

y rictus alcalino de urinario hilarante.

En la calle cortada por fantástico luto

gesticuló el piteco su gutural insomnio

ventilando una arcada de café en pura esencia

por el ocio arrastrado del frío transeúnte.

Con el compás monótono de silueta mecánica

talló los estertores de su agonía inmensa

y en las lúbricas curvas de su cruel pantomima

discreteaba la Histeria con requiebros macabros.

Los pies hollaban una delicada acrobacia

patinando ligeros en el aire tardío

y un traspunte de júbilo saltaba de su asiento

hasta la cuerda floja de su audaz equilibrio.

Borbotear los pulmones en rito genuflexo

y, en ronda de babosas, la comisura elástica;

por la mucosa extraña de gris embocadura

el caracol de níquel reptaba a la garganta.

Era la flor del danzing como un loto de fuego

y un moscardón siniestro sobre el palco de un pétalo

silabeaba, en contornos de aquel fangoso ruido

con bacanal de insectos, un idioma académico.

Jadeante mete y saca de frases inconclusas

serpenteaba en las patas de fauna noctámbula

y una idea dormida que se vaciaba en gestos

ahuecaba sus fijas ojeras de sonámbula.

Flexible donosura del oscuro aleteo

aireaba el abanico de la pieza de moda

y el caracol sonoro, con una voz distante

arrullaba el oleaje de las locas parejas.

La lengua, igual a un péndulo, vertía en un embudo

el temporal acento de una luna anacrónica

de la nariz pendiente como una enorme argolla

y, el cuello dislocado, se prolongaba en tubos….

Arrojarle una rumba igual que una pedrada

al primer papanatas que asomó la cabeza

y rasgar las solapas del smocking lustroso

pateando en el estrado por gritarle: “¡canalla!”.

Chata y viscosa frente de saltarina rana

que vibraba en el charco del cabaret redondo

ondulaba una acústica cintura de serpiente

hasta el húmedo bosque de pantorrillas móviles.

Levantó su protesta con sangre de suburbio

al sentirse enrolado de la tropa burguesa

y, después de diez años de un horrible uniforme,

desertó como artista que ha aprendido un oficio.

De la orgía virtuoso, siendo muy aplaudido

con el bufo espejuelo de tres o cuatro pesos

los ojos que brillaban de futura amenaza

marcaron los acordes que lo hicieron famoso.

La boca rastrillada de jeta cenicienta

proferir el bailable de sensual asechanza

por la miseria oscura que le infló los carrillos

y las manos furiosas que el ring le reclamara.

Los dedos tecleadores se crispaban sangrientos,

la boca resoplante pedía camaradas

y en la alcahuetería del racial comparendo

proclamaba con rabia — “¡Qué bailen esos blancos!”

El simio filarmónico de las horas absurdas

al vaivén acueducto contorsionado en venias

y una añoranza de árboles salpicados de fruta

para que, en el salario, se lo cargue la trampa.

En los humos espesos de su gran borrachera,

desgranando la noche con el pico del saxo,

—hermano de Stockboro— con risa de elefante,

brotaba en pensamientos su cabeza reseca.

A quien dijo de pronto su color diferente,

ante el coreo unánime de la atrevida frase,

dejó el knock-out perfecto de un breve puñetazo

aquel gigante exótico de insular procedencia.

El cabeceo rítmico recordó el zapateo

y el enchufe metálico de un idilio grotesco

fue hacia el curvo instrumento martillando los émbolos

con la farmacopea del mortal entusiasmo.

A puntapiés llevaránle su marasmo de hamaca

el despotismo rubio de un comandante imbécil

que, rayarse las mangas, la gorra y la conciencia

manifestó la solfa del primer pentagrama.

Una nostalgia esclava de la caña de azúcar

merodeaba en los campos de una antigua cosecha

y el orgullo pateado del trasero molido

conjugaba las alzas y bajas del mercado.

Entre las baratijas del comercio insinuante

giraba el torbellino de desnudas espaldas

y triunfaba el veneno tejido de propuestas

en el telar sonoro de la crespa tarántula.

Como sombra de un junco cimbrado por el viento

se barajó la talla del pésame arquetipo

y el metal galopante se detuvo en la boca

como el riel ondulante de un túnel epiléptico.

Al helado contacto de sus noches en vela

saltar al foso abyecto de la alegre comparsa

y mostrar el prestigio, reconocido en Francia,

de sus dedos, calados igual que bayonetas.

En la piel charolada que lustró la tiniebla

con mecidas curiosas olisqueaba la danza

y un resorte lascivo frustraba los intentos

del ring que flagelaba con ortigas de carne.

Dibujo resentido que se lanza al abismo;

en el último trazo se encrespaba una mancha

y la línea correcta del frío parroquiano

evidenció el volumen en un cubo de whisky….

Para el atleta de ébano que se pulió en presidio

no cabía otra suerte que la recia corriente

brincando en aspavientos de una vida de perros

en la eléctrica silla, mal electrocutado.

Carbonizar de nuevo a aquel carbón humano

que, al carbón, dibujara soldados y trincheras

abrochando rencores en la telegrafía

que divulgó su nombre de perseguido gángster.

Tan desapercibido como brea en los muelles

o muy bien escondido como gota en el agua,

dio con él, la porfía de un detective náufrago

y servidor gratuito de la Liga Antialcohólica.

Para colmo de males, a remate de fiesta,

como un coche a su acera, se arrimó el bar nocturno

y giró su cabeza como una enorme rueda

por el raudo camino de su alegría fúnebre.

Al asqueado remilgo de la humana ventosa

contuvo su atavismo de cadenas en venta

y pujó con las manos abatidas de música

por la desnuda abuela de pública subasta.

Recortó su silueta con tijeras de asfalto,

desembolsó en el saxo por la calle del sueño

y, en el flujo y reflujo de la umbría marea

acoderó en un poste su turbulenta náusea.

Traspirando petróleo balanceó reverencias

y, saludando al polisman tras birlarle una multa

dejándolo plantado como si fuera un árbol,

desvaneció su marcha, lo mismo que una sombra……

de Dibujos animados (1936)

 

 

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Rafael Méndez Dorich

 

 

Poesía: Sensacionario (Buenos Aires, 1925)

Dibujos animados (Lima, 1936)

Cantos Rodados (Lima, 1968)

Profundo Centro –antología– (Lima, 1972)

Globos cautivos –póstumo– (Lima, 1973)

Ensayo: Ubicación del Arte en la Cultura (Lima, 1943)

 Rafael Méndez Dorich nació el 13 de julio de 1903 en Mollendo, puerto de Arequipa, Perú. En 1925 publicó en Buenos Aires su primer libro de poesía Sensacionario. En 1936 aparece en Lima su segundo libro, Dibujos animados y hasta 1968, cuando publica Cantos rodados, se dedica a la defensa de la libertad y de la democracia en su país y en Latinoamérica, publicando en 1945-1946 una revista continental, Cara y Sello (Lima), en cuyas páginas escribieron muchos de sus amigos, entre ellos César Moro y Tristán Marof, este último bajo el seudónimo Viejo Ponce de León. El último libro de poesía, Profundo centro, sale en 1972. En 1943 edita un libro de ensayos: Ubicación del Arte en la Cultura.

Los mejores poetas y escritores peruanos fueron sus amigos: César Moro y Emilio Adolfo Westphalen, Xavier Abril y Carlos Oquendo de Amat, Francisco Xandoval y Esteban Pavletich, ex-secretario de Sandino. Deja en manuscrito el libro de poemas, Globos cautivos.

En carta fechada pocos días antes de su muerte ya en el hospital, Méndez Dorich escribía: “Si por alguna circunstancia los poemas no se llegaran a publicar, Ud. puede hacerlo en MELE o en otra revista. Le digo esto porque estoy muy enfermo, a lo mejor no tendré tiempo de darlos al público. Dejo en su poder, pues, mis poemas recientes”.

Rafael Méndez Dorich murió el 1º de julio de 1973 en Lima. MELE y los poetas amigos están en duelo.

En: MELE (Órgano del Departamento de Lenguas y Literatura Europeas de la Universidad de Honolulu, Hawai)

P1020578

Xavier Abril

La poesía de Rafael Méndez Dorich

 

 

El impresionismo que no se resolvió en pintura, ni en música, entre nosotros, ha dado, en cambio, un poeta, un lírico cuyo tono se confunde con la pintura, con la inquietud idealista de lograr, estéticamente, el color desconocido en el poema. Pero, al lado de esta búsqueda de lo cromático, de filiación simbolista, hay otro fenómeno aún más interesante a mi modo de ver. El poeta persigue no ya el color de la realidad, sino el color del sueño en su terrible y angustiosa fase de artista ciego, es decir, de intencionado vidente de la irrealidad que es lo que corresponde a la dimensión estética, inventiva, del arte frente a lo consabido, a lo obvio y evidente. Esta etapa de su vida y de su obra me parece la más intensa y, por lo mismo, la más sobria y ajustada. Se diría que el hombre ha visto dentro de sí mismo una imagen a la que no ha alcanzado la realidad, la vida cotidiana. Este momento de la lírica de Rafael Méndez Dorich está signado, creo, por la benéfica influencia de Pierre Reverdy, el intenso y estremecido autor de La lucarne ovale, donde me parece encontrar el antecedente y la manera de nuestro poeta. Puede deberse también a una coincidencia que no descarto.

 

Je ne peux plus regarder ton visage

               Oú te caches-tu

               La maison s’est evanouie parmi les nuages

               Et tu as quitté la petit fenétre

               Ou tu na’apparaissais

               Reviens que vais-je devenir

               Tu me laisses seul et j’ai peur.

 

(En Dans le monde étranger)

 

No descarto decir lo mismo de otros momentos de su producción poética, en los que las influencias fueron disímiles, predominando a la postre la tónica suprarrealista. El poeta también pagó tributo al vanguardismo. Prueba de ellos la ofrece en Dibujos animados 1936. El dadaísmo y el ultraísmo han dejado su huella en dicha obra. Pero aún reconociendo este extremo, habrá que estudiarlo, aclararlo, precisando sus verdaderos términos. Resuelta evidente el hecho de que Méndez Dorich sufrió, en un principio, el impacto del influjo de Vallejo, pero también no lo es menos la contraparte advertible en el sentido de que la última obra de éste trasunta algún eco de la de aquél, ya sea por contagio directo o por coincidencia asombrosamente fortuita. En el primer caso deberé dejar aquí estampadas las siguientes concomitancias. A saber: “¿Hasta cuándo ha de sernos útil lo que necesitamos?”; “¡que bien me has abandonado en esta tarde!”; “y vibro en una hilacha de horizonte”; “Cuando cantaba en mi Domingo de Ramos”; “La cósmica aversión a lo simétrico”; “Y siento que es la sangre en mis arterias / extraviado kerosene”; “Bravío y alveolado fulgor de las estrellas”; “Octubre de Suramérica con abrazo de arácnido”; “La muerte viene más ligera, más pálida, pero más alegre”; “Se quisiera embotellar todos los manantiales”1. Si la huella del poeta de Los Heraldos negros y de Trilce descúbrese en los versos transcriptos como algo evidente de la hechura vallejiana, no lo es menos, a su vez, la sorpresa que deparará el hecho incontrovertible de que la obra de Méndez Dorich haya incidido en la obra culminante de Vallejo: Poemas humanos y España, aparta de mí este cáliz. “Señalaré el adverbio antiguamente” y “Esa tarde neumática”2. Encuentro que es una coincidencia notable la que he advertido en la Quinta Parte de Dibujos animados, la cual se titula: “Sangre en Pie”, si se tiene en cuenta que Vallejo escribió en 1937 como sigue: “sangre a (caballo) pie, mural, sin diámetro”3. La similitud no queda reducida a estos ejemplos, sino a alguno otro más, donde se dice: “Marx y Lenin, Social astronomía / práctica, teórica”4. En Vallejo hay algo parecido en los dos casos: “Suelo teórico y práctico”5 de una parte, e “injerta en la de Marx”6, de un poema escrito hacia 1937, de otra. No deja de ser curioso, por último, de que en uno de los poemas de Méndez Dorich haya encontrado la palabra “bolchevique” que Vallejo también emplea: “o subiendo del pecho, bolchevique”7. Esta composición está fechada “Ver 1931”, pero apareció en 1939. No deberá llamar la atención de que la crítica forastera (Checoslovaca, Sudeten) enquistada en el periodismo de nuestra patria, haya omitido, por vocación torcida y tartamuda, este reconocimiento.

 

Celebro aquí, como se merece, el poema titulado Esquema del perfume, extraordinariamente puro y que, sin vacilación alguna, se me presenta como uno de los más acabados de la lírica peruana de todos los tiempos. No postergaré su trascripción, parcial, en beneficio del placer auditivo y del gusto de los lectores más exigente:

 

Tengo treinta años dedicados

al estudio de una ciencia extraña y maravillosa:

la geometría del perfume.

………………………………………………………..

Y, en cualquier forma,

es inusitado y espontáneo siempre   

porque todavía no se conoce

la seguridad que representan

los acontecimientos futuros;

porque el perfume es el heraldo del tiempo

y la amenaza de los desconocido;

pues, quien educa el olfato

se adelanta a la muerte

y hay una idea de la vida

en cada idea que despierta el perfume…

 

Podría añadir estrofas de otros poemas de Méndez Dorich que considero imprescindibles y antológicos en sí mismos, pero me limitaré, en esta ocasión, a mencionar únicamente los títulos de los mismos con la intención de dilatar su percepción disfrutativa: Apunte al color desconocido, Sitio a sitio, El telegrafista muerto, Poema en la estación de los aparecidos, Chispa de armonía, Sobre el pecado de origen y Pablo Picasso.

 

La lírica de Méndez Dorich revela en su conjunto —incluso en algunos de sus desbordes— una limpieza de ánimo y de intención cristalinas. Su culto del misterio y de lo oscuro no son desmentidos por el diamante, íntimo, de la luz incógnita, secreta. En el fuero interior del artista nada tiene que ver la realidad ambiente, la circunstancia externa. La vitalidad creadora del poeta es más fuerte, siempre, que la del medio en la que confían los fotógrafos, los periodistas, los Zola de nuevo cuño. La poesía es fluido, no eco. Sí, me olvidaba, existe una versificación festiva que no es sino comentario, anécdota, costumbrismo: verdadero consuelo de los que mitigan sus desengaños y satisfacen sus cuitas con la disculpa de un género vagamente “nacional”.

 

En Méndez Dorich, el hombre y el artista se dan la mano; no discrepan tampoco el político y el esteta como a menudo ocurre en el panorama de nuestras letras, tan propicio a las conversiones negativas. Pocos artistas como él tiene el Perú que hayan seguido el peligroso camino de la decantación de la pureza sin desmayos, además de haber transitado por el camino propio y obstinado del conocimiento sin vértigo y sin la pedantería característica de los iniciados en la alta cultura. Méndez Dorich ha respondido al llamado del nuevo humanismo socialista de nuestra época y se ha puesto a trabajar como un humilde obrero del pensamiento. Su inquietud de poeta y de prosador, de lírico e ideólogo, se nutre de un mismo mundo, de una misma idea, de una misma esperanza. Una y otra descansan sobre el angustiado escenario de la humanidad, donde el laurel no es nunca cohibido por la presencia dignificante de la hoz y el martillo: claros símbolos de la sonrisa matinal de un mundo nuevo.

 

 

NOTAS

 

1. Citas de los poemas: Ananké; El Cristo del paisaje; Azul; Lunes flácido; Defensa de la iglesia en forma de pera; Morir de morir; Escorpio; Cuarto creciente y Splach-Gasgachau, en: Dibujos animados (Lima, 1936).

 

2. Citas de los poemas: Morpheo y El mar amarillo de los muertos, en: Dibujos animados (Lima, 1936).

 

3. Cita del poema: II, en: España, aparta de mí este cáliz.

 

4. Cita del poema: Escorpio, Op. Cit.

 

5. Cita del poema: Telúrica y magnética, en: Poemas humanos.

 

6. Poemas humanos.

 

7. Poemas humanos.

Xavier Abril (Lima, 1905–Montevideo, 1990). Publicó en poesía: Hollywood: relatos contemporáneos (Madrid, 1931), Difícil trabajo (Madrid, 1935), Descubrimiento del alba (Lima, 1937) y Declaración de nuestros días (Montevideo, 1983). En crítica: Vallejo (Buenos Aires, 1958), Dos estudios. Vallejo y Mallarmé, la estética de Trilce y Una jugada de dados jamás abolirá el azar; Vigencia de Vallejo (Buenos Aires, 1960), César Vallejo o la teoría poética (Madrid, 1962 y 1963), Eguren, el obscuro: el simbolismo en América (Córdoba, 1970) y Exégesis trílcica (Lima, 1980). Como traductor publicó Antología de Mallarmé: verso y prosa (Montevideo, 1961). Póstumamente fueron publicados: Poesía inédita: 1921-1976 (Montevideo, 1994), La Rosa escrita (Lima, 1996) y Poesía soñada (Lima, 2006).

 

 

Un surrealista peruano: César Moro

Mónica Quijano

 

 

 

Version en français

 

Cuando uno piensa en la relación del surrealismo con América latina, varias referencias vienen a la mente: el viaje de Breton a México, el peregrinaje de Artaud a la sierra Taraumaura, la aventura chilena de La mandrágora, la amistad entre Paz y Breton después de la guerra, y César Moro. Y es que resulta difícil pensar en el surrealismo latinoamericano sin recordar a este poeta que siempre se sintió extraño en su Perú natal. Moro es el más claro ejemplo de que en muchas ocasiones la patria se encuentra muy lejos de ese lugar donde el destino nos hizo nacer.

Los nueve años que Moro vivió en París, de 1925 a 1934, marcaron profundamente su vida. Moro sale de Lima hacia Europa a los veintidós años con el deseo de exponer su obra plástica. En 1929, conoce a Breton y participa en las reuniones de los surrealistas. Es la época del Segundo Manifiesto Surrealista, del acercamiento de Breton con el Partido Comunista y por consecuencia de la mezcla del activismo político con los experimentos de la escritura automática. Para Moro este encuentro fue fundamental porque le permitió desarrollar su veta poética y adoptar la lengua francesa como vía de expresión de su poesía. Moro participó activamente en el grupo surrealista antes de la guerra, como Paz lo hizo después. Mientras vivió en Paris, publicó «Renommée de l’amour» en la edición 5-6 de la revista Le Surréalisme au service de la Révolution. También participó en el libro Violette Nozières, en 1933, poco antes de su regreso a Lima. Este homenaje colectivo a la joven parricida era una plaquette que contenía poemas de Breton, de Char, de Éluard, de Moro y Péret entre otros; además de ilustraciones de Dalí, Tanguy, Giacometti y Magritte.

A su regreso a Lima, Moro continuó ligado emocionalmente al grupo. En 1935 expuso algunos dibujos y collages y en 1938 creó junto con Emilio A. Westphalen la revista El uso de la palabra de la cual sólo apareció el primer número. Ese mismo año el artista peruano se exilió por motivos políticos en México donde vivió hasta fines de la década de los 40. Lo que hace de Moro un caso especial en la literatura latinoamericana de su generación es que aún en su regreso a Perú y en su exilio en México siguió escribiendo en francés. Esta condición de doble exilio: el geográfico y el lingüístico hacen de él un poeta de las orillas, del destierro.

En México, Moro organizó con el pintor Wolfgang Paalen la Exposición Internacional del Surrealismo de la cual también escribió el prefacio del catálogo. Colaboró en El Hijo Pródigo y en Dyn, ésta última fundada por Paalen en 1942. Le etapa mexicana es para Moro un período de recogimiento que llevará al extremo a su regreso a Perú.

En 1948 Moro regresó a Lima donde decide vivir entregado a la escritura y a la pintura sin manifestarse públicamente. Durante esos años dio clases de francés en el Colegio Militar Leoncio Prado. En la misma época, un joven que soñaba con ser escritor fue internado en el colegio por órdenes paternas para mitigar sus pretensiones creativas. Ese joven se llamaba Mario Vargas Llosa. Moro fue profesor de Vargas Llosa y más tarde sirvió de modelo a uno de los personajes de La ciudad y los perros. «Era bajito y muy delgado – escribe Vargas Llosa en El pez en el agua-de cabellos claros y escasos y unos ojos azules que miraban el mundo, las gentes, con una lucecita irónica al fondo de las pupilas.»

Este alejamiento de la vida pública también se reflejó en su producción poética. Hasta 1956, año en que muere, sólo había publicado tres poemarios en francés: un libro, Le Château Grisou (1943); y dos plaquettes: Lettre d’Amour (1944) y Trafalgar Square (1954). Fue el poeta francés André Coyné, amigo y albacea literario de Moro, quien heredó la tarea de editar los diversos libros y poemas sueltos que el poeta peruano había dejado. La muerte de Moro dio origen al reconocimiento paulatino de su obra. Sin embargo, la publicación de sus poemas enfrentaba las reticencias de las editoriales a publicar a un peruano que escribió en francés. En Francia nadie lo editaba porque no era un poeta francés. En Lima tampoco porque había que traducir sus poemas.

Los dos primeros libros de Moro se publicaron gracias a la venta de una serie de pasteles que el poeta había pintado un año antes de su muerte. Con los fondos reunidos Coyné pudo publicar, por un lado, la poesía en castellano de Moro bajo el título de La Tortuga Ecuestre y Otros Poemas (Lima, 1957) y, por otra parte, Amour à Mort et Poèmes 1948-1955 (París, 1957). El libro editado en Francia tuvo una cierta resonancia. Benjamin Péret lo leyó y decidió incluir algunos poemas del autor en una antología del surrealismo que estaba preparando una editorial italiana: La Poesia Surrealista Franchese. También, gracias a Amour à Mort, el crítico Jean-Jaques Lévêque pidió a Coyné pinturas de Moro con el fin de exponerlas en Le soleil dans la tête, una galería de arte parisina. Resultó entonces que el libro que había sido editado gracias a las pinturas del artista peruano ayudó a su vez a que la obra plástica de Moro se expusiera en París.

La edición en español, por su lado, tuvo menos suerte. Por motivos personales, Coyné tuvo que salir del Perú y no pudo sacar los libros de la imprenta. Supo después que el cajón donde iban la mayoría de los ejemplares se extravió. Sólo se salvaron algunos libros que iban destinados a los suscriptores y los pocos que se distribuyeron a las librerías. Este libro fue reeditado años después por Julio Ortega, dentro de una recopilación titulada Palabra de escándalo (1974).
Sin embargo, la edición limeña de La tortuga ecuestre no fue el único libro de Moro que se perdió. André Coyné recuerda que se sintió intrigado al no ver, entre los originales que Moro le había dejado, ninguno de los poemas que éste escribió entre 1930 y 1933. Dándole vueltas al asunto, Coyné recordó que Moro le había comentado alguna vez que Paul Éluard había perdido en un viaje la única copia de su primer cuaderno de poesía. En busca de más información, el poeta francés revisó la correspondencia de Moro. Entre otras cartas encontró una escrita por Éluard en abril de 1932 donde le informa a Moro que está «leyendo y releyendo los admirables poemas del primer cuaderno que usted me ha confiado»1. Por desgracia Éluard perdió el mencionado cuaderno en el mismo viaje en el que le escribió la carta.

Moro fue un poeta surrealista en los dos sentidos de la palabra: primero porque colaboró con el movimiento histórico del grupo de Breton, segundo porque su poesía está atravesada por esta corriente artística, ese surrealismo que Julien Gracq bautizó como «surrealismo sin edad». Moro eligió una patria íntima, la lengua, donde poder experimentar hasta el último límite las posibilidades de ruptura y de juego poético. Al sentirse desterrado, ajeno de esa Lima a quién al pie de un poema calificó de «horrible» Moro re-crea en su universo un lugar distinto: un sitio personal compuesto de geografías, luces y sueños híbridos, un lugar que decidió compartir con nosotros en sus libros.

1 André Coyné, » Ahora al medio siglo «, en César Moro, Ces poèmes, Madrid, Libros Maina, 1987, p. 78.

Vladimir Nabokov: El Navaja

Vladimir Nabokov: El Navaja
 
 
Sus compañeros de regimiento tenían sus buenas razones para llamarle El Navaja . El rostro de aquel hombre carecía de fachada. Cuando sus amigos pensaban en él sólo lograban imaginárselo de perfil, y ese perfil era extraordinario: la nariz afilada como el compás de un dibujante; la barbilla, prominente, como si fuera un codo; las pestañas, largas y suaves; características de un temperamento obstinado y también cruel. Se llamaba Ivanov.
 
Aquel apodo, conferido en sus años jóvenes, resultó ser extrañamente profetice No es extraño que un tipo que se llame Rubin o Rubi acabe siendo un gemólogo de prestigio. El capitán Ivanov, después de una fuga épica y tras una serie de peripecias insípidas, dio con sus huesos en Berlín, y escogió precisamente el oficio al que aludía su apodo, el de barbero.
 
Trabajaba en una barbería pequeña pero limpia, compartiendo su oficio con otros dos empleados, que trataban al «capitán ruso» con un respeto no exento de jovialidad. El negocio incluía asimismo al propietario, una severa masa humana que hacía girar la manivela de la caja registradora con un sonido argentino, así como a una manicura, anémica y translúcida, que parecía haberse amojamado al contacto con los innumerables dedos que, en grupos de a cinco, habían posado ante sus artes en un pequeño cojín de terciopelo.
 
Ivanov hacía muy bien su trabajo, y eso que no había conseguido hablar bien alemán. Sin embargo, pronto ideó una forma de resolver el problema: colocar un nicht al final de la primera frase, un interrogativo was en la siguiente, y luego, de nuevo nicht , alternándolos de este modo al infinito. Y aunque hasta que no llegó a Berlín no aprendió a cortar el pelo, manejaba la navaja y las tijeras con extraordinaria destreza, casi como los peluqueros rusos, con su proverbial afición a hacer todo tipo de fiorituras con las tijeras cuyos chasquidos adoran -hay que verlos cuando se echan atrás para apuntar el próximo gesto, y cómo cortan un par de mechones para luego chascar indefinidamente las hojas de la tijera como si se vieran impelidos a ello por una especie de inercia. Precisamente, aquel ágil zumbido gratuito era lo que le había conseguido el respeto de sus colegas.
 
No cabe duda de que las tijeras y las navajas son armas y había algo en su zumbido metálico que gratificaba el alma guerrera de Ivanov. Era un hombre rencoroso y de agudo ingenio. Un bufón había arruinado su patria, noble, espléndida, grandiosa, por mor de una inteligente frase escarlata, y aquello era algo que no podía olvidar. La venganza, como un muelle apretado y contenido al máximo en su alma, acechaba expectante, esperando que llegara su hora.
 
Una azulada y cálida mañana de verano, aprovechando que apenas había clientes por el horario de las oficinas, los dos colegas de Ivanov se tomaron una hora de descanso. Su jefe, muerto de calor y de deseo insatisfecho, había escoltado en silencio a la pálida y complaciente manicura hasta el cuarto trastero. Solo en la peluquería, agobiado de calor, Ivanov empezó a hojear un periódico y luego encendió un pitillo, salió a la puerta y se dispuso a observar a los transeúntes.
 
La gente cruzaba deprisa, perseguida por las sombras azulencas de sus cuerpos, que se rompían en el filo de la acera para deslizarse intrépidas bajo las relucientes ruedas de los coches cuyas huellas dejaban sobre el asfalto recalentado unas cintas de seda que se asemejaban al florido encaje de la piel de las serpientes. De repente, un caballero de baja estatura, fornido, vestido con un terno negro y un sombrero hongo, dejó la acera y se dirigió derecho hacia donde estaba Ivanov. Cegado por el sol, Ivanov parpadeó un instante, luego se hizo a un lado para permitirle entrar en la peluquería.
 
El rostro del recién llegado se reflejó a un tiempo en todos los espejos: se veían tres cuartos de su rostro, de perfil, y también la calva cerúlea de la coronilla donde había reposado hasta ese momento el sombrero negro que ahora colgaba de una percha. Y cuando aquel hombre se volvió para enfrentar su cara a los espejos, que se reflejaban en superficies de mármol, brillantes todas ellas con el fulgor verde y dorado de los frascos de colonia, Ivanov reconoció al punto aquel rostro móvil y carnoso, con sus ojos penetrantes y el lunar junto al lóbulo derecho de la nariz.
 
El caballero tomó asiento delante del espejo en silencio. Luego, murmurando entre dientes, se palpó la mejilla sucia con un dedo rechoncho. Su gesto indicaba una orden: «Afeíteme, por favor». Atónito, como en una nube, Ivanov desplegó una sábana sobre su regazo, batió un poco de espuma en un bol de porcelana, la extendió por las mejillas de aquel hombre, por su barbilla y labio superior, circunnavegó cautelosamente el lunar, y empezó a aplicar la espuma con el dedo índice. Pero todos sus movimientos eran mecánicos, tan conmocionado estaba de haber visto de nuevo a aquella persona.
 
Una ligera máscara de jabón blanca le cubría ya el rostro hasta los ojos, ojos minúsculos que relucían como las ruedecillas de la máquina de un reloj. Ivanov había abierto la navaja y cuando se disponía a afilarla en la correa, se recobró de su estupor y se dio cuenta de que aquel hombre estaba en su poder.
 
Entonces, inclinándose sobre la calva cerúlea, acercó la cuchilla azul junto a la máscara jabonosa y dijo con toda suavidad: «Mis respetos, camarada. ¿Cuánto tiempo hace que abandonó nuestra querida patria? No, no se mueva por favor, no sea que le dé un corte antes de tiempo».
 
Las ruedecillas resplandecientes del reloj de sus ojos empezaron a moverse cada vez más deprisa, hasta quedarse fijas, detenidas, contemplando el perfil aquilino de Ivanov. Ivanov limpió la espuma que sobraba con el perfil romo de la navaja y siguió hablando: «Lo recuerdo muy bien, camarada. Lo siento, pero me resulta desagradable pronunciar su nombre. Me acuerdo de que usted me interrogó hace seis años, en Kharkov, recuerdo su firma, querido amigo… Pero como ve, sigo vivo».
 
Y entonces ocurrió lo que sigue. Los ojillos empezaron a moverse de un lado al otro, luego se cerraron con fuerza, los párpados apretados como los de un salvaje que pensara que al cerrarlos se convertiría de inmediato en un ser invisible.
 
Ivanov movía con parsimonia la navaja a lo largo de la fría mejilla que parecía crujir con un susurro a su contacto.
 
– Estamos completamente solos, camarada. ¿Me entiende?
 
Un mínimo desliz de la navaja y correrá la sangre -aquí, en este punto, noto el latir de la carótida-. Así que habrá mucha, muchísima sangre. Pero primero quiero que su cara esté decentemente afeitada; además, hay algo que tengo que contarle.
 
Cautelosamente, con dos dedos, Ivanov levantó la punta carnosa de su nariz y, con la misma ternura, empezó a afeitarle el labio superior.
 
– Sucede, camarada, que me acuerdo de todo. Me acuerdo perfectamente, y quiero que usted también recuerde… -y con un tono muy dulce de voz, Ivanov empezó su relato, mientras afeitaba sin apresurarse aquel rostro recostado, inmóvil. El relato que hizo debió de ser en verdad aterrador porque, de cuando en cuando, su mano se detenía y entonces se inclinaba hasta casi rozar al caballero que seguía sentado con los párpados cerrados, como un cadáver cubierto por el sudario de la sábana.
 
– Eso es todo -dijo Ivanov, con un suspiro-, ésa es la historia. Dígame ¿qué reparación le parecería justa para todo esto? ¿Con qué puedo sustituir aquella espada afilada?
 

En Cuentos completos
Prólogo de Dimitri Nabokov, San Petersburgo (Rusia) y Montreux (Suiza), junio de 1995
Traducción al español: María Lozano 
Madrid, 2009

EL NÓUMENO /ADOLFO BIOY CASARES

Probablemente fue Carlota la que tuvo la idea. Lo cierto es que todos la aceptaron, aunque sin ganas. Era la hora de la siesta de un día muy caluroso, el 8 o el 9 de enero. En cuanto al año, no caben dudas: 1919. Los muchachos no sabían qué hacer y decían que en la ciudad no había un alma, porque algunos amigos ya estaban veraneando. Salcedo convino en que el Parque Japonés quedaba cerca. Agregó:
—Será cosa de ponerse el rancho e ir en fila india, buscando la sombra.
—¿Están seguros de que en el Parque Japonés funciona el Nóumeno? —preguntó Arribillaga.
Carlota dijo que sí. El Nóumeno era un cinematógrafo unipersonal, que por entonces daba que hablar, aun en las noticias de policía.
Arturo miró a Carlota. Con su vestido blanco, tenía aire de griega o de romana. «Una griega o romana muy linda», pensó.
—Vale la pena costearse —dijo Arribillaga—. Para hacernos una opinión sobre el asunto.
—Algo indispensable —dijo con sorna Amenábar.
—Yo tampoco veo la ventaja —dijo Narciso Dillon.
—Voy a andar medio justo de tiempo —previno Arturo—. El tren sale a las cinco.
—Y si no vas, ¿qué pasa? ¿Tu campo desaparece? —preguntó Carlota.
—No pasa nada, pero me están esperando.
Aunque no fuera indispensable la fila india, tampoco era cuestión de insolarse y derretirse, de modo que avanzaron de dos en dos, por la angosta y no continua franja de sombra. Carlota y Amenábar caminaban al frente; después, Arribillaga y Salcedo; por último, Arturo y Dillon. Éste comentó:
—Qué valientes somos.
—¿Por salir con este solazo? —preguntó Arturo.
—Por ir muy tranquilos a enfrentarnos con la verdad.
—Nadie cree en el Nóumeno.
—Desde luego.
—Es de la familia de la cotorra de la buena suerte.
—Entonces, una de dos. O no creemos y ¿para qué vamos? O creemos y ¿pensaste, Arturo, en este grupo de voluntarios? La gente más contradictoria de la República. Empezando por un servidor. Nací cansado, no sé lo que se llama trabajar, si me arruino me pego un tiro y no hay domingo que no juegue hasta el último peso en las carreras.
—¿Quién no tiene contradicciones?
—Unos menos que otros. Vos y yo no vamos al Nóumeno batiendo palmas.
Arturo dijo:
—A lo mejor sospechamos que para seguir viviendo, más vale dormirse un poco para ciertas cosas. ¿Qué va a suceder cuando entre Arribillaga y vea cómo el aparato le combina su orgullo de perfecto caballero con su ambición política?
—Arribillaga sale a todo lo que da y el Nóumeno estalla —dijo Dillon—. ¿Amenábar también tendrá contradicciones?
—No creo.
Cuando conoció a Amenábar, Arturo estudiaba trigonometría, su última materia de bachillerato, para el examen de marzo. Un pariente, profesor en el colegio Mariano Moreno, se lo recomendó. «Si te prepara un mozo Amenábar», le dijo, «no sólo aprobarás trigonometría, sabrás matemáticas». Así fue, y muy pronto entablaron una amistad que siguió después del examen, a través de esas largas conversaciones filosóficas, que en alguna época fueron tan típicas de la juventud. Por Arturo, Amenábar conoció a Carlota y después a los demás. Lo trataban como a uno de ellos, con la misma despreocupada camaradería, pero todos veían en él a una suerte de maestro, al que podían consultar sobre cualquier cosa. Por eso lo llamaban el Profe.
Comentó Dillon:
—Su idea fija es la coherencia.
—Ojalá muchos tuviéramos esa idea fija —contestó Arturo—. Él mismo dice que la coherencia y la lealtad son las virtudes más raras. —Menos mal, porque si no, con la vida que uno lleva… ¿Qué sería de mí, un domingo sin turf? ¡Me pego un balazo!
—Si hay que pegarse un balazo porque la vida no tiene sentido, no queda nadie.
—¿También Carlota será contradictoria? A ella se le ocurrió el programa.
—Carlota es un caso distinto —explicó Arturo, con aparente objetividad—. Le sobra el coraje.
—Las mujeres suelen ser más corajudas que los hombres.
—Yo iba a decir que era más hombre que muchos.
Tal vez Arturo no estuviera tan alegre como parecía. Cuando hablaba de Carlota se reanimaba.
—No conozco chica más independiente —aseguró Dillon, y agregó—: Claro que la plata ayuda.
—Ayuda. Pero Carlota era muy joven cuando quedó huérfana. Apenas mayor de edad. Pudo acobardarse, pudo buscar apoyo en alguien de la familia. Se las arregló sola.
«Y por suerte ahí va caminando con Amenábar», pensó Arturo. «Sería desagradable que tuviera al otro a su lado.»
Entraron en el Parque Japonés. Arturo advirtió con cierto alivio que nadie se apuraba por llegar al Nóumeno. Lo malo es que no era el único peligro. También estaba la Montaña Rusa. Para sortearla, propuso el Water Shoot, al que subieron en un ascensor. Desde lo alto de la torre, bajaron en un bote, a gran velocidad, por un tobogán,hasta el lago. Pasaron por el Disco de la Risa, se fotografiaron en motocicletas Harley Davidson y en aeroplanos pintados en telones y, más allá del teatro de títeres, donde tres músicos tocaban Cara sucia, vieron un quiosco de bloques de piedra gris, en papier maché, que por la forma y por las dos esfinges, a los lados de la puerta, recordaba una tumba egipcia.
—Es acá —dijo Salcedo y señaló el quiosco.
En el frontispicio leyeron: El Nóumeno y, a la derecha, en letras más chicas: de M. Cánter. Un instante después un viejito de mal color se les acercó para preguntar si querían entradas. Arribillaga pidió seis.
—¿Cuánto tiempo va a estar cada uno adentro? —preguntó Arturo.
—Menos de un cuarto de hora. Más de diez minutos —contestó el viejo.
—Bastan cinco entradas. Si me alcanza el tiempo compro la mía.
—¿Usted es Cánter? —preguntó Amenábar.
—Sí —dijo el viejo—. No, por desgracia, de los Cánter de La Sin Bombo, sino de unos más pobres, que vinieron de Alemania. Tengo que ganarme la vida vendiendo entradas para este quiosco.
¡Seis, mejor dicho cinco, miserables entradas, a cincuenta centavos cada una!
—¿Ahora no hay nadie adentro? —preguntó Dillon.
—No.
—Y aparte de nosotros, nadie esperando. Le tomaron miedo a su Nóumeno.
—No veo por qué —replicó el viejo.
—Por lo que salió en los diarios.
—El señor cree en la letra de molde. Si le dicen que alguien entró en este quiosco de lo más campante y salió con la cabeza perdida, ¿lo cree? ¿No se le ocurre que detrás de toda persona hay una vida que usted no conoce y tal vez motivos más apremiantes que mi Nóumeno, para tomar cualquier determinación?
Arturo preguntó:
—¿Cómo se le ocurrió el nombre?
—A mí no se me ocurrió. Lo puso un periodista, por error. En realidad, el Nóumeno es lo que descubre cada persona que entra. Y, a propósito: ¡Adelante, señores, pasen! Por cincuenta centavos conocerán el último adelanto del progreso. Tal vez no tengan otra oportunidad.
—Deséenme buena suerte —dijo Carlota.
Saludó y entró en el Nóumeno. Arturo la recordaría en esa puerta, como en una estampa enmarcada: el pelo castaño, los ojos azules, la boca imperiosa, el vestido blanquísimo. Salcedo preguntó a Cánter:
—¿Por qué dice que tal vez no haya otra oportunidad?
—Algo hay que decir para animar al público —explicó el viejo, con una sonrisa y una momentánea efusión de buen color, que le dio aire de resucitado—. Además, la clausura municipal está siempre sobre nuestras cabezas.
—¿Cabezas? —preguntó Arturo—. ¿Las suyas o las de todos?
—Las de todos los que recibimos la visita de señores que viven de las amenazas de clausura. Los señores inspectores municipales.
—Una vergüenza —dijo Salcedo, gravemente.
—Hay que comer —dijo el viejo.
Después de Cara Sucia, los de al lado tocaron Mi noche triste. Arturo pensó que por culpa de ese tango, que siempre lo acongojaba un poco, estaba nervioso porque la chica no salía del Nóumeno. Por fin salió y, como todos la miraban inquisitivamente, dijo con una sonrisa:
—Muy bien. Impresionante.
Arturo pensó «Le brillan los ojos».
—Acá voy yo —exclamó Salcedo y, antes de entrar, se volvió y murmuró: —No se vayan.
Felice morte —gritó Arribillaga.
Carlota pasó al lado de Arturo y dijo en voz baja:
—Vos no entres.
Antes que pudiera preguntar por qué, ella se trabó en una conversación con Amenábar. El tono en que había dicho esas tres palabras le recordó tiempos mejores.
En el teatro de títeres tocaban otro tango. Cuando Salcedo salió del Nóumeno, entró Amenábar. Arribillaga preguntó:
—¿Qué tal?
—Nada extraordinario —contestó Salcedo.
—Explícame un poco —dijo Dillon—. Ahí adentro ¿consigo un dato para el domingo?
—Creo que no.
—Entonces no me interesa. Casi me alegro.
—Yo, en cambio, me alegro de haber entrado. Hay una especie de máquina registradora, pero de pie, y una sala, o cabina, de biógrafo, que se compone de una silla y de un lienzo que sirve de pantalla.
—Te olvidas del proyector —dijo Carlota.
—No lo vi.
—Yo tampoco, pero el agujero está detrás de tu cabeza, como en cualquier sala, y al levantar los ojos ves el haz de luz en la oscuridad.
—La película me pareció extraordinaria. Yo sentí que el héroe pasaba por situaciones idénticas a las mías.
—¿Concluyó bien? —preguntó Carlota.
—Por suerte, sí —dijo Salcedo—. ¿Y la tuya?
—Depende. Según interpretes.
Salcedo iba a preguntar algo, pero Carlota se acercó a Amenábar, que salía del quiosco, y le preguntó cuál era su veredicto.
—Yo ni para el Nóumeno tengo veredictos. Es un juego, un simulacro ingenioso. Una novedad bastante vieja: la máquina de pensar de Raimundo Lulio, puesta al día. Casi puedo asegurar que mientras uno se limite a las teclas correspondientes a su carácter, la respuesta es favorable; pero si te da por apretar la totalidad de las teclas correspondientes a las virtudes, la inmediata respuesta es Hipócrita, Ególatra, Mentiroso, en tres redondelitos de luz colorada.
—¿Hiciste la prueba? —preguntó Carlota.
Riendo, Amenábar contestó que sí y agregó:
—¿Te parece poco serio? A mí me pareció poco serio el biógrafo. Qué cinta. Como si nos tomaran por sonsos.
Después de mirar el reloj Arturo dijo:
—Yo me voy.
—¿No me digas que te asusta el Nóumeno? —preguntó Dillon.
—La verdad que esa puerta alta y angosta le da aspecto de tumba —dijo Salcedo.
Carlota explicó:
—Tiene que tomar el tren de las cinco.
—Y antes pasar por casa, a recoger la valija —agregó Arturo.
—Le sobra el tiempo —dijo Salcedo.
—Quién sabe —dijo Amenábar—. Con la huelga no andan los tranvías y casi no he visto automóviles de alquiler ni coches de plaza.
Lo que vio Arturo al salir del Parque Japonés le trajo a la memoria un álbum de fotografías de Buenos Aires, con las calles desiertas. Para que esas pruebas documentales no contrariaran su convicción patriótica de que en las calles de nuestra ciudad había mucho movimiento, pensó que las fotografías debieron de tomarse en las primeras horas de la mañana. Lo malo es que ahora no era la mañana temprano, sino la tarde.
No había exagerado Amenábar. Ni siquiera se veían coches particulares. ¿Iba a largarse a pie, a Constitución? Una caminata, para él heroica, no desprovista de la posibilidad de llegar después de la salida del tren. «¿Dónde está ese ánimo? ¿Por qué pensar lo peor?», se dijo. «Con un poco de suerte encontraré algo que me lleve a Constitución.» Hasta Cerrito, bordeó el paredón del Central Argentino, volviendo todo el tiempo la cabeza, para ver si aparecía un coche de plaza o un automóvil de alquiler. «A este paso, antes que las piernas se me cansa el pescuezo.» Dobló por Cerrito a la derecha, subió la barranca, siguió rumbo al barrio sur. «Desde el Bajo y Callao a Constitución habrá alrededor de cuarenta cuadras», calculó. «Más vale dejar la valija.» Lo malo era que de paso dejaría La ciudad y las sierras, que estaba leyendo. Para recoger la valija, tendría seis cuadras hasta su casa, en la calle Rodríguez Peña y, ya con la carga a cuestas, las seis cuadras hasta Cerrito y todas las que faltaban hasta Constitución. «Otra idea», se dijo, «sería irme ahora mismo a casa, recostarme a leer La ciudad y las sierras frente al ventilador y postergar el viaje para mañana; pero, con la huelga, quién me asegura que mañana corran los trenes. No hay que aflojar aunque vengan degollando». Nadie venía degollando, pero la ciudad estaba rara, por lo vacía, y aun le pareció amenazadora, como si la viera en un mal sueño. «Uno imagina disparates, por la cantidad de rumores que oye sobre desmanes de los huelguistas.» A la altura de Rivadavia, pasó un taxímetro Hispano Suiza. Aunque iba libre, continuó la marcha, a pesar de su llamado. «A lo mejor el chofer está orgulloso del auto y no levanta a nadie.»
Poco después, al cruzar Alsina, vio que avanzaba hacia él un coche de plaza tirado por un zaino y un tordillo blanco. Arturo se plantó en medio de la calle, con los brazos abiertos, frente al coche. Creyó ver que el cochero agitaba las riendas, como si quisiera atropellarlo, pero a último momento las tiró para atrás, con toda la fuerza, y logró sujetar a los caballos. Con voz muy tranquila, el hombre preguntó:
—¿Por suerte anda buscando que lo mate?
—Que me lleven.
—No lo llevo. Ahora vuelvo a casa. A casa cuanto antes.
—¿Dónde vive?
—Pasando Constitución.
—No tiene que desandar camino. Voy a Constitución.
—¿A Constitución? Ni loco. La están atacando.
—Me deja donde pueda.
Resignado, el cochero pidió:
—Suba al pescante. Si voy con pasajero y nos encontramos con los huelguistas, me vuelcan el coche. Que lleve a un amigo en el pescante, ¿a quién le interesa? Hay que cuidarse, porque la Unión de Choferes apoya la huelga.
—Usted no es chofer, que yo sepa.
—Tanto da. Caigo en la volteada como cualquiera.
Por Lima siguieron unas cuadras. Arturo comentó:
—Corre aire acá. Uno revive. ¿Sabe, cochero, lo que he descubierto?
—Usted dirá.
—Que se viaja más cómodo en coche que a pie.
El cochero le dijo que eso estaba muy bueno y que a la noche iba a contárselo a la patrona. Observó amistosamente:
—La ciudad está vacía, pero tranquila.
—Una tranquilidad que mete miedo —aseguró Arturo.
Casi inmediatamente oyeron detonaciones y el silbar de balas.
—Armas largas —dictaminó el cochero.
—¿Dónde? —preguntó Arturo.
—Para mí, en la plaza Lorea. Vamos a alejarnos, por si acaso.
En Independencia doblaron a la izquierda y después, en Tacuarí, a la derecha. Al llegar a Garay, Arturo dijo:
—¿Cuánto le debo? Bajo acá.
—Vamos a ver: ¿viajó, sí o no, en el asiento de los amigos? —Sin esperar respuesta, concluyó el cochero: —Nada, entonces.
Porque faltaba la desordenada animación que habitualmente había en la zona, la mole gris amarillenta de la estación parecía desnuda. Cuando Arturo iba a entrar, un vigilante le preguntó:
—¿Dónde va?
—A tomar el tren —contestó.
—¿Qué tren?
—El de las cinco, a Bahía Blanca.
—No creo que salga —dijo el vigilante.
«Con tal que atiendan en la boletería», se dijo Arturo. Lo atendieron, le dieron el boleto, le anunciaron:
—El último tren que corre.
En el momento de subir al vagón se preguntó qué sentía. Nada extraordinario, un ligero aturdimiento y la sospecha de no tener plena conciencia de los actos y menos aún de cómo repercutirían en su ánimo. Era la primera vez, desde que ella lo dejó, que salía de Buenos Aires. Había pensado que la falta de Carlota sería más tolerable si estaban lejos.
En Historias desaforadas (1986)
 

OCTAVIO PAZ: LA BÚSQUEDA DEL PRESENTE

Discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura (1990)

Comienzo con una palabra que todos los hombres, desde que el hombre es hombre, han proferido: gracias. Es una palabra que tiene equivalentes en todas las lenguas. Y en todas es rica la gama de significados. En las lenguas romances va de lo espiritual a lo físico, de la gracia que concede Dios a los hombres para salvarlos del error y la muerte a la gracia corporal de la muchacha que baila o a la del felino que salta en la maleza. Gracia es perdón, indulto, favor, beneficio, nombre, inspiración, felicidad en el estilo de hablar o de pintar, ademán que revela las buenas maneras y, en fin, acto que expresa bondad de alma. La gracia es gratuita, es un don; aquel que lo recibe, el agraciado, si no es un mal nacido, lo agradece: da las gracias. Es lo que yo hago ahora con estas palabras de poco peso. Espero que mi emoción compense su levedad. Si cada una fuese una gota de agua, ustedes podrían ver, a través de ellas, lo que siento: gratitud, reconocimiento. Y también una indefinible mezcla de temor, respeto y sorpresa al verme ante ustedes, en este recinto que es, simultáneamente, el hogar de las letras suecas y la casa de la literatura universal.

Las lenguas son realidades más vastas que las entidades políticas e históricas que llamamos naciones. Un ejemplo de esto son las lenguas europeas que hablamos en América. La situación peculiar de nuestras literaturas frente a las de Inglaterra, España, Portugal y Francia depende precisamente de este hecho básico: son literaturas escritas en lenguas transplantadas. Las lenguas nacen y crecen en un suelo; las alimenta una historia común. Arrancadas de su suelo natal y de su tradición propia, plantadas en un mundo desconocido y por nombrar, las lenguas europeas arraigaron en las tierras nuevas, crecieron con las sociedades americanas y se transformaron. Son la misma planta y son una planta distinta. Nuestras literaturas no vivieron pasivamente las vicisitudes de las lenguas transplantadas: participaron en el proceso y lo apresuraron. Muy pronto dejaron de ser meros reflejos transatlánticos; a veces han sido la negación de las literaturas europeas y otras, con más frecuencia, su réplica.A despecho de estos vaivenes, la relación nunca se ha roto. Mis clásicos son los de mi lengua y me siento descendiente de Lope y de Quevedo como cualquier escritor español … pero no soy español. Creo que lo mismo podrían decir la mayoría de los escritores hispanoamericanos y también los de los Estados Unidos, Brasil y Canadá frente a la tradición inglesa, portuguesa y francesa. Para entender más claramente la peculiar posición de los escritores americanos, basta con pensar en el diálogo que sostiene el escritor japonés, chino o árabe con esta o aquella literatura europea: es un diálogo a través de lenguas y de civilizaciones distintas. En cambio, nuestro diálogo se realiza en el interior de la misma lengua. Somos y no somos europeos. ¿Qué somos entonces? Es difícil definir lo que somos pero nuestras obras hablan por nosotros.La gran novedad de este siglo, en materia literaria, ha sido la aparición de las literaturas de América. Primero surgió la angloamericana y después, en la segunda mitad del siglo XX, la de América Latina en sus dos grandes ramas, la hispanoamericana y la brasileña. Aunque son muy distintas, las tres literaturas tienen un rasgo en común: la pugna, más ideológica que literaria, entre las tendencias cosmopolitas y las nativistas, el europeísmo y el americanismo. ¿Qué ha quedado de esa disputa? Las polémicas se disipan; quedan las obras. Aparte de este parecido general, las diferencias entre las tres son numerosas y profundas. Una es de orden histórico más que literario: el desarrollo de la literatura angloamericana coincide con el ascenso histórico de los Estados Unidos como potencia mundial; el de la nuestra con las desventuras y convulsiones políticas y sociales de nuestros pueblos. Nueva prueba de los límites de los determinismos sociales e históricos; los crepúsculos de los imperios y las perturbaciones de las sociedades coexisten a veces con obras y momentos de esplendor en las artes y las letras: Li-Po y Tu Fu fueron testigos de la caída de los Tang, Velázquez fue el pintor de Felipe IV, Séneca y Lucano fueron contemporáneos y víctimas de Nerón. Otras diferencias son de orden literario y se refieren más a las obras en particular que al carácter de cada literatura. ¿Pero tienen carácter las literaturas, poseen un conjunto de rasgos comunes que las distingue unas de otras? No lo creo. Una literatura no se define por un quimérico, inasible carácter. Es una sociedad de obras únicas unidas por relaciones de oposición y afinidad.La primera y básica diferencia entre la literatura latinoamericana y la angloamericana reside en la diversidad de sus orígenes. Unos y otros comenzamos por ser una proyección europea. Ellos de una isla y nosotros de una península. Dos regiones excéntricas por la geografía, la historia y la cultura. Ellos vienen de Inglaterra y la Reforma; nosotros de España, Portugal y la Contrarreforma. Apenas si debo mencionar, en el caso de los hispanoamericanos, lo que distingue a España de las otras naciones europeas y le otorga una notable y original fisonomía histórica. España no es menos excéntrica que Inglaterra aunque lo es de manera distinta. La excentricidad inglesa es insular y se caracteriza por el aislamiento: una excentricidad por exclusión. La hispana es peninsular y consiste en la coexistencia de diferentes civilizaciones y pasados: una excentricidad por inclusión. En lo que sería la católica España los visigodos profesaron la herejía de Arriano, para no hablar de los siglos de dominación de la civilización árabe, de la influencia del pensamiento judío, de la Reconquista y de otras peculiaridades.

En América la excentricidad hispánica se reproduce y se multiplica, sobre todo en países con antiguas y brillantes civilizaciones como México y Perú. Los españoles encontraron en México no sólo una geografía sino una historia. Esa historia está viva todavía: no es un pasado sino un presente. El México precolombino, con sus templos y sus dioses, es un montón de ruinas pero el espíritu que animó ese mundo no ha muerto. Nos habla en el lenguaje cifrado de los mitos, las leyendas, las formas de convivencia, las artes populares, las costumbres. Ser escritor mexicano significa oír lo que nos dice ese presente – esa presencia. Oírla, hablar con ella, descifrarla: decirla… Tal vez después de esta breve digresión sea posible entrever la extraña relación que, al mismo tiempo, nos une y separa de la tradición europea.

La conciencia de la separación es una nota constante de nuestra historia espiritual. A veces sentimos la separación como una herida y entonces se transforma en escisión interna, conciencia desgarrada que nos invita al examen de nosotros mismos; otras aparece como un reto, espuela que nos incita a la acción, a salir al encuentro de los otros y del mundo. Cierto, el sentimiento de la separación es universal y no es privativo de los hispanoamericanos. Nace en el momento mismo de nuestro nacimiento: desprendidos del todo caemos en un suelo extraño. Esta experiencia se convierte en una llaga que nunca cicatriza. Es el fondo insondable de cada hombre; todas nuestras empresas y acciones, todo lo que hacemos y soñamos, son puentes para romper la separación y unirnos al mundo y a nuestros semejantes. Desde esta perspectiva, la vida de cada hombre y la historia colectiva de los hombres pueden verse como tentativas destinadas a reconstruir la situación original. Inacabada e inacabable cura de la escisión. Pero no me propongo hacer otra descripción, una más, de este sentimiento. Subrayo que entre nosotros se manifiesta sobre todo en términos históricos. Así, se convierte en conciencia de nuestra historia. ¿Cuando y cómo aparece este sentimiento y cómo se transforma en conciencia? La respuesta a esta doble pregunta puede consistir en una teoría o en un testimonio personal. Prefiero lo segundo: hay muchas teorías y ninguna del todo confiable.

El sentimiento de separación se confunde con mis recuerdos más antiguos y confusos: con el primer llanto, con el primer miedo. Como todos los niños, construí puentes imaginarios y afectivos que me unían al mundo y a los otros. Vivía en un pueblo de las afueras de la ciudad de México, en una vieja casa ruinosa con un jardín selvático y una gran habitación llena de libros. Primeros juegos, primeros aprendizajes. El jardín se convirtió en el centro del mundo y la biblioteca en caverna encantada. Leía y jugaba con mis primos y mis compañeros de escuela. Había una higuera, templo vegetal, cuatro pinos, tres fresnos, un huele-de-noche, un granado, herbazales, plantas espinosas que producían rozaduras moradas. Muros de adobe. El tiempo era elástico; el espacio, giratorio. Mejor dicho: todos los tiempos, reales o imaginarios, eran ahora mismo; el espacio, a su vez, se transformaba sin cesar: allá era aquí: todo era aquí: un valle, una montaña, un país lejano, el patio de los vecinos. Los libros de estampas, particularmente los de historia, hojeados con avidez, nos proveían de imágenes: desiertos y selvas, palacios y cabañas, guerreros y princesas, mendigos y monarcas. Naufragamos con Simbad y con Robinson, nos batimos con Artagnan, tomamos Valencia con el Cid. ¡Cómo me hubiera gustado quedarme para siempre en la isla de Calipso! En verano la higuera mecía todas sus ramas verdes como si fuesen las velas de una carabela o de un barco pirata; desde su alto mástil, batido por el viento, descubrí islas y continentes – tierras que apenas se desvanecían. El mundo era ilimitado y, no obstante, siempre al alcance de la mano; el tiempo era una substancia maleable y un presente sin fisuras.

¿Cuando se rompió el encanto? No de golpe: poco a poco. Nos cuesta trabajo aceptar que el amigo nos traiciona, que la mujer querida nos engaña, que la idea libertaria es la máscara del tirano. Lo que se llama «caer en la cuenta» es un proceso lento y sinuoso porque nosotros mismos somos cómplices de nuestros errores y engaños. Sin embargo, puedo recordar con cierta claridad un incidente que, aunque pronto olvidado, fue la primera señal. Tendría unos seis años y una de mis primas, un poco mayor que yo, me enseñó una revista norteamericana con una fotografía de soldados desfilando por una gran avenida, probablemente de Nueva York. «Vuelven de la guerra», me dijo. Esas pocas palabras me turbaron como si anunciasen el fin del mundo o el segundo advenimiento de Cristo. Sabía, vagamente, que allá lejos, unos años antes, había terminado una guerra y que los soldados desfilaban para celebrar su victoria; para mí aquella guerra había pasado en otro tiempo, no ahora ni aquí. La foto me desmentía. Me sentí, literalmente, desalojado del presente.

Desde entonces el tiempo comenzó a fracturarse más y más. Y el espacio, los espacios. La experiencia se repitió una y otra vez. Una noticia cualquiera, una frase anodina, el titular de un diario, una canción de moda: pruebas de la existencia del mundo de afuera y revelaciones de mi irrealidad. Sentí que el mundo se escindía: yo no estaba en el presente. Mi ahora se disgregó: el verdadero tiempo estaba en otra parte. Mi tiempo, el tiempo del jardín, la higuera, los juegos con los amigos, el sopor bajo el sol de las tres de la tarde entre las yerbas, el higo entreabierto – negro y rojizo como un ascua pero un ascua dulce y fresca – era un tiempo ficticio. A pesar del testimonio de mis sentidos, el tiempo de allá, el de los otros, era el verdadero, el tiempo del presente real. Acepté lo inaceptable: fui adulto. Así comenzó mi expulsión del presente.

Decir que hemos sido expulsados del presente puede parecer una paradoja. No: es una experiencia que todos hemos sentido alguna vez; algunos la hemos vivido primero como una condena y después transformada en conciencia y acción. La búsqueda del presente no es la búsqueda del edén terrestre ni de la eternidad sin fechas: es la búsqueda de la realidad real. Para nosotros, hispanoamericanos, ese presente real no estaba en nuestros países: era el tiempo que vivían los otros, los ingleses, los franceses, los alemanes. El tiempo de Nueva York, París, Londres. Había que salir en su busca y traerlo a nuestras tierras. Esos años fueron también los de mi descubrimiento de la literatura. Comencé a escribir poemas. No sabía qué me llevaba a escribirlos: estaba movido por una necesidad interior difícilmente definible. Apenas ahora he comprendido que entre lo que he llamado mi expulsión del presente y escribir poemas había una relación secreta. La poesía está enamorada del instante y quiere revivirlo en un poema; lo aparta de la sucesión y lo convierte en presente fijo. Pero en aquella época yo escribía sin preguntarme por qué lo hacía. Buscaba la puerta de entrada al presente: quería ser de mi tiempo y de mi siglo. Un poco después esta obsesión se volvió idea fija: quise ser un poeta moderno. Comenzó mi búsqueda de la modernidad.

¿Qué es la modernidad? Ante todo, es un término equívoco: hay tantas modernidades como sociedades. Cada una tiene la suya. Su significado es incierto y arbitrario, como el del período que la precede, la Edad Media. Si somos modernos frente al medievo, ¿seremos acaso la Edad Media de una futura modernidad? Un nombre que cambia con el tiempo, ¿es un verdadero nombre? La modernidad es una palabra en busca de su significado: ¿es una idea, un espejismo o un momento de la historia? ¿Somos hijos de la modernidad o ella es nuestra creación? Nadie lo sabe a ciencia cierta. Poco importa: la seguimos, la perseguimos. Para mí, en aquellos años, la modernidad se confundía con el presente o, más bien, lo producía: el presente era su flor extrema y última. Mi caso no es único ni excepcional: todos los poetas de nuestra época, desde el período simbolista, fascinados por esa figura a un tiempo magnética y elusiva, han corrido tras ella. El primero fue Baudelaire. El primero también que logró tocarla y así descubrir que no es sino tiempo que se deshace entre las manos. No referiré mis aventuras en la persecusión de la modernidad: son las de casi todos los poetas de nuestro siglo. La modernidad ha sido una pasión universal. Desde 1850 ha sido nuestra diosa y nuestro demonio. En los últimos años se ha pretendido exorcizarla y se habla mucho de la «postmodernidad». ¿Pero qué es la postmodernidad sino una modernidad aún más moderna?

Para nosotros, latinoamericanos, la búsqueda de la modernidad poética tiene un paralelo histórico en las repetidas y diversas tentativas de modernización de nuestras naciones. Es una tendencia que nace a fines del siglo XVIII y que abarca a la misma España. Los Estados Unidos nacieron con la modernidad y ya para 1830, como lo vio Tocqueville, eran la matriz del futuro; nosotros nacimos en el momento en que España y Portugal se apartaban de la modernidad. De ahí que a veces se hablase de «europeizar» a nuestros países: lo moderno estaba afuera y teníamos que importarlo. En la historia de México el proceso comienza un poco antes de las guerras de Independencia; más tarde se convierte en un gran debate ideológico y político que divide y apasiona a los mexicanos durante el siglo XIX. Un episodio puso en entredicho no tanto la legitimidad del proyecto reformador como la manera en que se había intentado realizarlo: la Revolución mexicana. A diferencia de las otras revoluciones del siglo XX, la de México no fue tanto la expresión de una ideología más o menos utópica como la explosión de una realidad histórica y psíquica oprimida. No fue la obra de un grupo de ideólogos decididos a implantar unos principios derivados de una teoría política; fue un sacudimiento popular que mostró a la luz lo que estaba escondido. Por esto mismo fue, tanto o más que una revolución, una revelación. México buscaba al presente afuera y lo encontró adentro, enterrado pero vivo. La búsqueda de la modernidad nos llevó a descubrir nuestra antigüedad, el rostro oculto de la nación. Inesperada lección histórica que no sé si todos han aprendido: entre tradición y modernidad hay un puente. Aisladas, las tradiciones se petrifican y las modernidades se volatilizan; en conjunción, una anima a la otra y la otra le responde dándole peso y gravedad.

La búsqueda de la modernidad poética fue una verdadera quéte, en el sentido alegórico y caballeresco que tenía esa palabra en el siglo XII. No rescaté ningún Grial, aunque recorrí varias waste lands, visité castillos de espejos y acampé entre tribus fantasmales. Pero descubrí a la tradición moderna. Porque la modernidad no es una escuela poética sino un linaje, una familia esparcida en varios continentes y que durante dos siglos ha sobrevivido a muchas vicisitudes y desdichas: la indiferencia pública, la soledad y los tribunales de las ortodoxias religiosas, políticas, académicas y sexuales. Ser una tradición y no una doctrina le ha permitido, simultáneamente, permanecer y cambiar. También le ha dado diversidad: cada aventura poética es distinta y cada poeta ha plantado un árbol diferente en este prodigioso bosque parlante. Si las obras son diversas y los caminos distintos, ¿qué une a todos estos poetas? No una estética sino la búsqueda. Mi búsqueda no fue quimérica, aunque la idea de modernidad sea un espejismo, un haz de reflejos. Un día descubrí que no avanzaba sino que volvía al punto de partida: la búsqueda de la modernidad era un descenso a los orígenes. La modernidad me condujo a mi comienzo, a mi antigüedad. La ruptura se volvió reconciliación. Supe así que el poeta es un latido en el río de las generaciones.

*

La idea de modernidad es un sub-producto de la concepción de la historia como un proceso sucesivo, lineal e irrepetible. Aunque sus orígenes están en el judeocristianismo, es una ruptura con la doctrina cristiana. El cristianismo desplazó al tiempo cíclico de los paganos: la historia no se repite, tuvo un principio y tendrá un fin; el tiempo sucesivo fue el tiempo profano de la historia, teatro de las acciones de los hombres caídos, pero sometido al tiempo sagrado, sin principio ni fin. Después del Juicio Final, lo mismo en el cielo que en el infierno, no habrá futuro. En la Eternidad no sucede nada porque todo es. Triunfo del ser sobre el devenir. El tiempo nuevo, el nuestro, es lineal como el cristiano pero abierto al infinito y sin referencia a la Eternidad. Nuestro tiempo es el de la historia profana. Tiempo irreversible y perpetuamente inacabado, en marcha no hacia su fin sino hacia el porvenir. El sol de la historia se llama futuro y el nombre del movimiento hacia el futuro es Progreso.

Para el cristiano, el mundo – o como antes se decía: el siglo, la vida terrenal – es un lugar de prueba: las almas se pierden o se salvan en este mundo. Para la nueva concepción, el sujeto histórico no es el alma individual sino el género humano, a veces concebido como un todo y otras a través de un grupo escogido que lo representa: las naciones adelantadas de Occidente, el proletariado, la raza blanca o cualquier otro ente. La tradición filosófica pagana y cristiana había exaltado al Ser, plenitud henchida, perfección que no cambia nunca; nosotros adoramos al Cambio, motor del progreso y modelo de nuestras sociedades. El Cambio tiene dos modos privilegiados de manifestación: la evolución y la revolución, el trote y el salto. La modernidad es la punta del movimiento histórico, la encarnación de la evolución o de la revolución, las dos caras del progreso. Por último, el progreso se realiza gracias a la doble acción de la ciencia y de la técnica, aplicadas al dominio de la naturaleza y a la utilización de sus inmensos recursos.

El hombre moderno se ha definido como un ser histórico. Otras sociedades prefirieron definirse por valores e ideas distintas al cambio: los griegos veneraron a la Polis y al círculo pero ignoraron al progreso, a Séneca le desvelaba, como a todos los estoicos, el eterno retorno, San Agustín creía que el fin del mundo era inminente, Santo Tomás construyó una escala – los grados del ser – de la criatura al Creador y así sucesivamente. Una tras otra esas ideas y creencias fueron abandonadas. Me parece que comienza a ocurrir lo mismo con la idea del Progreso y, en consecuencia, con nuestra visión del tiempo, de la historia y de nosotros mismos. Asistimos al crepúsculo del futuro. La baja de la idea de modernidad, y la boga de una noción tan dudosa como «postmodernidad», no son fenómenos que afecten únicamente a las artes y a la literatura: vivimos la crisis de las ideas y creencias básicas que han movido a los hombres desde hace más de dos siglos. En otras ocasiones me he referido con cierta extensión al tema. Aquí sólo puedo hacer un brevísimo resumen.

En primer término: está en entredicho la concepción de un proceso abierto hacia el infinito y sinónimo de progreso continuo. Apenas si debo mencionar lo que todos sabemos: los recursos naturales son finitos y un día se acabarán. Además, hemos causado daños tal vez irreparables al medio natural y la especie misma está amenazada. Por otra parte, los instrumentos del progreso – la ciencia y la técnica – han mostrado con terrible claridad que pueden convertirse fácilmente en agentes de destrucción. Finalmente, la existencia de armas nucleares es una refutación de la idea de progreso inherente a la historia. Una refutación, añado, que no hay más remedio que llamar devastadora.

En segundo término: la suerte del sujeto histórico, es decir, de la colectividad humana, en el siglo XX. Muy pocas veces los pueblos y los individuos habían sufrido tanto: dos guerras mundiales, despotismos en los cinco continentes, la bomba atómica y, en fin, la multiplicación de una de las instituciones más crueles y mortíferas que han conocido los hombres, el campo de concentración. Los beneficios de la técnica moderna son incontables pero es imposible cerrar los ojos ante las matanzas, torturas, humillaciones, degradaciones y otros daños que han sufrido millones de inocentes en nuestro siglo.

En tercer término: la creencia en el progreso necesario. Para nuestros abuelos y nuestros padres las ruinas de la historia – cadáveres, campos de batalla desolados, ciudades demolidas – no negaban la bondad esencial del proceso histórico. Los cadalsos y las tiranías, las guerras y la barbarie de las luchas civiles eran el precio del progreso, el rescate de sangre que había que pagar al dios de la historia. ¿Un dios? Si, la razón misma, divinizada y rica en crueles astucias, según Hegel. La supuesta racionalidad de la historia se ha evaporado. En el dominio mismo del orden, la regularidad y la coherencia – en las ciencias exactas y en la física – han reaparecido las viejas nociones de accidente y de catástrofe. Inquietante resurrección que me hace pensar en los terrores del Año Mil y en la angustia de los aztecas al fin de cada ciclo cósmico.

Y para terminar esta apresurada enumeración: la ruina de todas esas hipótesis filosóficas e históricas que pretendían conocer las leyes de desarrollo histórico. Sus (reyentes, confiados en que eran dueños de las llaves de la historia, edificaron poderosos estados sobre pirámides de cadáveres. Esas orgullosas construcciones, destinadas en teoría a liberar a los hombres, se convirtieron muy pronto en cárceles gigantescas. Hoy las hemos visto caer; las echaron abajo no los enemigos idelógicos sino el cansancio y el afán libertario de las nuevas generaciones. ¿Fin de las utopías? Más bien: fin de la idea de la historia como un fenómeno cuyo desarrollo se conoce de antemano. El determinismo histórico ha sido una costosa y sangrienta fantasía. La historia es imprevisible porque su agente, el hombre, es la indeterminación en persona.

Este pequeño repaso muestra que, muy probablemente, estamos al fin de un período histórico y al comienzo de otro. ¿Fin o mutación de la Edad Moderna? Es difícil saberlo. De todos modos, el derrumbe de las utopías ha dejado un gran vacío, no en los países en donde esa ideología ha hecho sus pruebas y ha fallado sino en aquellos en los que muchos la abrazaron con entusiasmo y esperanza. Por primera vez en la historia los hombres viven en una suerte de intemperie espiritual y no, como antes, a la sombra de esos sistemas religiosos y políticos que, simultáneamente, nos oprimían y nos consolaban. Las sociedades son históricas pero todas han vivido guiadas e inspiradas por un conjunto de creencias e ideas metahistóricas. La nuestra es la primera que se apresta a vivir sin una doctrina metahistórica; nuestros absolutos – religiosos o filosóficos, éticos o estéticos – no son colectivos sino privados. La experiencia es arriesgada. Es imposible saber si las tensiones y conflictos de esta privatización de ideas, prácticas y creencias que tradicionalmente pertenecían a la vida pública no terminará por quebrantar la fábrica social. Los hombres podrían ser poseídos nuevamente por las antiguas furias religiosas y por los fanatismos nacionalistas. Sería terrible que la caída del ídolo abstracto de la ideología anunciase la resurrección de las pasiones enterradas de las tribus, las sectas y las iglesias. Por desgracia, los signos son inquietantes.

La declinación de las ideologías que he llamado metahistóricas, es decir, que asignan un fin y una dirección a la historia, implica el tácito abandono de soluciones globales. Nos inclinamos más y más, con buen sentido, por remedios limitados para resolver problemas concretos. Es cuerdo abstenerse de legislar sobre el porvenir. Pero el presente require no solamente atender a sus necesidades inmediatas: también nos pide una reflexión global y más rigurosa. Desde hace mucho creo, y lo creo firmemente, que el ocaso del futuro anuncia el advenimiento del hoy. Pensar el hoy significa, ante todo, recobrar la mirada critica. Por ejemplo, el triunfo de la economía de mercado – un triunfo por default del adversario – no puede ser únicamente motivo de regocijo. El mercado es un mecanismo eficaz pero, como todos los mecanismos, no tiene conciencia y tampoco misericordia. Hay que encontrar la manera de insertarlo en la sociedad para que sea la expresión del pacto social y un instrumento de justicia y equidad. Las sociedades democráticas desarrolladas han alcanzado una prosperidad envidiable; asimismo, son islas de abundancia en el océano de la miseria universal. El tema del mercado tiene una relación muy estrecha con el deterioro del medio ambiente. La contaminación no sólo infesta al aire, a los ríos y a los bosques sino a las almas. Una sociedad poseída por el frenesí de producir más para consumir más tiende a convertir las ideas, los sentimientos, el arte, el amor, la amistad y las personas mismas en objetos de consumo. Todo se vuelve cosa que se compra, se usa y se tira al basurero. Ninguna sociedad había producido tantos desechos como la nuestra. Desechos materiales y morales.

La reflexión sobre el ahora no implica renuncia al futuro ni olvido del pasado: el presente es el sitio de encuentro de los tres tiempos. Tampoco puede confundirse con un fácil hedonismo. El árbol del placer no crece en el pasado o en el futuro sino en el ahora mismo. También la muerte es un fruto del presente. No podemos rechazarla: es parte de la vida. Vivir bien exige morir bien. Tenemos que aprender a mirar de frente a la muerte. Alternativamente luminoso y sombrío, el presente es una esfera donde se unen las dos mitades, la acción y la contemplación. Así como hemos tenido filosofías del pasado y del futuro, de la eternidad y de la nada, mañana tendremos una filosofía del presente. La experiencia poética puede ser una de sus bases. ¿Qué sabemos del presente? Nada o casi nada. Pero los poetas saben algo: el presente es el manantial de las presencias.

En mi peregrinación en busca de la modernidad me perdí y me encontré muchas veces. Volví a mi origen y descubrí que la modernidad no está afuera sino adentro de nosotros. Es hoy y es la antigüedad más antigua, es mañana y es el comienzo del mundo, tiene mil años y acaba de nacer. Habla en náhuatl, traza ideogramas chinos del siglo IX y aparece en la pantalla de televisión. Presente intacto, recién desenterrado, que se sacude el polvo de siglos, sonríe y, de pronto, se echa a volar y desaparece por la ventana. Simultaneidad de tiempos y de presencias: la modernidad rompe con el pasado inmediato sólo para rescatar al pasado milenario y convertir a una figurilla de fertilidad del neolítico en nuestra contemporánea. Perseguimos a la modernidad en sus incesantes metamorfosis y nunca logramos asirla. Se escapa siempre: cada encuentro es una fuga. La abrazamos y al punto se disipa: sólo era un poco de aire. Es el instante, ese pájaro que está en todas partes y en ninguna. Queremos asirlo vivo pero abre las alas y se desvanece, vuelto un puñado de sílabas. Nos quedamos con las manos vacías. Entonces las puertas de la percepción se entreabren y aparece el otro tiempo, el verdadero, el que buscábamos sin saberlo: el presente, la presencia.

Octavio Paz.

CARTA AL PADRE / W.W. MOZART

CARTA AL PADRE / W.W. MOZART

Viena, 9 de mayo de 1781

Mon très cher père! ¡Todavía estoy lleno de cólera!… y usted, mi excelente, mi queridísimo padre, lo estará sin duda conmigo… Se ha puesto a prueba mi paciencia durante tanto tiempo. Hasta que al final no ha podido más. Ya no tengo la desgracia de estar al servicio del soberano de Salzburgo… Hoy ha sido un día de felicidad para mí. Escuche. Por dos veces ya, ese… no sé cómo debo llamarlo… me ha dicho a la cara las mayores tonterías e impertinencias, de tal calibre que no he querido escribírselas y así evitarle a usted el trago… y por tenerle siempre a usted ante los ojos, amado padre, no me he vengado allí mismo. Me ha llamado bribón, y disoluto… me ha dicho que me fuera al diablo… Y yo… lo he soportado todo. Me daba cuenta de que no sólo era mi honor, sino también el de usted el que era herido… pero… usted lo quería así…: me callé… y ahora escuche…

Hace ocho días subió de improviso el mensajero y me dijo que me largara en aquel mismo instante… todos los demás habían sido avisados la víspera, solamente yo no… Así que recogí deprisa todas mis cosas en el cofre y… la anciana Madame Weber tuvo la amabilidad de ofrecerme su casa. Allí tengo una bonita habitación y estoy entre gentes serviciales, que están a mi disposición para todo aquello que a menudo se requiere rápidamente y que a uno le falta cuando vive solo (…) Hoy, cuando me presenté allí, los ayudas de cámara me dijeron que el Arzobispo quería darme un paquete para que me lo llevara… Pregunté si era urgente. Me contestaron que sí, y de una gran importancia (…) Cuando me presenté ante él, lo primero que dijo fue: «Bueno, ¿cuándo se marcha este chico?» «Yo quería (le contesté) marcharme esta noche, pero no había ninguna plaza libre…». Entonces él siguió, de sopetón: …que soy el mequetrefe más gandul que conocía…; que nadie le ha servido peor que yo…; que me aconseja que me vaya hoy mismo, de lo contrario escribirá para que me supriman el sueldo. Imposible que yo dijera una palabra: aquello crecía como un incendio.

Yo escuchaba todo aquello con calma… Me ha mentido a la cara al hablar de 500 florines de sueldo… Me ha llamado canalla, piojoso, cretino… ¡Oh!, no podría contarle a usted todo. Por fin, como la sangre ya me hervía demasiado, le digo: «Entonces, ¿Su Alteza no está contento conmigo?» «¡Cómo! ¿Quiere amenazarme este cretino? ¡Ahí está la puerta! ¡Con semejante bribón no quiero volver a tener nada que ver!»… Para acabar, volví a intervenir: «¡Y yo con vos tampoco!» «¡Entonces, fuera!» Y yo, al retirarme: «Como quedamos así, mañana recibirá mi dimisión por escrito.» Dígame, pues, amadísimo padre, si no lo dije más bien demasiado tarde que demasiado pronto. Ahora escuche… mi honor es para mí lo más importante, y sé que para usted es también así…

No se preocupe en absoluto por mí… Estoy tan seguro de mis asuntos de aquí que me hubiera marchado sin tener la menor razón. Ahora que ya tengo una razón, y hasta tres…, ya no tengo nada que ganar esperando. Au contraire, he sido por dos veces un simple cobarde… ¡ya no podía serlo una tercera vez! Mientras el Arzobispo esté aquí, no daré ningún concierto… La creencia que usted tiene de que así quedo mal con la nobleza y con el mismo Emperador es radicalmente errónea. Aquí el Arzobispo es odiado, sobre todo por el Emperador -precisamente una de las razones de su cólera es que el Emperador no le haya invitado a Luxenburgo-.

Le enviaré a usted algún dinero con el próximo correo, y así se convencerá de que aquí no me muero de hambre. Por lo demás, le ruego que esté contento, porque es ahora cuando comienza mi fortuna, y espero que mi fortuna será también la suya… Escríbame, en clave, que está usted satisfecho de todo ello -y ciertamente puede estarlo-, pero aparente que me riñe usted severamente, de modo que no pueda reprocharle a usted nada… (…) No me envíe usted más cartas a la Deutsches Haus, ni paquetes. No quiero saber nada de Salzburgo… Odio al Arzobispo hasta el frenesí. Adieu… Le beso 1.000 veces las manos, abrazo a mi querida hermana de todo corazón y soy para siempre su hijo obedientísímo.

Wolfgang Amadeus Mozart

GEORG SIMMEL – El conflicto de la cultura moderna

GEORG SIMMEL – El conflicto de la cultura moderna

 
Georg Simmel (1858-1918)

Mientras que la vida ha progresado desde el nivel meramente animal hasta el del espíritu y éste, por su parte, hasta el nivel de la cultura, en ella aparece una contradicción interna, cuyo desarrollo, despliegue y nuevo surgimiento constituye la totalidad de la cultura. Podemos hablar claramente de cultura cuando el movimiento creador de la vida engendra ciertas estructuras en las que encuentran expresión, en concreto, las formas de su consumación y manifestación. Estas formas comprenden, en sí, el fluir de la vida dotándola de contenido y forma, libertad y orden: así, por ejemplo, las obras de arte, las religiones, los conocimientos científicos, las leyes de la técnica y de la sociedad y muchos otros casos. Sin embargo, estos productos de los procesos de la vida disponen, en el instante de su surgimiento, de una existencia propia que poco tiene que ver con el ritmo agitado de la vida, su ascenso y descenso, su continuada renovación, sus permanentes divisiones y reunificaciones. Son armazones donde se solidifica el potencial creativo de la vida; sin embargo, ésta pronto los trasciende. Almacenan la vida imitativa para la que, en el análisis final, no hay espacio que sobre. Muestran una lógica y regularidad propias, un sentido y una fuerza de resistencia específicos, una cierta rigidez e independencia muy alejadas de la dinámica espiritual que los creó. En el momento de esta creación corresponden a la vida pero, a medida que tiene lugar su desarrollo continuado, se mantienen en una exterioridad consolidada, algo que los hace independientes.

Aquí se encuentra el fundamento último de que la cultura tenga una historia. Cuando la vida devenida espiritual engendra incesantemente formas que encierran una pretensión de autoclausura, duración y atemporalidad, estas formas son inseparables de la vida, como la condición necesaria sin las que no puede manifestarse, sin las que no puede ser vida espiritual. La vida es un devenir incesante, su ritmo agitado se presentifica en toda nueva estructura en la que se produce una nueva forma de ser, se opone a la duración firme o a la validez atemporal. Cada forma cultural, una vez creada, es minada por las fuerzas de la vida. Tan pronto como una forma ha accedido a un desarrollo insuperable, comienza a revelarse la siguiente forma; ésta, tras una lucha que puede ser más o menos prolongada, triunfará inevitablemente sobre su predecesora.

La historia, como ciencia empírica, vierte su interés hacia el cambio de las formas culturales. Aspira a localizar los portadores concretos y las causas del cambio en cada caso. Pero lo que acaece, en el fondo, es que la vida sólo puede manifestarse a sí misma bajo formas particulares; dispuesta sobre su propia agitación, fluencia y desarrollo, la vida permanentemente se enfrenta a sus propios productos, los cuales han cristalizado y no pueden moverse con ella; pero como su propia existencia externa no puede ser otra, de esta suerte este proceso se hace visible y apalabrable en cuanto desplazamiento de la vieja forma en favor de una nueva. El cambio permanente de los contenidos culturales, en definitiva, de cada estilo cultural como un todo, es la constatación o, antes bien, el éxito de la fecundidad inextinguible de la vida, pero también de la profunda contradicción entre el flujo eterno de la vida y la validez y autenticidad de las formas objetivas en las que inhabita la vida. Ésta se mueve perpetuamente entre muerte y resurgimiento —entre resurgimiento y muerte.

Este carácter del proceso histórico de la cultura ha sido constatado primeramente en el cambio económico. Las fuerzas económicas de cada época despliegan formas de producción que se ajustan a su naturaleza. La economía de esclavos, las constituciones gremialistas, los modos agrarios del trabajo de la tierra —todos ellos, ya formados, expresaban adecuadamente los deseos y las capacidades de su época—. Pero dentro de sus normas y límites surgieron las fuerzas económicas cuya extensión y desarrollo bloquearon el funcionamiento de estos sistemas. Con el paso del tiempo, a través de revoluciones explosivas graduales, reventaron los vínculos opresivos de sus respectivas formas y los reemplazaron por modos de producción más apropiados. Un nuevo modo de producción, sin embargo, no necesita tener una energía arrolladora por sí mismo. La vida misma en su dimensión económica —con su empuje y su afán por avanzar, su metamorfosis y diferenciación— suministra las dinámicas para el movimiento completo. La vida, como tal, carece de forma, si bien sólo se fenomeniza en calidad de algo conformado. Tan pronto como cada forma aparece, sin embargo, pretende una validez que trasciende el momento y se emancipa del latido de la vida. Por este motivo la vida está siempre en latente oposición con la forma. Esta oposición pronto se expresa en esta o en aquella otra esfera de nuestro ser y hacer: finalmente esta oposición forma parte de una necesidad total de la cultura en que la vida, sintiendo «la forma como tal» como algo que se ha visto forzada a realizar, socava no sólo esta o esa forma, sino la forma como tal, y la absorbe en su inmediatez, para ponerse ella misma en su lugar, y así dejar correr su propia fuerza y abundancia, tal como mana de su fuente, hasta que todos los conocimientos, valores y formas adquieran validez en cuanto manifestaciones directas de la vida.

Vivimos ahora esta nueva fase de la vieja lucha, que no es la lucha de la actual forma exuberante de vida frente a la vieja carente de vida, sino la lucha de la vida contra la forma, contra el principio de la forma. Moralistas, reaccionarios e individuos con un estilo de vida riguroso tienen razón cuando lamentan la progresiva «carencia de forma» de la vida moderna. No aciertan a comprender, sin embargo, que con ello no sólo tiene lugar algo negativo, la extinción de las formas transmitidas, sino también una reconducción positiva de la vida que socava aquellas formas. Esta lucha, en extensión e intensidad, no per-mite la concentración de una nueva creación de formas, hace de la necesidad un principio e insiste en luchar contra la forma simplemente porque es forma. Probablemente esto sólo es posible en una época en la que las formas culturales se perciben como un alma exhausta, que ha dado de sí todo cuanto ha podido, mientras aún se encuentra completamente cubierta de los productos de su fecundidad anterior.

Acontecimientos similares tuvieron lugar en el siglo XVIII. Entonces ocurrieron a lo largo de un prolongado período que se extendió desde la Ilustración inglesa del siglo XVII hasta la revolución francesa. Sin embargo, un ideal completamente nuevo inpulsó esta Revolución: la liberación del individuo, la aplicación de la razón a la vida, el desarrollo firme de la humanidad hacia la dicha y la perfección. Nuevas formas culturales se desarrollaron fácilmente en este medio —casi como si hubieran estado predeterminadas de un modo u otro— suministrando seguridad interior a la humanidad. El conflicto de las nuevas formas contra las caducas no generó la tensión cultural que conocemos hoy cuando la vida, por el contrario, se subleva en todos los ámbitos posibles, sobrepasando cualquier forma fija.

Los conceptos de vida, que desde décadas atrás devinieron dominantes en la interpretación filosófica del mundo, prepararon el camino para nuestra situación. De cara a situar este fenómeno dentro del amplio espacio de la historia de las ideas, debo realizar ciertos comentarios. En cada gran época cultural, se puede percibir un concepto central del que se originan los movimientos espirituales y por el que éstos parecen estar orientados. Cada concepto central es modificado, oscurecido y cuestionado de innumerables modos, pero en cualquier caso se mantiene como el «ser oculto» de la época.

En cada época particular éste se encuentra allí donde el ser supremo, lo absoluto metafísico de la realidad coincide con el valor supremo, con la exigencia absoluta de nosotros y del mundo. Aquí comparecen unas contradicciones lógicas: lo que es incondicionalmente la realidad no requiere ser realizado, no puede decirse del ser incuestionado que debe llegar a ser. Pero las cosmovisiones no se preocupan de esta dificultad conceptual en sus últimas y más elevadas expresiones. Precisamente donde estas últimas se presentan, donde se unen las series opuestas de la existencia y de la obligación ética, uno puede asegurarse la localización de una idea realmente central de la cosmovisión respectiva.

A continuación quiero indicar brevemente ciertos conceptos centrales de otras tantas formas sociales habidas en el discurrir histórico. En el clasicismo griego destacaba la idea del ser, de lo unitario, sustancial, divino. Esta divinidad no fue presentada panteísticamente sin forma, pero fue moldeada dentro de las formas plásticas colmadas de significado. El Medievo cristiano ubicó en su lugar el concepto de Dios en cuanto fuente y fin de la realidad, dueño incondicionado de nuestra existencia que demanda de nosotros libre obediencia y devoción. Desde el Renacimiento, este lugar fue gradualmente ocupado por el concepto de naturaleza. Aparece como el ser y la verdad, como un ideal, como algo que tiene solamente que representarse y lograrse. Al principio esto ocurría entre artistas para los que, de antemano, la unidad del núcleo último de la realidad y de los valores supremos es la condición vital indispensable. El siglo XVII centró su cosmovisión en el concepto de ley natural como la instancia única que define lo esencialmente válido. El siglo de Rousseau construyó la naturaleza como ideal, como valor absoluto, como aspiración y exigencia. Hacia finales de esta época, el yo, la personalidad espiritual, emergió como concepto central. Algunos pensadores representaban la totalidad del ser como creación de un ego; otros veían la identidad personal como cometido, el cometido esencial para el hombre. De hecho, el ego, la individualidad humana, aparecía como una demanda moral absoluta o como propósito metafísico del mundo. A pesar de la diversidad polícroma de sus movimientos espirituales, el siglo XIX no desarrolló un ideal central comprehensivo. En el límite de lo humano se pudo pensar aquí el concepto de sociedad que, para muchos pensadores del siglo XIX, constituía la propia realidad de la vida. De hecho, el individuo era visto frecuentemente como lugar donde se cruzaban las corrientes sociales, o como una ficción o un átomo. Por otra parte, se exigía la emergencia del sí-mismo en la sociedad, el cometido absoluto de sí-mismo como norma absoluta que incluye moralidad y otros aspectos. Sólo a finales de siglo apareció una nueva idea: el concepto de vida accedió a un lugar destacado en el cual las percepciones de la realidad estaban unidas con valores metafísicos, morales y estéticos.

La expansión y desarrollo del concepto de vida queda confirmado por el hecho de que se promocionó, al unísono, por dos filósofos antagonistas, Schopenhauer y Nietzsche. Schopenhauer es el primer filósofo moderno que no se pregunta por algún contenido de la vida, por ideas o modos de existencia del ser. De hecho, se pregunta exclusivamente: ¿Qué es la vida? ¿Cuál es su significado puramente como vida? No debe despistar el hecho de que no utilice la expresión «vida», ya que sólo habla de voluntad de vivir o voluntad en general. Más allá de todo su alcance especulativo sobre la vida, la voluntad representa su respuesta respecto a la cuestión sobre el significado de la vida. Esto supone que la vida no puede alcanzar ningún sentido ni fin fuera de ella misma ya que siempre abraza la voluntad, aunque bajo el disfraz de múltiples y variadas formas. Puesto que sólo puede mantenerse dentro de sí misma por su realidad metafísica, puede encontrar únicamente sólo ilusión y desengaño en cada fin aparente. Por otra parte, Nietzsche, que parte de la «vida» como la singular determinación de sí misma, como la sola sustancia de todos sus contenidos, encuentra en la vida misma el propósito de la vida que es negado desde fuera. Esta vida, por su naturaleza, es incremento, derroche y despliegue de completitud y poder, fuerza y belleza que flota sobre sí misma. Adquiere un valor superior, no a través del seguimiento de fines precisos, sino por el desarrollo de sí misma, deviniendo así más vida y logrando un valor que apunta a lo infinito. Aunque la desesperación de Schopenhauer sobre la vida es radicalmente opuesta al júbilo de Nietzsche, debido a contrastes profundos y esenciales de naturaleza distinta a toda decisión o mediación intelectual, estos dos pensadores comparten una visión básica que les hace diferentes del conjunto de los filósofos anteriores. Esta cuestión básica es: ¿Cuál es el significado de la vida, cuál es su valor en cuanto vida? Ellos sólo pueden preguntarse por el conocimiento y la moral, por el yo y por la razón, por el arte y por Dios, por la suerte y por el sufrimiento, después de haber solucionado aquel primer enigma y su solución decide sobre todas esas preguntas. Es sólo el hecho originario de la vida el que suministra significado y medida, valor positivo o negativo. El concepto de vida es el punto de intersección de sendas líneas opuestas de pensamiento que establecen el marco para las decisiones fundamentales de la vida moderna.

Pretendo ahora ilustrar, a través de numerosos ejemplos contemporáneos, la especificidad de la situación cultural que ahora experimentamos (1914) en la que, en particular, predomina la oposición frente al principio de la forma como tal. Nos encontramos esta oposición cuando la conciencia aparece progresando hacia nuevas estructuras. El Medievo tiene sus ideales cristianos y eclesiásticos y el Renacimiento su redescubrimiento de la naturaleza secular. La Ilustración hizo suyo el ideal de la razón y el Idealismo alemán adornó la ciencia con fantasías artísticas y convirtió al arte, mediante el conocimiento científico, en fundamento de lo que es el cosmos. Sin embargo, el impulso básico que está a la base de la cultura contemporánea es negativo y esto porque, a diferencia de los hombres del pasado, nosotros hemos estado durante algún tiempo sin ideal compartido, incluso sin ideales de ningún tipo.

Si se preguntara hoy a los hombres de las capas más instruidas sobre los ideales que mueven sus vidas, la mayoría daría una respuesta especializada derivada de su experiencia profesional; pero rara vez se escucharía voz alguna en favor de un ideal cultural que pudiera gobernar al conjunto de la humanidad. Existe una buena razón para explicar esto. No sólo hay, por así decirlo, una carencia de material para un ideal cultural unificador, sino que los ámbitos que debería circunscribir son muy numerosos y heterogéneos como para permitir semejante unificación intelectual. Trasladándome a casos concretos, hablaré ahora de fenómenos artísticos.

De las varias tentativas que colectivamente son designadas como Futurismo, parece destacarse sólo el expresionismo como la orientación dotada de una unidad propia. Siendo así el sentido del expresionismo, no me equivoco al afirmar que el movimiento interno del artista, tal y como es vivido, se sigue inmediatamente en la obra o, precisamente, en calidad de obra. Ese movimiento no debe llevar a cabo o moldear una forma que fuera impuesta por sí misma desde el exterior, ya fuera desde lo real o lo ideal. De esta suerte, el expresionismo nada tiene que ver con la imitación del ser o de un suceso, que es intención del impresionismo. Las impresiones, después de todo, no son productos puramente individuales del artista, sino pasivos y dependientes del mundo exterior. La obra de arte que las refleja es un tipo de mezcla de la propia vida del artista y la peculiaridad de un objeto dado. El objeto artístico, en este caso, debe sugerirse al artista desde el exterior, desde la tradición, desde un ejemplo previo, desde un principio fijo. Pero todas estas fuentes de la forma están contenidas en la vida que se afana por desplegarse de forma creativa dentro de sí misma. Si la vida desemboca en semejantes formas, sólo se encuentra doblegada, entumecida y distorsionada en la obra de arte.

Pretendo ahora considerar, en su forma más pura, el modelo expresionista del proceso creador. Los movimientos del alma del pintor, de acuerdo con este modelo, se prolongan, sin más, en la mano que lleva el pincel. La pintura los expresa como un gesto expresa una emoción interna o un grito expresa un dolor; los movimientos del pincel siguen a los del alma sin resistencia. Por lo tanto, la imagen plasmada en el lienzo es el precipitado inmediato de la vida interior, que nada exterior y extraño deja penetrar en su despliegue. Las pinturas expresionistas son visualizadas según algún objeto con el que no tienen ninguna semejanza, y muchos son quienes consideran esto extraño e irracional. Sin embargo, esto no es tan carente de sentido como pudiera parecer de acuerdo a las anteriores preconcepciones artísticas. Aquel movimiento interior del artista que fluye sólo como obra expresionista, puede originarse en las fuentes secretas y desconocidas del alma humana. Pero también puede desencadenarse desde el estímulo de objetos pertenecientes al mundo externo. Hasta fechas muy recientes se mantenía que una respuesta artística productiva debía mostrar una semejanza morfológica con el estímulo que la desencadenaba; de hecho, la escuela impresionista se basaba en su totalidad en esta concepción. El expresionismo se alejó de este presupuesto. Su idea era la de que no hay necesidad de identidad entre la forma de la causa y la de su efecto. De hecho, la percepción de un violín o de un rostro humano puede desencadenar en el pintor respuestas emocionales que, en la transformación promovida por sus energías artísticas, engendra finalmente una forma totalmente diferente. Se puede decir que el artista expresionista sitúa, en el lugar del «modelo», «el motivo» que lanza su vida, obediente en su contenido sólo a sí misma, a un movimiento. Expresado de una manera abstracta, el acto creativo representaba la lucha de la vida por la autoidentidad. Siempre que la vida se expresa a sí misma, desea sólo expresarse a sí misma; de hecho, hace quebrar toda forma que se quiere imponer como realidad o como ley que valen por sí mismas.

La obra pictórica ciertamente tiene forma. Pero con arreglo a la intención del artista, la forma representa sólo una exterioridad inevitable, sólo un mal necesario. Esta forma no tiene, como las formas de todos los otros ideales artísticos, un significado en sí mismo, que sólo se realizaría por el potencial productivo de la vida. Por esta razón, el arte abstracto es indiferente a los estándares tradicionales de belleza y fealdad, los cuales están conectados con la prima-cía de la forma. La vida, en su flujo permanente, no está determinada por un fin sino impulsada y conducida por una fuerza; por ello, tiene significación más allá de los cánones de belleza y fealdad. Una vez que la obra artística cobra vida, se pone de relieve que no posee ningún tipo de significado y valor que se puede esperar de un dato objetivo independiente de su creador. Este valor, sin embargo, ha sido guardado desde el mismo inicio del acto de pintar —podríamos decir, casi celosamente— por una vida que sólo se da expresión a sí misma. Nuestra peculiar preferencia por las obras del pasado de los grandes artistas podría basarse en este hecho. La vida creativa se ha convertido en soberana en estas obras, de modo tan autosuficiente y enriquecedor que rechaza toda otra forma que es tradicional o compartida con otros. Su expresión en una obra de arte no es sino su destino natural en cada caso. Desde esta perspectiva podría aparecer conexa y plena de sentido como obra de arte, si bien podría aparecer fragmentada, desequilibrada, como si estuviera compuesta de fragmentos, desde el punto de vista de las formas tradicionales. Esto no es un ejemplo de incapacidad senil para producir una forma, no es una debilidad propia de la edad, sino el vigor propio de la edad. El gran artista, en esta época de su perfección, es tan puro que su obra sólo revela, a través de su forma, lo que la corriente latente de su vida produce por sí misma. El único derecho de la forma se ha perdido para el artista.

Ahora sería posible que una forma que se consuma pura como forma y que es, en sí, significativa, pudiera ser la expresión totalmente adecuada de la vida inmediata, ajustándose a ella como una envoltura que ha crecido orgánicamente. Esto es algo indudable en el caso de las grandes obras artísticas que propiamente se deben llamar clásicas. De este modo, se manifiesta una específica relación estructural del mundo espiritual que tiene implicaciones más allá de sus consecuencias para las artes. Podría afirmarse que en el arte se expresa algo que vive más allá de la forma del arte. Todo gran artista y toda gran obra de arte contiene más amplitud y profundidad (surgidas desde la fertilidad de las fuentes más ocultas) de lo que el arte es capaz de expresar. Sin embargo, los hombres intentan incesantemente moldear e interpretar esta vida. En los ejemplos clásicos el intento es satisfactorio y la vida se funde completamente con el arte. Sin embargo, la vida alcanza una expresión más altamente diferenciada y más autoconsciente en aquellos casos donde contradice y destruye formas artísticas. Puede recordarse, por ejemplo, el destino interno que Beethoven pretendió expresar en sus últimas composiciones. La vieja forma artística no se rompe sino que es sometida por algo distinto, más amplio, por algo que irrumpe desde otra dimensión.

Algo similar ocurre en el caso de la metafísica. Su pretensión es el conocimiento de la verdad. Pero en ella se expresa algo que permanece más allá del conocimiento y este «más», o «más profundo», o «lo otro», se hace manifiesto por el hecho de que hace violencia a la verdad como tal, porque lo que afirma está lleno de contradicciones y puede ser fácilmente refutado. A las paradojas típicas del espíritu —las que, en verdad, el optimismo cómodo de los superficiales suele pasar por alto— corresponde el hecho de que cierta metafísica, en cuanto símbolo de la vida o relación expresiva de un tipo de hombres con la totalidad del ser, no sea tan verdadera si es verdad como «conocimiento». Tal vez también en la religión se encuentra algo que no es religión, un profundo más allá de sí misma. Cuando este elemento se patentiza, todas las formas religiosas concretas en las que se encuentra la verdadera religión pueden ser destruidas.

En una obra humana, tal vez en toda aquella que surge desde la capacidad creativa del alma humana, hay un «más» que lo que contiene en su forma. Esto distingue todo lo que tiene alma de aquello que es producido de forma mecánica. Aquí, quizás, pudiera encontrarse la motivación para el interés contemporáneo en el arte de Van Gogh. En él, más que en otros pintores, se percibe una vida apasionada que sobrepasa los límites del arte pictórico. Irrumpe desde una amplitud y profundidad muy singulares; el hecho de que encuentre en el talento del pintor un canal para su expresión es algo casual, como si, de igual modo, hubiera podido dar vida también a actividades prácticas, religiosas, poéticas y musicales. Es, ante todo, esta vida palpitante que puede ser sentida en su inmediatez, lo que le hace a Van Gogh tan fascinante.

El hecho de que, por otro lado, una parte de la juventud actual participe del deseo de un arte totalmente abstracto surge de la pasión por una expresión inmediata y desenfrenada de sí misma. El ritmo frenético de la vida de nuestra juventud empuja esta tendencia hasta su extremo absoluto y es joven todo aquello que representa este movimiento. En general, los cambios históricos de un impacto revolucionario interno o externo han sido protagonizados por la juventud. En la naturaleza específica del presente cambio, debemos hacer una particular referencia a esto. Mientras los adultos, debido a su vitalidad disminuida, concentran su atención más y más en los contenidos objetivos de la vida, que en el significado actual podrían ser señalados como sus formas, la juventud se implica más con los procesos de la vida. La juventud sólo desea expresar su poder y su exceso de poder sin hacer caso de los objetos implicados. De hecho, el movimiento cultural favorecedor de lo vital y de su expresión contraria a todo lo formal, encarna el significado de la vida joven.

Debe hacerse aquí una observación fundamental que también pueda aplicarse fuera del mundo del arte. ¿Qué cabe decir de la difundida búsqueda de originalidad entre la juventud contemporánea? A menudo es sólo una forma de vanidad, un intento de convertirse en una sensación para sí mismos y para los demás. En los casos excepcionales influye la pasión por expresar realmente la propia vida; la seguridad de que ésta es realmente su expresión sólo parece darse cuando no es aceptado nada de lo tradicional. Aceptar una forma objetiva supone la pérdida de toda individualidad humana: además, se adulteraría su vitalidad al congelarla dentro del molde de lo ya caduco. Lo que en estos casos hay que salvar no es la individualidad de la vida, sino la vida de la individualidad. La originalidad es, por así decir, sólo la ratio cognoscendi que nos asegura que la vida es pura por sí misma y no las formas que son su expresión, objetivación y solidificación dentro de su fluir. Esto es quizás un motivo subliminal, no explícito pero poderoso, que subyace al moderno individualismo.

Podemos encontrar esta misma voluntad fundamental en uno de los movimientos filosóficos más recientes que se aleja de las expresiones tradicionales de la filosofía. Quiero designarlo como Pragmatismo porque la versión más destacada, la americana, así lo ha denominado. Considero esta línea como la más superficial y limitada. Independientemente de la existencia de cualquier versión establecida, podemos construir un tipo ideal de Pragmatismo que pueda iluminar su relación con la interrogante que nos ocupa. Permítasenos primero entender qué es lo que cuestiona el Pragmatismo. De todos los ámbitos de la cultura, no hay ninguno que nosotros consideramos más independiente de la vida, ninguno tan alejado de los motivos, necesidades y destinos de los individuos que el conocimiento. El hecho de que dos veces dos es igual a cuatro o que las masas se atraen en razón inversa del cuadrado de sus distancias, es válido, lo sepa o no la mente viva, sin hacer caso de los cambios de mentalidad que la humanidad puede sufrir. El conocimiento técnico que está directamente entretejido con la vida y que juega un gran papel en la historia de la humanidad, se mantiene esencialmente intacto en el ascenso y descenso de la vida. El así llamado «conocimiento» práctico, después de todo, es sólo conocimiento «teórico» que ha sido aplicado a objetivos prácticos. Como forma de conocimiento pertenece a un orden con sus propias leyes, un imperio idealizado de la verdad.

Esta independencia de la verdad, que ha sido propuesta en todo momento de la historia, es lo que el Pragmatismo cuestiona. Nuestra vida externa e interna, afirma el Pragmatismo, consiste en representaciones de conocimiento cuya verdad conserva y mejora nuestra vida, cuya falsedad nos lleva a la perdición. Nuestras representaciones están constituidas por influencias puramente psíquicas. En ningún caso son reflejos mecánicos de la realidad en la que se enreda nuestra vida práctica. Por ello sería una coincidencia de todo punto destacable que desembocaran en consecuencias deseables y predecibles dentro del ámbito de lo real. Es probable, sin embargo, que entre las numerosas impresiones e ideas que determinan nuestra vida activa, están aquellas que participan del título de verdad porque soportan y mantienen la vida, mientras que otras con consecuencias negativas son llamadas erróneas. No existe, de antemano, una verdad independiente que es posteriormente sumergida en la corriente de la vida para dirigirla de forma correcta, sino al contrario: entre el número infinito de imágenes e ideas que brotan de esta corriente vital y que, de nuevo, influyen, retroactivamente, en su dirección, se encuentran aquellas que corresponden con nuestra voluntad de vivir. Uno podría decir que esto es un accidente; sin este accidente, sin embargo, no podríamos vivir. Son precisamente estas ideas-soporte las que nosotros reconocemos como auténticas y verdaderas. De hecho, ni los objetos por sí mismos, ni la razón soberana, determinan el valor verdadero de nuestros pensamientos. Antes bien, es la vida —que se expresa, a sí misma, a través de necesidades de supervivencia, a veces a través de las necesidades espirituales más profundas— la que nos compele a clasificar nuestras ideas, entre un extremo que nosotros designamos como la verdad completa, y el otro, que definimos como el error más evidente

Aquí no quiero hacer exposición de esta teoría ni criticarla. No problematizo su grado de verdad o falsedad. Simplemente quiero dejar claro que ha sido desarrollada en un tramo particular de la historia. El pragmatismo, como se ha visto, priva a la verdad de su vieja pretensión de ser un dominio libremente suspendido gobernado por leyes independientes e ideales. La verdad ha quedado ahora implicada en la vida, alimentada por sus recursos fecundos, orientada por la totalidad de sus direcciones y objetivos, legitimada por sus valores básicos. La vida, de hecho, ha reclamado su soberanía sobre una provincia previa-mente autónoma. Esto puede reformularse de la siguiente manera: la forma de la verdad en el pasado suministraba un soporte fijo o un contexto indestructible para el mundo completo de nuestros pensamientos y sentimientos a los que ella pretendía infundir una consistencia interna y un significado autosuficiente. Ahora, sin embargo, pensamiento y sentimiento son seres disueltos en y por el flujo de la vida. Ceden ante fuerzas y direcciones emergentes y cambiantes sin proponer una resistencia basada en un derecho independiente o una validez atemporal. La expresión más pura de la vida como idea central se alcanza cuando es vista como hecho metafísico básico, como la esencia de todo ser. Esto va más allá del problema del conocimiento: ahora todo objeto se convierte en un latido de la vida, una forma de presentarse o un tramo de su desarrollo. En el despliegue completo del mundo hacia el espíritu, la vida asciende como espíritu y desciende como materia. Y cuando esta teoría responde a la cuestión del conocimiento a través de la «intuición», que sobrepasa todas las mediaciones lógicas y racionales, se toma inmediatamente la verdadera interioridad de las cosas, lo cual supone que sólo para la vida es dable entender la vida. Así las cosas, toda objetividad, el objeto de todo conocimiento, debe transformarse en vida, de modo que el proceso de conocimiento, entendido como una función de la vida misma, queda confrontado con un objeto al que puede penetrar completamente ya que es igual en cuanto a su esencia. Mientras que el pragmatismo original disolvía la imagen del mundo dentro de la vida desde un punto de vista del sujeto, la filosofía de vida hace esto también para el objeto. Nada se conserva aquí de la forma como principio del mundo fuera de la vida, como una determinación de la existencia con sentido y fuerza propios. Lo que pudiera designarse aquí como forma, aludiría a un acto de misericordia efectuado por la misma vida.

Este movimiento que sobrepasa los principios formales alcanza el culmen no sólo en los pragmatistas, sino en todos aquellos pensadores que han participado del impulso moderno contra los sistemas cerrados. En sociedades del pasado gobernadas por consideraciones clásicas y formales, estos sistemas alcanzaron nivel de santidad. El sistema quiere reunir, por así decir, simétricamente, todos los conocimientos, por lo menos, en sus conceptos más generales, desde un motivo fundamental hasta una construcción proporcionadamente formada por todos los lados de partes superpuestas y subordinadas. En el acabado estético-arquitectónico, en el exitoso redondeado y clausura de este edificio se ve —y esto es un punto decisivo— la prueba para una validez objetiva. Se da la culminación más extrema del principio formal al convertir la perfección interna de la forma en criterio último de la verdad. Ésta es la visión contra la que la vida, que está constantemente creando y destruyendo formas, debe defenderse a sí misma.

La cosmovisión que exalta y glorifica la vida insiste firmemente en dos cosas. De una parte, rechaza al mecanicismo en calidad de principio universal; percibe a éste como una técnica de la vida, quizás como un síntoma de su pro-pia decadencia. De otra parte, hace caso omiso de la pretensión de las ideas de convertirse en ámbito metafísico autónomo, en sustancia de todo ser. La vida no quiere caer bajo el dominio de lo que se encuentra debajo de ella, pero tam-poco quiere caer bajo el yugo de la idealidad que se otorga a sí misma el rango más elevado. Aunque ninguna forma suprema de vida es capaz de saber de sí misma sin el gobierno de las ideas, esto ahora parece ser posible porque las ideas mismas derivan de la vida. La esencia de la vida es generar su guía, salvación, oposición, victorias y víctimas. Se sustenta y se impulsa a sí misma, por así decir, por una ruta indirecta, a través de sus propios productos. Aquello que se confronta con ella representa su propio hecho original, expresa el estilo distintivo de la vida. Esta oposición interna es el conflicto trágico de la vida como espíritu, conflicto que se patentiza con más evidencia conforme más autoconsciente deviene la vida.

Visto bajo una perspectiva cultural más general, este movimiento implica la omisión del clasicismo como ideal absoluto para la cultura humana. El clasicismo, después de todo, es la ideología de la forma, que se observa a sí misma como la norma última para la vida y la creación. Nada más satisfactorio y refinado ha tomado el lugar del viejo ideal. El ataque contra el clasicismo no remite a la introducción de nuevas formas culturales. La vida autoconfiada pretende liberarse de la coacción de la forma cuyo representante histórico es el clasicismo.

Quiero dar cuenta, a continuación, de una tendencia idéntica dentro de un ámbito específico de la moral. Con el nombre de «nueva moral» se remite a una crítica de las relaciones sexuales existentes cuya propaganda es impulsada por un pequeño grupo pero de cuyo anhelo participan grupos mucho más extensos. Esta crítica se dirige principalmente contra dos elementos de la escena contemporánea: el matrimonio y la prostitución. Su tema básico puede ser expresado como sigue: el significado más personal e íntimo de la vida erótica es ocultado por las formas en las que nuestra cultura les ha reificado y aprisionado. El matrimonio, concebido desde numerosas consideraciones no-eróticas, va siendo minado desde dentro por cientos de rígidas tradiciones y crueldades legales; donde no es destruido, erosiona toda individualidad y conduce al estancamiento. La prostitución ha devenido prácticamente una institución legal que compele a la vida erótica de la gente joven hacia una dirección deshonrosa que contradice y caricaturiza su naturaleza más íntima. El matrimonio y la prostitución aparecen como formas opresivas que frustran la vida inmediata y genuina. Bajo diferentes circunstancias culturales, estas formas no eran tan inapropiadas. Ahora, sin embargo, concitan contra sí fuerzas que brotan de los últimos recursos de la vida. De forma más evidente que en los otros dominios culturales puede comprobarse aquí lo poco que corresponde, hasta ahora, la nueva formación positiva al motivo fundamental perfectamente positivo de la destrucción de las formas. Ninguna proposición de aquellos reformadores es, en modo alguno, generalmente aceptada como una sustitución suficiente de las formas condenadas por ellos. El cambio cultural típico, es decir, la lucha y la sustitución de la forma envejecida por una nueva que aspira a surgir, está aquí muy atrasado. La fuerza actuante bajo el manto de las nuevas formas está dirigida, temporalmente y sin disfraz, contra las viejas for-mas vaciadas de una vida erótica genuina. Sin embargo, está incurriendo en la contradicción previamente mencionada ya que la vida erótica, tan pronto como es expresada en los contextos culturales, requiere necesariamente alguna forma. En principio, sólo un observador superficial es quien aquí no ve sino deseo desenfrenado y anárquico, si bien, a través de un análisis profundo, la cosa es distinta. La vida erótica genuina, de hecho, fluye naturalmente por canales individuales. La oposición se dirige contra formas porque éstas la reconducen hacia esquemas generalizados y, con ello, violentan su singuralidad. Aquí se trata de la pugna entre vida y forma que, de modo menos abstracto, menos metafísico, se resuelve como una lucha entre individualidad y generalización.

Podemos encontrar la misma tendencia en la religión contemporánea. Vinculo esto con el hecho observado hace diez o veinte años en el que un reducido número de individuos intelectualmente avanzados emplean el misticismo para satisfacer sus necesidades religiosas. En general, puede aceptarse que éstas se han desarrollado en una de las iglesias existentes. Tras su acercamiento a la mística queda por reconocer una doble motivación. Por un lado, que las for-mas a cuyo través se transforma la vida religiosa en determinadas formas portadoras de contenidos, no les satisfacen; por otro, que, por ello, el deseo no ha sido sacrificado, sino que busca otros fines y otros derroteros. Parece claro que, para dar ese giro hacia la mística, se tiende a suprimir el contorno fijo, la precisión del límite de la vida religiosa. El misticismo aspira a una deidad que trascienda toda forma personal y particular; pretende una expansión indeterminada del sentimiento religioso que no choca con ningún límite dogmático, una profundización en la infinitud sin forma, un modo de expresión basado sola-mente en el anhelo virtuoso del espíritu. El misticismo aparece como el último refugio de los individuos religiosos que aún no se han desligado de todo asidero trascendente, sino de todo lo determinado y establecido en cuanto a contenidos.

La instancia más decisiva de este desarrollo —aunque pudiera estar repleto de contradicciones y estar eternamente separado de su objetivo— parece afanarse por disolver las formaciones de la fe en la vida religiosa, en la religiosidad, considerada como una disposición funcional del proceso interno de la vida, de la cual aquéllas han surgido y siempre surgen. Hasta hace poco el cambio de la cultura religiosa se consumaba siempre en la forma que aquí se muestra: una cierta forma de vida religiosa, originalmente adecuada en su surgimiento a sus potencias y características esenciales, se petrifica gradualmente al privilegiar los asuntos más superficiales y exteriores. Ésta es desplazada por una nueva forma emergente en la que la dinámica y el impulso religioso laten de nuevo. Es decir, una nueva forma religiosa, una nueva serie de creencias religiosas ocupan el lugar de otras caducas. No obstante, para una gran cantidad de hombres de nuestros días los objetos sobrenaturales de las creencias religiosas han sido radicalmente suprimidos; su impulso religioso, sin embargo, no ha sido con ello eliminado. Su fuerza efectiva, que formalmente se manifestaba a sí misma a través del desarrollo de contenidos dogmáticos más adecuados, no puede expresarse verdaderamente a sí misma por medio de la polaridad de un sujeto creyente y un objeto de creencia. En el estado último de los asuntos hacia los cuales está apuntando esta nueva tendencia, la religión pasaría a ser una función en cuanto medio para la expresión directa de la vida. No sería algo similar a una simple melodía dentro de la sinfonía de la vida, sino una tonalidad a cuyo través ésta se despliega como totalidad. El espacio de la vida, repleto de contenidos seculares, de acciones y destinos, pensamientos y sentimientos, estaría atravesado por esa unidad interna de la humildad y la exaltación, la desazón y la quietud, el riesgo y la consagración, estados que sólo podemos tildar de religiosos. La vida consumida de esta forma demostraría su valor absoluto —valor que, bajo otras circunstancias, le fue dado sólo a ella a través de formas singulares en las que se manifestaba y a través de contenidos individuales de creencia en los que se ha cristalizado—. Angelus Silesius nos da una muestra de ello, cuando separa los valores religiosos de todas las conexiones fijadas con algo específico y reconoce su lugar como vida vivida: El santo, cuando bebe complace tanto a Dios como cuando reza y canta

No se trata de la llamada «religión secular». También ésta se enraiza siempre en contenidos concretos, sólo que son empíricos y no trascendentes; también canaliza la vida religiosa a través de ciertas formas de belleza y grandeza, de sublimidad y conmoción lírica. Aquí, sin embargo, está en cuestión si la religiosidad es un proceso inmediato de la vida que abarca todo latido latente de la existencia: ¿en vez de un tener, es un ser?; ¿se puede tratar de un ser piadoso que, en caso de tener objetos, puede denominársele fe? Ahora, sin embargo, la religiosidad es similar a la vida misma. No apunta a la satisfacción de necesidades eternas, sino que busca la corriente continua de la vida en una esfera profunda en la que aún no se ha escindido en necesidades y satisfacciones. En esta esfera de perfección religiosa no se requiere un objeto que prescriba una forma determinada —como un pintor expresionista tampoco libera su necesidad artística ajustándose a un objeto exterior—. La vida aspira a expresarse directamente como religión y no en un lenguaje con un léxico dado y una sintaxis prescrita. Podría decirse de forma aparentemente paradójica: el espíritu quiere mantener su fe aun cuando haya perdido su fe en contenidos concretos y predeterminados.

Esta dirección de las almas religiosas, que a menudo se deja sentir en los propósitos, en cierta extraña confusión y en una crítica puramente negativa que mal se comprende a sí misma, ahora encuentra la más profunda dificultad: la vida puede expresarse y realizar su libertad sólo a través de formas; si bien éstas deben, necesariamente, sofocar la vida y obstruir la libertad. La religiosidad, la fe es un estado del alma que es dado con la vida misma y a la que colocaría también de determinado modo, si a aquel estado jamás le fuese dado un objeto religioso —al igual que una naturaleza erótica debería mantener y acreditar su carácter aunque jamás pudiera encontrar un individuo digno de ser amado por ella—. Sin embargo, se puede dudar de si la voluntad de una vida religiosa no necesita un objeto, si un carácter meramente funcional, sin forma en sí, que solamente matiza lo más elevado y bajo de la vida —que parece representar el sentido significativo de numerosos movimientos religiosos—, puede realmente satisfacerla. Posiblemente esta nueva religiosidad es un intermedio casual. Puede tenerse entre las dificultades internas que más acucian a un buen número de miembros de la sociedad moderna el hecho de que es imposible proteger a las religiones con sus iglesias tradicionales, al mismo tiempo que la dinámica religiosa, a pesar del incremento de la Ilustración, persista. Esto es así ya que a la religión le pueden haber sido arrebatados sus ropajes pero no su vida. Hay una salida a este dilema en el cultivo de la vida religiosa como una cosa en sí misma: la transformación del verbo «creer» de un transitivo «yo creo que» a un puramente intransitivo «yo creo». A la larga, tal vez, esto puede convertirse en una contradicción no menor. Aquí de nuevo vemos el conflicto básico inherente a la naturaleza de la vida cultural. La vida debe realizarse como forma o proceder a través de formas. Pero las formas pertenecen a un orden de ser completamente diferente. Requieren algunos contenidos que se sitúan más allá de la vida. De esta suerte, asoma la contradicción en la esencia misma de la vida, sus dinámicas oscilantes, sus destinos temporales, la diferenciación incesante de cada uno de sus momentos. La vida conlleva, en sí misma, la contradicción. Sólo puede entrar a formar parte de la realidad bajo la forma de su antítesis, esto es, sólo bajo la forma de la forma. Esta contradicción es más pronunciada y aparece más irreconciliable en la medida en que la vida se hace a sí misma 2. Las formas mismas, sin embargo, niegan esta contradicción en sus rígidas configuraciones individuales, en la exigencia de sus derechos imprescriptibles, se presentan a sí mismas como el verdadero significado y valor de su existencia. En la medida en que la cultura se ha desarrollado, semejante contradicción se acentúa en grado sumo.

La vida anhela lograr algo que no puede alcanzar. Desea trascender las for-mas y aparecer en su desnuda inmediatez. Los procesos de pensar, desear y conformar sólo pueden sustituir una forma por otra. Nunca pueden reemplazar la forma como tal por la vida que, como tal, trasciende la forma. Todos estos ataques contra las formas de nuestra cultura, que alinean contra ellas las fuerzas de la vida en «sí misma», encarnan las contradicciones internas más profundas del espíritu. Aunque este conflicto crónico entre forma y vida ha sido más acusado en otras épocas históricas, ninguna tanto como la nuestra la ha revelado como su auténtico tema de controversia.

Es un prejuicio filisteo pensar que todos los conflictos y problemas existen para ser resueltos. Ambos tienen cometidos adicionales en la economía e historia de la vida, cometidos que ellos satisfacen con independencia de sus propias soluciones. De hecho, existen con derecho propio, aun cuando el futuro no reemplace los conflictos por sus soluciones, sino solamente sus formas y contenidos por otros. Pues, realmente, todos aquellos fenómenos problemáticos, ya discutidos, nos hacen conscientes cuán contradictorio es el presente para que nos detengamos en él, en qué medida apunta, sin duda, a una transformación más fundamental que la que sólo se refiriese al cambio de una forma existente por una nueva que aspira a surgir. Porque casi nunca, en el último caso, el puente entre el antes y el después de las formas culturales apareció tan completamente destruido como ahora, de modo que la vida sin forma en sí sólo parece quedar suspensa en el vacío. Indudablemente, la vida también empuja hacia aquel cambio típico cultural, hacia la creación de nuevas formas, adecuadas a las fuerzas actuales, aunque con éstas —tal vez haciéndose, la vida, lentamente consciente, prolongando por más tiempo la lucha abierta— un problema sólo es suplantado por uno nuevo, un conflicto por otro. Pero con esto se realiza el verdadero modelo de la vida que, en sentido absoluto, es una lucha que abarca la relativa oposición de lucha y paz, mientras la paz absoluta, que quizá también encierra esta oposición, continúa siendo el secreto divino.

1 G. SIMMEL, «Die Konflikt der modernen Kultur», 1918, Duncker y Humblot, Berlín, traducción realizada a partir del mismo texto incluido en Das individuele Gesetz, Frankfurt, Suhrkamp, 1987, 174-231.

2 Como la vida es la antítesis de la forma, y como aquello que es conformado sólo puede describirse conceptualmente, el concepto de vida no puede liberarse de cierta imprecisión lógica. La esencia de la vida sería negada si uno intentara construir una definición conceptualmente exhaustiva. El paso de la vida consciente hacia su total auto-consciencia, no podría hacerse sin conceptos; los conceptos son esenciales para la auto-conciencia. El hecho de que las posibilidades de expresión quedan muy limitadas por la propia esencia de la vida, no disminuye la claridad de aquel antagonismo intuitivo del mundo.

(Traducción de Celso Sánchez Capdequí.)

SLAVOJ ŽIŽEK – En defensa de la intolerancia

SLAVOJ ŽIŽEK – En defensa de la intolerancia

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ÍNDICE
– Introducción
– La hegemonía y sus síntomas
– ¿Por qué las ideas dominantes…
– Lo político y sus negaciones
– La post-política…
– …y su violencia
– ¿Existe un eurocentrismo progresista?
– Los tres universales
– La tolerancia represiva del multiculturalismo
– Por una suspensión de izquierdas de la ley
– La sociedad del riesgo y sus enemigos
– El malestar en la sociedad del riesgo
– La sexualidad hoy
– «!Es la economía política, estúpido!»
– Conclusión: El tamagochi como objeto interpasivo
La primera forma de la esperanza es el miedo, el primer semblante de lo nuevo, el espanto. Heiner Müller

INTRODUCCIÓN

La prensa liberal nos bombardea a diario con la idea de que el mayor peligro de nuestra época es el fundamentalismo intolerante (étnico, religioso, sexista…), y que el único modo de resistir y poder derrotarlo consistiría en asumir una posición multicultural.
Pero, ¿es realmente así? ¿Y si la forma habitual en que se manifiesta la tolerancia multicultural no fuese, en última instancia, tan inocente como se nos quiere hacer creer, por cuanto, tácitamente, acepta la despolitización de la economía?
Esta forma hegemónica del multiculturalismo se basa en la tesis de que vivimos en un universo post-ideológico, en el que habríamos superado esos viejos conflictos entre izquierda y derecha, que tantos problemas causaron, y en el que las batallas más importantes serían aquellas que se libran por conseguir el reconocimiento de los diversos estilos de vida. Pero, ¿y si este multiculturalismo despolitizado fuese precisamente la ideología del actual capitalismo global?
De ahí que crea necesario, en nuestros días, suministrar una buena dosis de intolerancia, aunque sólo sea con el propósito de suscitar esa pasión política que alimenta la discordia. Quizás ha llegado el momento de criticar desde la izquierda esa actitud dominante, ese multiculturalismo, y apostar por la defensa de una renovada politización de la economía.
LA HEGEMONÍA Y SUS SÍNTOMAS

Quien tenga en mente aquellos tiempos del realismo socialista, aún recordará la centralidad que en su edificio teórico asumía el concepto de lo «típico»: la literatura socialista auténticamente progresista debía representar héroes «típicos» en situaciones «típicas». Los escritores que pintaran la realidad soviética en tonos predominantemente grises eran acusados no ya sólo de mentir, sino de distorsionar la realidad social: subrayaban aspectos que no eran «típicos», se recreaban en los restos de un triste pasado, en lugar de recalcar los fenómenos «típicos», es decir, todos aquellos que reflejaban la tendencia histórica subyacente: el avance hacia el Comunismo. El relato que presentara al nuevo hombre socialista, aquél que dedica su entera vida a la consecución de la felicidad de la entera Humanidad, era un relato que reflejaba un fenómeno. sin duda minoritario (pocos eran aún los hombres con ese noble empeño), pero un fenómeno que permitía reconocer las fuerzas auténticamente progresistas que operaban en el contexto social del momento…
Este concepto de «típico», por ridículo que pueda parecer nos, esconde, pese a todo, un atisbo de verdad: cualquier concepto ideológico de apariencia o alcance universal puede ser hegemonizado por un contenido específico que acaba «ocupando» esa universalidad y sosteniendo su eficacia. Así, en el rechazo del Estado Social reiterado por la Nueva Derecha estadounidense, la idea de la ineficacia del actual Welfare system ha acabado construyéndose sobre, y dependiendo del, ejemplo puntual de la joven madre afro-americana: el Estado Social no sería sino un programa para jóvenes madres negras. La «madre soltera negra» se convierte, implícitamente, en el reflejo «típico» de la noción universal del Estado Social… y de su ineficiencia. y lo mismo vale para cualquier otra noción ideológica de alcance o pretensión universal: conviene dar con el caso particular que otorgue eficacia a la noción ideológica. Así, en la campaña de la Moral Majority contra el aborto, el caso «típico» es exactamente el opuesto al de la madre negra (y desempleada): es la profesional de éxito, sexualmente promiscua, que apuesta por su carrera profesional antes que por la «vocación natural» de ser madre (con independencia de que los datos indiquen que el grueso de los abortos se produce en las familias numerosas de clase baja). Esta «distorsión» en virtud de la cual un hecho puntual acaba revestido con los ropajes de lo «típico» y reflejando la universalidad de un concepto, . es el elemento de fantasía, el trasfondo y el soporte fantasmático de la noción ideológica universal: en términos kantianos, asume la función del «esquematismo trascendental», es decir, sirve para traducir la abstracta y vacía noción universal en una noción que queda reflejada en, y puede aplicarse directamente a, nuestra «experiencia concreta». Esta concreción fantasmática no es mera ilustración o anecdótica ejemplificación: es nada menos que el proceso mediante el cual un contenido particular acaba revistiendo el valor de lo «típico»: el proceso en el que se ganan, o pierden, las batallas ideológicas. Volviendo al ejemplo del aborto: si en lugar del supuesto que propone la Moral Majority, elevamos a la categoría de «típico» el aborto en una familia pobre y numerosa, incapaz de alimentar a otro hijo, la perspectiva general cambia, cambia completamente…
La lucha por la hegemonía ideológico-política es, por tanto, siempre una lucha por la apropiación de aquellos conceptos que son vividos «espontáneamente» como «apolíticos», porque trascienden los confines de la política. No sorprende que la principal fuerza opositora en los antiguos países socialistas de Europa oriental se llamara Solidaridad: un significante ejemplar de la imposible plenitud de la sociedad. Es como si, en esos pocos años, aquello que Ernesto Laclau llama la lógica de la equivalencia hubiese funcionado plenamente: la expresión «los comunistas en el poder» era la encamación de la no-sociedad, de la decadencia y de la corrupción, una expresión que mágicamente catalizaba la oposición de todos, incluidos «comunistas honestos» y desilusionados. Los nacionalistas conservadores acusaban a «los comunistas en el poder» de traicionar los intereses polacos en favor del amo soviético; los empresarios los veían como un obstáculo a sus ambiciones capitalistas; para la iglesia católica, «los comunistas en el poder» eran unos ateos sin moral; para los campesinos, representaban la violencia de una modernización que había trastocado sus formas tradicionales de vida; para artistas e intelectuales, el comunismo era sinónimo de una experiencia cotidiana de censura obtusa y opresiva; los obreros no sólo se sentían explotados por la burocracia del partido, sino también humillados ante la afirmación de que todo se hacía por su bien y en su nombre; por último, los viejos y desilusionados militantes de izquierdas percibían el régimen como una traición al «verdadero socialismo». La imposible alianza política entre estas posiciones divergentes y potencialmente antagónicas sólo podía producirse bajo la bandera de un significante que se situara precisamente en el límite que separa lo político de lo pre-político; el término «solidaridad» se presta perfectamente a esta función: resulta políticamente operativo en tanto en cuanto designa la unidad «simple» y «fundamental» de unos seres humanos que deben unirse por encima de cualquier diferencia política. Ahora, olvidado ese mágico momento de solidaridad universal, el significante que está emergiendo en algunos países ex-socialistas para expresar eso que Laclau denomina la «plenitud ausente» de la sociedad, es «honestidad». Esta noción se sitúa hoy en día «en el centro de la ideología espontánea de esa «gente de a pie» que se siente arrollada por unos cambios económicos y sociales que con crudeza han traicionado aquellas esperanzas en una nueva plenitud social que se generaron tras el derrumbe del socialismo. La «vieja guardia» (los ex-comunistas) y los antiguos disidentes que han accedido a los centros del poder, se habrían aliado, ahora bajo las banderas de la democracia y de la libertad, para explotarles a ellos, la «gente de a pie», aún más que antes… La lucha por la hegemonía, por tanto, se concentra ahora en el contenido particular capaz de imprimir un cambio a aquel significante: ¿qué se entiende por honestidad? Para el conservador, significa un retomo a la moral tradicional y a los valores de la religión y, también, purgar del cuerpo social los restos del antiguo régimen. Para el izquierdista, quiere decir justicia social y oponerse a la privatización desbocada, etc. Una misma medida (restituir las propiedades a la Iglesia, por ejemplo) será «honesta» desde un punto de vista conservador y «deshonesta» desde una óptica de izquierdas. Cada posición (re)define tácitamente el término «honestidad» para adaptarlo a su concepción ideológico-política. Pero no nos equivoquemos, no se trata tan sólo de un conflicto entre distintos significados del término: si pensamos que no es más que un ejercicio de «clarificación semántica» podemos dejar de percibir que cada posición sostiene que «su honestidad» es la auténtica honestidad. La lucha no se limita a imponer determinados significados sino que busca apropiarse de la universalidad de la noción. Y, ¿cómo consigue un contenido particular desplazar otro contenido hasta ocupar la posición de lo universal? En el post-socialismo, la «honestidad», esto es, el término que señala lo ausente -la plenitud de la sociedad-será hegemonizada por aquel significado específico que proporcione mayor y más certera «legibilidad» a la hora de entender la experiencia cotidiana, es decir, el significado que permita a los individuos plasmar en un discurso coherente sus propias experiencias de vida. La «legibilidad», claro está, no es un criterio neutro sino que es el resultado del choque ideológico. En Alemania, a principios de los años treinta, cuando, ante su incapacidad de dar cuenta de la crisis, el discurso convencional de la burguesía perdió vigencia, se acabó imponiendo, frente al discurso socialista-revolucionario, el discurso antisemita nazi como el que permitía «leer con más claridad» la crisis: esto fue el resultado contingente de una serie de factores sobredeterminados. Dicho de otro modo, la «legibilidad» no implica tan sólo una relación entre una infinidad de narraciones y/o descripciones en conflicto con una realidad extra-discursiva, relación en la que se acaba imponiendo la narración que mejor «se ajuste» a la realidad, sino que la relación es circular y autorreferencial: la narración pre-determina nuestra percepción de la «realidad».

¿POR QUÉ LAS IDEAS DOMINANTES NO SON LAS IDEAS DE LOS DOMINANTES?

Cualquier universalidad que pretenda ser hegemónica debe incorporar al menos dos componentes específicos: el contenido popular «auténtico» y la «deformación» que del mismo producen las relaciones de dominación y explotación.Sin duda, la ideología fascista «manipula» el auténtico anhelo popular por un retomo a la comunidad verdadera y a la solidaridad social que contrarreste las desbocadas competición y explotación; sin duda, «distorsiona» la expresión de ese anhelo con el propósito de legitimar y preservar las relaciones sociales de dominación y explotación. Sin embargo, para poder alcanzar ese objetivo, debe incorporar en su discurso ese anhelo popular auténtico. La hegemonía ideológica, por consiguiente, no es tanto el que un contenido particular venga a colmar el vacío del universal, como que la forma misma de la universalidad ideológica recoja el conflicto entre (al menos) dos contenidos particulares: el «popular», que expresa los anhelos íntimos de la mayoría dominada, y el específico, que expresa los intereses de las fuerzas dominantes.
Cabe recordar aquí esa distinción propuesta por Freud entre el pensamiento onírico latente y el deseo inconsciente expresado en el sueño. No son lo mismo, porque el deseo inconsciente se articula, se inscribe, a través de la «elaboración», de la traducción del pensamiento onírico latente en el texto explícito del sueño. Así, de modo parecido, no hay nada «fascista» («reaccionario», etc.) en el «pensamiento onírico latente» de la ideología fascista (la aspiración a una comunidad auténtica, a la solidaridad social y demás); lo que confiere un carácter propiamente fascista a la ideología fascista es el modo en el que ese «pensamiento onírico latente» es transformado/elaborado, a través del trabajo onírico-ideológico, en un texto ideológico explícito que legitima las relaciones sociales de explotación y de dominación. Y, ¿no cabe decir lo mismo del actual populismo de derechas? ¿No se apresuran en exceso los críticos liberales cuando despachan los valores a los que se remite el populismo, tachándolos de intrínsecamente «fundamentalistas» y «protofascistas»?
La no-ideología. (aquello que Fredric Jameson llama el «momento utópico» presente incluso en la ideología más atroz) es, por tanto, absolutamente indispensable; en cierto sentido, la ideología no es otra cosa que la forma aparente de la no-ideología, su deformación o desplazamiento formal. Tomemos un ejemplo extremo, el antisemitismo de los nazis: ¿no se basaba acaso en la nostalgia utópica de la auténtica vida comunitaria, en el rechazo plenamente justificable de la irracionalidad de la explotación capitalista, etc.?
Lo que aquí sostengo es que constituye un error, tanto teórico como político, condenar ese anhelo por la comunidad verdadera tildándolo de «protofascista», acusándolo de «fantasía totalitaria», es decir, identificando las raíces del fascismo con esas aspiraciones (error en el que suele incurrir la crítica liberal-individualista del fascismo): ese anhelo debe entenderse desde su naturaleza no-ideológica y utópica. Lo que lo convierte en ideológico es su articulación, la manera en que la aspiración es instrumentalizada para conferir legitimidad a una idea muy específica de la explotación capitalista (aquélla que la atribuye a la influencia judía, al predominio del capital financiero frente a un capital «productivo» que, supuestamente, fomenta la «colaboración» armónica con los trabajadores…) y de los medios para ponerle fin (desembarazándose de los judíos, claro).
Para que una ideología se imponga resulta decisiva la tensión, en el interior mismo de su contenido específico, entre los temas y motivos de los «oprimidos» y los de los «opresores». Las ideas dominantes no son NUNCA directamente las ideas de . la clase dominante. Tomemos el ejemplo quizá más claro: el Cristianismo, ¿cómo llegó a convertirse en la ideología dominante? Incorporando una serie de motivos y aspiraciones de los oprimidos (la Verdad está con los que sufren y con los humillados, el poder corrompe…) para re-articularlos de modo que fueran compatibles con las relaciones de poder existentes. Lo mismo hizo el fascismo. La contradicción ideológica de fondo del fascismo es la que existe entre su organicismo y su mecanicismo: entre la visión orgánica y estetizante del cuerpo social y la extrema «tecnologización», movilización, destrucción, disolución de los últimos vestigios de las comunidades «orgánicas» (familias, universidades, tradiciones locales de autogobierno) en cuanto «microprácticas» reales de ejercicio del poder. En el fascismo, la ideología estetizante, corporativa y organicista viene a ser la forma con la que acaba revistiéndose la inaudita movilización tecnológica de la sociedad, una movilización que trunca los viejos vínculos «orgánicos» …
Si tenemos presente esta paradoja, podremos evitar esa trampa del liberalismo multiculturalista que consiste en condenar como «protofascista» cualquier idea de retorno a unos vínculos orgánicos (étnicos o de otro tipo). Lo que caracteriza al fascismo es más bien una combinación específica de corporativismo organicista y de pulsión hacia una modernización desenfrenada. Dicho de otro modo: en todo verdadero fascismo encontramos indefectiblemente elementos que nos hacen decir: «Esto no es puro fascismo: aún hay elementos ambivalentes propios de las tradiciones de izquierda o del liberalismo». Esta remoción, este distanciarse del fantasma del fascismo «puro», es el fascismo tout court. En su ideología y en su praxis, el «fascismo» no es sino un determinado principio formal de deformación del antagonismo social, una determinada lógica de desplazamiento mediante disociación y condensación de comportamientos contradictorios.
La misma deformación se percibe hoy en la única clase que, en su autopercepción «subjetiva», se concibe y representa explícitamente como tal: es la recurrente «clase media», precisamente, esa «no-clase» de los estratos intermedios de la sociedad; aquéllos que presumen de laboriosos y que se identifican no sólo por su respeto a sólidos principios morales y religiosos, sino por diferenciarse de, y oponerse a, los dos «extremos» del espacio social: las grandes corporaciones, sin patria ni raíces, de un lado, y los excluidos y empobrecidos inmigrantes y habitantes de los guetos, por otro.
La «clase media» basa su identidad en el rechazo a estos dos extremos que, de contraponerse directamente, representarían «el antagonismo de clase» en su forma pura. La falsedad constitutiva de esta idea de la «clase media» es, por tanto, semejante a aquella de la «justa línea de Partido» que el estalinismo trazaba entre las «desviaciones de izquierda» y las «desviaciones de derecha»: la «clase media», en su existencia «real», es la falsedad encamada, el rechazo del antagonismo. En términos psicoanalíticos, es un fetiche: la imposible intersección de la derecha y de la izquierda que, al rechazar los dos polos del antagonismo, en cuanto posiciones «extremas» y antisociales (empresas multinacionales e inmigrantes intrusos) que perturban la salud del cuerpo social, se auto-representa como el terreno común y neutral de la Sociedad. La izquierda se suele lamentar del hecho de que la línea de demarcación de la lucha de clases haya quedado desdibujada, desplazada, falsificada, especialmente, por parte del populismo de derechas que dice hablar en nombre del pueblo cuando en realidad promueve los intereses del poder. Este continuo desplazamiento, esta continua «falsificación» de la línea de división (entre las clases), sin embargo, ES la «lucha de clases»: una sociedad clasista en la que la percepción ideológica de la división de clases fuese pura y directa, sería una sociedad armónica y sin lucha; por. decirlo con Laclau: el antagonismo de clase estaría completamente simbolizado, no sería imposible/real, sino simplemente un rasgo estructural de diferenciación.

LO POLÍTICO Y SUS NEGACIONES

Si el concepto de hegemonía permite comprender la estructura elemental de la dominación ideológica, la pregunta que cabe hacer es entonces la siguiente: ¿estamos condenados a movernos exclusivamente dentro del espacio de la hegemonía o podemos, al menos provisionalmente, interrumpir su mecanismo? Según Jacques Ranciere, este tipo de subversión no sólo suele darse, sino que constituye el núcleo mismo de la política, del acontecimiento verdaderamente político.
Pero, ¿qué es, para Ranciere, lo verdaderamente político?’ Un fenómeno que apareció, por primera vez, en la Antigua Grecia, cuando los pertenecientes al demos (aquellos sin un lugar claramente definido en la jerarquía de la estructura social) no sólo exigieron que su voz se oyera frente a los gobernantes, frente a los que ejercían el control social; esto es, no sólo protestaron contra la injusticia (le tort) que padecían y exigieron ser oídos, formar parte de la esfera pública en pie de igualdad con la oligarquía y la aristocracia dominantes, sino que, ellos, los excluidos, los que no tenían un lugar fijo en el entramado social, se postularon como los representantes, los portavoces, de la sociedad en su conjunto, de la verdadera Universalidad («nosotros, la ‘nada’ que no cuenta en el orden social, sarrios el pueblo y Todos juntos nos oponemos a aquellos que sólo defienden sus propios intereses y privilegios»). El conflicto político, en suma, designa la tensión entre el cuerpo social estructurado, en el que cada parte tiene su sitio, y la «parte sin parte», que desajusta ese orden en nombre de un vacío principio de universalidad, de aquello que Balibar llama la égaliberté, el principio de que todos los hombres son iguales en cuanto seres dotados de palabra. La verdadera política, por tanto, trae siempre consigo una suerte de cortocircuito entre el Universal y el Particular: la paradoja de un singulier universel, de un singular que aparece ocupando el Universal y desestabilizando el orden operativo «natural» de las relaciones en el cuerpo social. Esta identificación de la no-parte con el Todo, de la parte de la sociedad sin un verdadero lugar (o que rechaza la subordinación que le ha sido asignada), con el Universal, es el ademán elemental de la politización, que reaparece en todos los grandes acontecimientos democráticos, desde la Revolución francesa (cuando el Tercer Estado se proclamó idéntico a la nación, frente a la aristocracia y el clero), hasta la caída del socialismo europeo (cuando los «foros» disidentes se proclamaron representantes de toda la sociedad, frente a la nomenklatura del partido). En este sentido, «política» y «democracia» son sinónimos: el objetivo principal de la política antidemocrática es y siempre ha sido, por definición, la despolitización, es decir, la exigencia innegociable de que las cosas «vuelvan a la normalidad», que cada cual ocupe su lugar… La verdadera lucha política, como explica Ranciere contrastando a Habermas, no consiste en una discusión racional entre intereses múltiples, sino que es la lucha paralela por conseguir hacer oír la propia voz y que sea reconocida como la voz de un interlocutor legítimo. Cuando los «excluidos», ya sean demos griego u obreros polacos, protestan contra la élite dominante (aristocracia o nomenklatura), la verdadera apuesta no está en las reivindicaciones explícitas (aumentos salariales, mejores condiciones de trabajo…), sino en el derecho fundamental a ser escuchados y reconocidos como iguales en la discusión. (En Polonia, la nomenklatura perdió el pulso cuando reconoció a Solidaridad como interlocutor legítimo.) Estas repentinas intrusiones de la verdadera política comprometen aquello que Ranciere llama el orden policial, el orden social preconstituido en el que cada parte tiene un sitio asignado. Ciertamente, como señala Ranciere, la línea de demarcación entre policía y política es siempre difusa y controvertida: en la tradición marxista, por ejemplo, el proletariado puede entenderse como la subjetivación de la «parte sin-parte», que hace de la injusticia sufrida ocupación de Universal y, al mismo tiempo, también puede verse como la fuerza que hará posible la llegada de la sociedad racional post-política.
De ahí que las sociedades tribales, pre-estatales, no obstante todos sus procesos de decisión auténticamente protodemocráticos (asamblea de todo el pueblo, deliberación, discusión y voto colectivos) no sean aún democráticas: no porque la política suponga la auto-alienación de la sociedad, esto es, no porque la política sea una esfera que se erige por encima de los antagonismos sociales (como sostiene el argumento marxista clásico), sino porque la discusión en las asambleas tribales pre-políticas procede sin la presencia de la paradoja verdaderamente política del singulier universel, de la «parte sin parte» que se postule como sustituto inmediato de la universalidad como tal.
A veces, el paso desde lo verdaderamente político a lo policial puede consistir tan sólo en sustituir un artículo determinado por otro indeterminado, como en el caso de las masas germano-orientales que se manifestaban contra el régimen comunista en los últimos días de la RDA: primero gritaron «¡Nosotros somos EL pueblo!» («Wir sind das Volk!»), realizando así el acto de la politización en su forma más pura (ellos, los excluidos, el «residuo» contrarrevolucionario excluido del Pueblo oficial, sin hueco en el espacio oficial -o, mejor dicho, con el que les asignaba el poder oficial con epítetos como «contrarrevolucionarios», «hooligans» o, en el mejor de los casos, «víctimas de la propaganda burguesa»-, ellos, precisamente, reivindicaron la representación DEL pueblo, de «todos»); pero, al cabo de unos días, el eslogan pasó a ser» ¡Nosotros somos UN pueblo!» («Wir sind ein Volk!»), marcando así el rápido cierre de esa apertura hacia la verdadera política; el empuje democrático quedaba reconducido hacia el proyecto de reunificación alemana y se adentraba así en el orden policiaco/político liberal-capitalista de la Alemania occidental.
Son varias las negaciones que de este momento político, de esta verdadera lógica del conflicto político, pueden darse:
-La archi-política: los intentos «comunitaristas» de definir un espacio social orgánicamente estructurado, tradicional y homogéneo que no deje resquicios desde los que pueda emerger el momento/acontecimiento político.
-La para-política: el intento de despolitizar la política (llevándola a la lógica policiaca): se acepta el conflicto político pero se reformula como una competición entre partidos y/o actores autorizados que, dentro del espacio de la representatividad, aspiran a ocupar (temporalmente) el poder ejecutivo (esta para-política ha conocido, como es sabido, sucesivas versiones a lo largo de la historia: la principal ruptura es aquella entre su formulación clásica y la moderna u hobbesiana centrada en la problemática del contrato social, de la alienación de los derechos individuales ante la emergencia del poder soberano. (La ética de Habermas o la de Rawls representan, quizás, los últimos vestigios filosóficos de esta actitud: el intento de eliminar el antagonismo de la política ciñéndose a unas reglas claras que permitirían evitar que el proceso de discusión llegue a ser verdaderamente político);
-La meta-política marxista (o socialista utópica): reconoce plenamente la existencia del conflicto político, pero como un teatro de sombras chinas en el que se reflejan acontecimientos que en verdad pertenecerían a otro escenario (el de los procesos económicos): el fin último de la «verdadera» política sería, por tanto, su auto-anulación, la transformación de la «administración de los pueblos» en una «administración de las cosas» dentro de un orden racional absolutamente autotransparente regido por la Voluntad colectiva. (El marxismo, en realidad, es más ambiguo, porque el concepto de «economía política» permite el ademán opuesto de introducir la política en el corazón mismo de la economía, es decir, denunciar el ‘carácter «apolítico» de los procesos económicos como la máxima ilusión ideológica. La lucha de clases no «expresa» ninguna contradicción económica objetiva, sino que es la forma de existencia de estas contradicciones);
-Podríamos definir la cuarta forma de negación, la más insidiosa y radical (y que Ranciere no menciona), como ultrapolítica: el intento de despolitizar el conflicto extremándolo mediante la militarización directa de la política, es decir, reformulando la política como una guerra entre «nosotros» y «ellos», nuestro Enemigo, eliminando cualquier terreno compartido en el que desarrollar el conflicto simbólico (resulta muy significativo que, en lugar de lucha de clase, la derecha radical hable de guerra entre clases (o entre los sexos).
Cada uno de estos cuatro supuestos representan otros tantos intemos de neurralizar la dimensión propiamente traumática de lo político: eso que apareció en la Antigua Grecia con el nombre de demos para reclamar sus derechos. La filosofía política, desde su origen (desde La República de Platón) hasta el reciente renacer de la «filosofía política» liberal, ha venido siendo un esfuerzo por anular la fuerza desestabilizadora de lo político, por negarla y/o regularla de una manera u otra y favorecer así el retomo a un cuerpo social pre-político, por fijar las reglas de la competición política, etc.
El marco metafórico que usemos para comprender el proceso político no es, por tanto» nunca inocente o neutral: «esquematiza» el significado concreto de la política. La ultra-política recurre al modelo bélico: la política es entonces una forma de guerra social, una relación con el enemigo, con «ellos». La archi-política opta por el modelo médico: la sociedad es entonces un cuerpo compuesto, un organismo, y las divisiones sociales son las enfermedades de ese organismo, aquello contra lo que hay que luchar; nuestro enemigo es una intrusión cancerígena, un parásito pestilente, que debe ser exterminado para recuperar la salud del cuerpo social. La para-política usa el modelo de la competición agonística, que, como en una manifestación deportiva, se rige por determinadas normas aceptadas por todos. La meta-política recurre al modelo del procedimiento instrumental técnico-científico, mientras que la post-política acude al modelo de la negociación empresarial y del compromiso estratégico.

LA POST-POLÍTICA…

La «filosofía política», en todas sus versiones, es, por tanto, una suerte de «formación defensiva» (hasta se podría construir su tipología retomando las distintas modalidades de defensa frente a las experiencias traumáticas estudiadas por el psicoanálisis). Hoy en día, sin embargo, asistimos a una nueva forma de negación de lo político: la postmoderna post-política, que no ya sólo «reprime» lo político, intentando contenerlo y pacificar la «reemergencia de lo reprimido», sino que, con mayor eficacia, lo «excluye», de modo que las formas postmodernas de la violencia étnica, con su desmedido carácter «irracional», no son ya simples «retornos de lo reprimido», sino que suponen una exclusión (de lo Simbólico) que, como sabemos desde Lacan, acaba regresando a lo Real. En la postpolítica el conflicto entre las visiones ideológicas globales, encamadas por los distintos partidos que compiten por el poder, queda sustituido por la colaboración entre los tecnócratas ilustrados (economistas, expertos en opinión pública…) y los liberales multiculturalistas: mediante la negociación de los intereses se alcanza un acuerdo que adquiere la forma del consenso más o menos universal. De esta manera, la post-política subraya la necesidad de abandonar las viejas divisiones ideológicas y de resolver las nuevas problemáticas con ayuda de la necesaria competencia del experto y deliberando libremente tomando en cuenta las peticiones y exigencias puntuales de la gente. Quizás, la fórmula que mejor exprese esta paradoja de la post-política es la que usó Tony Blair para definir el New Labour como el «centro radical» (radical centre): en los viejos tiempos de las divisiones políticas «ideológicas», el término «radical» estaba reservado o a la extrema izquierda o a la extrema derecha. El centro era, por definición, moderado: conforme a los viejos criterios, el concepto de Radical Centre es tan absurdo como el de «radical moderación».
Lo que el New Labour (o, en su día, la política de Clinton) tiene de radical, es su radical abandono de las «viejas divisiones ideológicas»; abandono a menudo expresado con una paráfrasis del conocido lema de Deng Xiaoping de los años sesenta: «Poco importa si el gato es blanco o pardo, con tal de que cace ratones». En este sentido, los promotores del New Labour suelen subrayar la pertinencia de prescindir de los prejuicios y aplicar las buenas ideas, vengan de donde vengan (ideológicamente). Pero, ¿cuáles son esas «buenas ideas»? La respuesta es obvia: las que funcionan. Estamos ante el foso que separa el verdadero acto político de la «gestión de las cuestiones sociales dentro del marco de las actuales relaciones socio-políticas»: el verdadero acto político (la intervención) no es simplemente cualquier cosa que funcione en el contexto de las relaciones existentes, sino precisamente aquello que modifica el contexto que determina el funcionamiento de las cosas. Sostener que las buenas ideas son «las que funcionan» significa aceptar de antemano la constelación (el capitalismo global) que establece qué puede funcionar (por ejemplo, gastar demasiado en educación o sanidad «no funciona», porque se entorpecen las condiciones de la ganancia capitalista). Todo esto puede expresarse recurriendo a la conocida definición de la política como «arte de lo posible»: la verdadera política es exactamente lo contrario: es el arte de lo imposible, es cambiar los parámetros de lo que se considera «posible» en la constelación existente en el momento. En este sentido, la visita de Nixon a China y el consiguiente establecimiento de relaciones diplomáticas entre los EE.UU. y China fue un tipo de acto político, en cuanto modificó de hecho los parámetros de lo que se consideraba «posible» («factible») en el ámbito de las relaciones internacionales. Sí: se puede hacer lo impensable y hablar normalmente con el enemigo más acérrimo.
Según una de las tesis hoy en día más en boga estaríamos ante el umbral de una nueva sociedad medieval, escondida tras un Nuevo Orden Mundial. El atisbo de verdad de esta comparación está en el hecho de que el nuevo orden mundial es, como el Medioevo, global pero no es universal, en la medida en que este nuevo ORDEN planetario pretende que cada parte ocupe el lugar que se le asigne. El típico defensor del actual liberalismo mete en un mismo saco las protestas de los trabajadores que luchan contra la limitación de sus derechos y el persistente apego de la derecha con la herencia cultural de Occidente: percibe ambos como penosos residuos de la «edad de la ideología», sin vigencia alguna en el actual universo post-ideo-lógico. Esas dos formas de resistencia frente a la globalización siguen, sin embargo. dos lógicas absolutamente incompatibles: la derecha señala la amenaza que, para la PARTICULAR identidad comunitaria (ethnos o hábitat), supone la embestida de la globalización, mientras que para la izquierda la dimensión amenazada es la de la politización, la articulación de exigencias UNIVERSALES «imposibles» («imposibles» desde la lógica del actual orden mundial). Conviene aquí contraponer globalización a universalización. La «globalización» (entendida no sólo como capitalismo global, mercado planetario, sino también como afirmación de la “humanidad” en cuanto referente global de los derechos humanos en nombre del cual se legitiman violaciones de la soberanía estatal, intervenciones policiales, restricciones comerciales o agresiones militares directas ahí donde no se respetan los derechos humanos globales) es, precisamente, la palabra que define esa emergente lógica post-política que poco a poco elimina la dimensión de universalidad que aparece con la verdadera politización. La paradoja está en que no existe ningún verdadero universal sin conflicto político, sin una «parte sin parte , sin una entidad desconectada, desubicada, que se presente y/o se manifieste como representante del universal.

…Y SU VIOLENCIA

Esta idea de la post-política elaborada por Ranciere puede relacionarse con la tesis de Étienne Balibar según la cual un rasgo propio de la vida contemporánea sería la manifestación de una crueldad excesiva y no funcional:4 una crueldad que abarca desde las masacres del «fundamentalismo» racista o religioso a las explosiones de violencia «insensata» protagonizadas por los adolescentes y marginados de nuestras megalópolis: una violencia que cabría calificar como Id-Evil, el mal básico-fisiológico, una violencia sin motivación utilitarista o ideológica.
Todos esos discursos sobre los extranjeros que nos roban los puestos de trabajo o sobre la amenaza que representan para nuestros valores occidentales no deberían nevamos a engaño: examinándolos con mayor atención, resulta de inmediato evidente que proporcionan una racionalización secundaria más bien superficial. La respuesta que acaba dándonos el skinhead es que le gusta pegar a los inmigrantes, que le molesta el que estén ahí… Estamos ante una manifestación del mal básico, el que surge del desequilibrio más elemental entre el Yo y la jouissance, de la tensión entre el placer y el cuerpo extraño de ese gozo. El ld-Evil representa así el «cortocircuito» más básico en la relación del sujeto con la causa-objeto inicialmente ausente de su deseo: lo que nos «molesta» en el «otro» (el judío, el japonés, el africano, el turco…) es que aparenta tener una relación privilegiada con el objeto -el otro o posee el objeto-tesoro, tras habérnoslo sustraído (motivo por el que ya no lo tenemos) o amenaza con sustraérnoslo.’ Lo que cabe plantear aquí es, una vez más, la idea hegeliana del «juicio infinito», que afirma la identidad especulativa entre estas explosiones de violencia «inútiles» y «excesivas», que sólo reflejan un odio puro y desnudo («no sublimado») hacia la Otredad, y ese universo post-político multiculturalista de la tolerancia, con la diferencia que no excluye a nadie. Resulta claro que he utilizado aquí el término «no sublimado» en su sentido más usual, que en este caso viene a ser el exacto opuesto del de su significado psicoanalítico: resumiendo, al dirigir nuestro odio contra cualquier’ representante del (oficialmente tolerado) Otro, lo que opera es el mecanismo de la sublimación en su forma más básica. La naturaleza omnicomprensiva de la Universalidad Concreta post-política, que a todos da inclusión simbólica -esa visión y práctica multiculturalista de «unidad en la diferencia» («todos iguales, todos diferentes»), consiente, como único modo de marcar la propia diferencia, el gesto proto-sublimatorio que eleva al Otro contingente (por su raza, su sexo, su religión…) a la «Alteridad absoluta» de la Cosa imposible, de la amenaza postrera a nuestra identidad: una Cosa que debe ser aniquilada si queremos sobrevivir. En esto radica la paradoja propiamente hegeliana: el surgir de la «universalidad concreta» verdaderamente racional -la abolición de los antagonismos, el universo «adulto» de la coexistencia negociada de grupos diferentes-acaba coincidiendo con su exacto contrario, es decir, con las explosiones, completamente contingentes, de violencia.
El principio hegeliano fundamental es que al exceso «objetivo» (al imperio inmediato de la universalidad abstracta que impone «mecánicamente» su ley con absoluta indiferencia por los sujetos atrapados en su red) se le añade siempre un exceso «subjetivo» (el ejercicio intempestivo y arbitrario de los caprichos). Balibar señala un caso ejemplar de interdependencia entre dos modos opuestos pero complementarios de violencia excesiva: la violencia «ultra-objetiva» («estructural») propia de las condiciones sociales del capitalismo global (la producción «automática» de individuos excluidos y superfluos, desde los «sin techo» hasta los «desempleados») y la violencia «ultrasubjetiva» de los nuevos «fundamentalismos» étnicos o religiosos (racistas, en definitiva).’ Esta violencia «excesiva;’ e «insensata» tiene su propio recurso cognoscitivo: la impotente reflexión cínica. Volviendo al Id-Evil, al skinhead que agrede a los inmigrantes: si se viera obligado a explicar las razones de su violencia -y fuera capaz de articular una mínima reflexión teórica-, se pondría a hablar inopinadamente como un trabajador social, un sociólogo o un psicólogo social, y a mencionar la crisis de la movilidad social, la creciente inseguridad, el derrumbe de la autoridad paterna. la falta de amor materno en su tierna infancia… nos ofrecería, en definitiva, una explicación psico-sociológica más o menos plausible de su comportamiento, una explicación como las que gustan a los liberales ilustrados, deseosos de «comprender» a los jóvenes violentos como trágicas víctimas de las condiciones sociales y familiares. Queda así invertida la clásica fórmula ilustrada que, desde Platón, viene concediendo eficacia a la «crítica de la ideología» («Lo hacen porque no saben lo que hacen», es decir, el conocimiento es en sí mismo liberador; si el sujeto errado reflexiona, dejará de errar): el skinhead violento «sabe muy bien lo que hace, pero no por eso deja de hacerlo».’ El conocimiento simbólicamente eficaz. radicado en la práctica social del sujeto se disuelve. por un lado. en una desmedida violencia «irracional» carente de fundamento ideológico-político y. por otro. en una reflexión impotente y externa al sujeto, que no consigue modificar las acciones del sujeto. En las palabras del skinhead reflexivo, cínicamente impotente, que, con sonrisa sarcástica, explica al estupefacto periodista las raíces de su comportamiento insensato y violento, el partidario del multiculturalismo, ilustrado y tolerante, que desea «comprender» las expresiones de la violencia excesiva, recibe de vuelta su propio mensaje pero en su forma invertida, auténtica. En ese preciso momento, puede decirse. usando términos de Lacan, que la comunicación entre el comprensivo liberal y su «objeto» de estudio, el intolerante skinhead, es plena.
Importa aquí distinguir entre esa violencia desmedida y «disfuncional» y la violencia obscena que sirve de soporte implícito a la noción ideológica universal estándar (el que los «derechos humanos» no sean realmente universales sino «de hecho, el derecho del varón blanco y propietario»: cualquier intento de ignorar esas leyes no escritas que restringen efectivamente la universalidad de los derechos, suscitará explosiones de violencia). Este contraste resulta evidente en el caso de los afro-americanos: aunque, por el simple hecho de ser ciudadanos estadounidenses, podían formalmente participar en la vida política, el arraigado racismo democrático para-político impedía su participación efectiva, forzando silenciosamente su exclusión (mediante amenazas verbales y físicas, etc.). La certera respuesta a esta reiterada exclusión-del-universal vino de la mano del gran movimiento por los derechos civiles ejemplificado por Martin Luther King: ese movimiento puso fin al implícito suplemento de obscenidad que imponía la efectiva exclusión de los negros de la formal igualdad universal -naturalmente, ese gesto recibió el apoyo de la gran mayoría de la alta burguesía liberal blanca, que despreciaba a los opositores por obtusos rednecks del subproletariado sureño.
Hoy, sin embargo, el terreno de la lucha ha cambiado: el establishment liberal post-político no sólo reconoce plenamente la distancia entre la igualdad puramente formal y su efectiva actualización o realización; no sólo reconoce la lógica excluyente de la «falsa» e ideológica universalidad, sino que procura combatirla aplicando toda una serie de medidas jurídicas, psicológicas y sociales, que abarcan desde la identificación de problemas específicos a cada grupo o subgrupo (no ya sólo unos genéricos «homosexuales», sino «lesbianas afro-americanas», «madres lesbianas afro-americanas desempleadas” etc.) hasta la elaboración de un ambicioso paquete de medidas («discriminación positiva» y demás) para solucionar esos problemas. Lo que esta tolerante práctica excluye es, precisamente, el gesto de la politización: aunque se identifiquen todos los problemas que pueda tener una madre afroamericana lesbiana y desempleada, la persona interesada «presiente» que en ese propósito de atender su situación específica hay algo «equivocado» y «frustrante»: se le arrebata la posibilidad de elevar «metafóricamente» su «problemática situación» a la condición de «problema» universal. La única manera de articular esta universalidad (el no ser tan sólo esa persona específica que padece esos problemas específicos) radicaría entonces en su evidente contrario: en la explosión de una violencia completamente «irracional». De nuevo se confirmaría el viejo principio hegeliano: el único modo de que una universalidad se realice, de que se «afirme en cuanto tal», es revistiéndose con los ropajes de su exacto contrario, apareciendo irremediablemente como un desmedido capricho «irracional». Estos violentos passages al’acte reflejan la presencia de un antagonismo soterrado que ya no se puede formular/simbolizar en términos propiamente políticos. La única manera de contrarrestar estas explosiones de desmedida «irracionalidad» consiste en analizar aquello que la lógica omnicomprensiva y tolerante de lo post-político persiste en excluir, y convertir la dimensión de lo excluido en una nueva modalidad de la subjetivación política.

Pensemos en el ejemplo clásico de la protesta popular (huelgas, manifestación de masas, boicots) con sus reivindicaciones específicas («¡No más impuestos!», «¡Acabemos con la explotación de los recursos naturales!», «¡Justicia para los detenidos!»…): la situación se politiza cuando la reivindicación puntual empieza a funcionar como una condensación metafórica de una oposición global contra Ellos, los que mandan, de modo que la protesta pasa de referirse a determinada reivindicación a reflejar la dimensión universal que esa específica reivindicación contiene (de ahí que los manifestantes se suelan sentir engañados cuando los gobernantes, contra los que iba dirigida la protesta, aceptan resolver la reivindicación puntual; es como si, al darles la menor, les estuvieran arrebatando la mayor, el verdadero objetivo de la lucha). Lo que la post-política trata de impedir es, precisamente, esta universalización metafórica de las reivindicaciones particulares. La post-política moviliza todo el aparato de expertos, trabajadores sociales, etc. para asegurarse que la puntual reivindicación (la queja) de un determinado grupo se quede en eso: en una reivindicación puntual. No sorprende entonces que este cierre sofocante acabe generando explosiones de violencia «irracionales»: son la única vía que queda para expresar esa dimensión que excede lo particular.

¿EXISTE UN EUROCENTRISMO PROGRESISTA?

Este marco conceptual permite acercarse al socialismo de Europa oriental de otra manera, El paso del socialismo-realmente-existente al capitalismo-realmente-existente se ha producido ahí mediante una serie de vuelcos cómicos que han sumido el sublime entusiasmo democrático en el ridículo. Las muy dignas muchedumbres germano-orientales que se reunían en torno a las iglesias protestantes y que heroicamente desafiaban el terror de la Stasi, se convirtieron de repente en vulgares consumidores de plátanos y de pornografía barata; los civilizados checos que se movilizaban convocados por Vaclav Havel u otros iconos de la cultura, son ahora pequeños timadores de turistas occidentales… La decepción fue recíproca: Occidente, que empezó idolatrando la disidencia del Este como el movimiento que reinventaría los valores de la cansada democracia occidental, decepcionado, desprecia ahora los actuales regímenes post-socialistas, a los que tiene por una mezcla de corruptas oligarquías ex-comunistas con fundamentalismos éticos y religiosos (ni se fía de los escasos liberales del Este: no acaban de ser políticamente correctos, ¿dónde está su conciencia feminista? ..). El Este, que empezó idolatrando a Occidente como ejemplo a seguir de democracia bienestante, quedó atrapado en el torbellino de la desbocada mercantilización y de la colonización económica. Entonces, ¿mereció la pena?
El protagonista de El halcón maltés de Dashiell Hammett, el detective privado Sam Spade, cuenta la historia de cuando le contrataron para encontrar un hombre que, tras abandonar su tranquilo trabajo y su familia, desapareció de repente. Spade no conseguirá dar con él, pero, años después, se lo encuentra de casualidad en un bar de otra ciudad. El hombre, que ha cambiado de nombre, parece llevar una vida sorprendentemente similar a la que abandonó (un aburrido trabajo, nueva mujer y nuevos hijos) pero, no obstante su replicada existencia, el hombre asegura que mereció la pena renunciar a su pasado y empezar una nueva vida… Quizás quepa decir lo mismo del paso del socialismo-realmente-existente al capitalismo-realmente-existente en los antiguos países comunistas de Europa oriental: a pesar de las traicionadas ilusiones, algo .sí ocurrió en ese interludio, en el tránsito, y es precisamente en ese acontecer en el tránsito, en esa «mediación evanescente», en ese momento de entusiasmo democrático, donde debemos situar la dimensión decisiva que acabó ofuscada con el posterior retomo a la normalidad.
No cabe duda de que los muchos manifestantes de la RDA, de Polonia o de la República Checa «querían otra cosa»: el utópico objeto de la imposible plenitud, bautizado con el nombre que fuere («solidaridad», «derechos humanos», etc.), y NO lo que acabaron recibiendo. Dos son las posibles reacciones ante este hiato entre expectativas y realidad: el mejor modo de ilustrarlas es recurriendo a la conocida distinción entre el tonto y el pícaro. El tonto es el simplón, el bufón de corte al que se le permite decir la verdad, precisamente, porque el poder perlocutorio de su decir está desautorizado: su palabra no tiene eficacia sociopolítica. El pícaro, por contra, es el cínico que dice públicamente la verdad, el estafador que intenta hacer pasar por honestidad la pública confesión de su deshonestidad, el granuja que admite la necesidad de la represión para preservar la estabilidad social. Caído el régimen comunista, el pícaro es el neoconservador defensor del libre mercado, aquel que rechaza crudamente toda forma de solidaridad social por ser improductiva expresión de sentimentalismos, mientras que el tonto es el crítico social «radical» y multiculturalista que, con sus lúdicas pretensiones de «subvertir» el orden, en realidad lo apuntala. Siguiendo en Europa oriental: el pícaro rechaza los proyectos de «tercera vía» (como el defendido en la antigua RDA por el Neues Forum) por considerarlos irremisiblemente desfasados, y exhorta a aceptar la cruda realidad del mercado; mientras tanto, el tonto sostiene que el derrumbe del socialismo abrió efectivamente el camino a una «tercera vía», una posibilidad que la re-colonización occidental del Este truncó.
Este cruel vuelco de lo sublime en lo ridículo es evidentemente resultado de un doble equívoco en la (auto)percepción pública de los movimientos de protesta social de los últimos años del socialismo europeo-oriental (desde Solidaridad al Neues Forum). Por un lado, estaban los esfuerzos de la nomenklatura por reconducir los acontecimientos hacia el marco policial/político que sabía manejar: distinguía entre los «críticos de buena fe», con los que se podía dialogar, pero en una atmósfera sosegada, racional, despolitizada, y el puñado de provocadores extremistas al servicio de intereses extranjeros. Esta lógica alcanzó el colmo del absurdo en la antigua Yugoslavia, donde la idea misma de la huelga obrera era inconcebible, toda vez que, conforme a la ideología oficial, los obreros ya autogestionaban las fábricas: ¿contra quién, entonces, podían hacer huelga? La lucha, claro está, iba más allá del aumento salarial o de las mejoras en las condiciones laborales; se trataba, sobre todo, de que los trabajadores fueran reconocidos como interlocutores legítimos en la negociación con los representantes del régimen: tan pronto como el poder tuviera que aceptar eso, la batalla, en cierto sentido, estaba ganada. y cuando esos movimientos obreros explotaron, convirtiéndose en fenómenos de masa, sus exigencias de libertad, de democracia (de solidaridad, de…) también fueron interpretadas equivocadamente por los comentaristas occidentales, que vieron ahí la consumación de que los pueblos del Este deseaban aquello que los del Oeste ya tenían: tradujeron mecánicamente esas reivindicaciones al discurso liberal-democrático occidental sobre la libertad (representatividad política multipartidista con economía global de mercado). Emblemática hasta lo caricaturesco, fue, en este sentido, la imagen del reportero estadounidense Dan Rather cuando en 1989, desde la Plaza de Tiananmnen afirmó, junto a una réplica de la estatua de la Libertad, que la estatua expresaba todo aquello que los estudiantes chinos reclamaban con sus protestas (esto es: rasca la amarilla piel del chino y darás con un estadounidense…). Lo que esa estatua representaba en realidad era una aspiración utópica que nada tenía que ver con los Estados Unidos tal como son (lo mismo que para los primeros inmigrantes que llegaban a Nueva York, la visión de la estatua evocaba una aspiración utópica, pronto frustrada). La interpretación de los medios estadounidenses fue otro ejemplo de reconducción de una explosión de lo que Balibar llama égaliberté (la intransigente reivindicación de libertad-igualdad, que desintegra cualquier orden dado) hacia los límites del orden existente. ¿Estamos, entonces, condenados a la triste alternativa de elegir entre el pícaro y el tonto? O, ¿cabe un tertium datur?
Quizás, los rasgos de este tertium datur se puedan vislumbrar acudiendo al núcleo de la herencia europea. Al oír mencionar la «herencia europea», cualquier intelectual de izquierdas que se precie tendrá la misma reacción de Goebbels al oír la palabra «cultura»: agarra la pistola y empieza a disparar acusaciones de protofascista, de eurocéntrico imperialismo cultural… Sin embargo, ¿es posible imaginarse una apropiación de izquierdas de la tradición política europea? Sí, es posible: si, siguiendo a Ranciere, identificamos el núcleo de esa tradición con el acto extraordinario de la subjetivación política democrática: fue esta verdadera politización la que resurgió con violencia en la disolución del socialismo en Europa oriental. Recuerdo cómo en 1988, cuando el ejército yugoslavo detuvo y procesó a cuatro periodistas en Eslovenia, participé en el «Comité por la defensa de los derechos humanos de los cuatro acusados». Oficialmente, el objetivo del comité era garantizar un juicio justo… pero se acabó convirtiendo en la principal fuerza política de oposición. algo así como la versión eslovena del Forum Cívico checo o del Neues Forum germano-oriental, la sede de coordinación de la oposición democrática, el representante de facto de la sociedad civil. El programa del Comité recogía cuatro puntos: los primeros tres se referían directamente a los acusados, pero «el diablo está en los detalles»: el cuarto punto afirmaba que el Comité pretendía aclarar las circunstancias del arresto y contribuir así a crear una situación en la que semejantes detenciones no fuesen posibles -un mensaje cifrado para decir que queríamos la abolición del régimen socialista existente. Nuestra petición, «¡Justicia para los cuatro detenidos!», empezó a funcionar como condensación metafórica del anhelo de desmantelar completamente el régimen socialista. De ahí que, en nuestras negociaciones casi diarias con los representantes del Partido comunista, éstos nos acusaran continuamente de tener un «plan secreto» aduciendo que la liberación de los cuatro no era nuestro verdadero objetivo y que estábamos «aprovechando y manipulando la detención y el juicio con vistas a otros, y oscuros, fines políticos». Los comunistas, en definitiva, querían jugar al juego de la despolitización «racional»: querían desactivar la carga explosiva, la connotación general, del eslogan «Justicia para los cuatro arrestados» y reducirlo a su sentido literal, a una cuestión judicial menor. Incluso, sostenían cínicamente que nosotros, los del Comité, teníamos un comportamiento «no democrático» y que, con nuestra presión y nuestros chantajes, manipulábamos la suerte de los acusados en lugar de concentrarnos en la defensa procesal de los detenidos… He aquí la verdadera política: ese momento en el que una reivindicación específica no es simplemente un elemento en la negociación de intereses sino que apunta a algo más y empieza a funcionar como condensación metafórica de la completa reestructuración de todo el espacio social.
Resulta evidente la diferencia entre esta subjetivación y el actual proliferar de «políticas identitarias» postmodernas que pretenden exactamente lo contrario, es decir, afirmar la identidad particular, el sitio de cada cual en la estructura social. La política identitaria postmoderna de los estilos de vida particulares (étnicos, sexuales, etc.) se adapta perfectamente a la idea de la sociedad despolitizada, de esa sociedad que «tiene en cuenta» a cada grupo y le confiere su propio status (de víctima) en virtud de las discriminaciones positivas y de otras medidas ad hoc que habrán de garantizar la justicia social. Resulta muy significativo que esta justicia ofrecida a las minorías convertidas en víctimas precise de un complejo aparato policial (que sirve para identificar a los grupos en cuestión, perseguir judicialmente al que viola las normas que les protegen -¿cómo definir jurídicamente el acoso sexual o el insulto racista? etc.-. proveer el trato preferencial que compense la injusticia sufrida por esos grupos): lo que se celebra como «política postmoderna» (tratar reivindicaciones específicas resolviéndolas negociadamente en el contexto «racional» del orden global que asigna a cada parte el lugar que le corresponde), no es, en definitiva, sino la muerte de la verdadera política.
Así, mientras parece que todos estarnos de acuerdo en que el régimen capitalista global, post-político, liberal-democrático, es el régimen del No-acontecimiento (del último hombre, en términos nietzscheanos), queda por saber dónde buscar el Acontecimiento. La respuesta es evidente: mientras experimentemos nuestra postmoderna vida social como una vida «no-sustancial», el acontecimiento estará en los múltiples retornos, apasionados y a menudo violentos, a las «raíces», a las distintas formas de la «sustancia» étnica o religiosa. ¿Y qué es la «sustancia» en la experiencia social? Es ese instante, emocionalmente violento, del «reconocimiento», cuando se toma conciencia de las propias «raíces», de la «verdadera pertenencia», ese momento en el que la distancia propia de la reflexión liberal resulta totalmente inoperante, dee repente, vagando por el mundo, nos encontramos presos del deseo absoluto del «hogar» y todo lo demás, todas nuestras pequeñas preocupaciones cotidianas, deja de importar… En este punto, sin embargo, no se puede sino estar de acuerdo con Alain Badiou, cuando afirma que estos «retornos a la sustancia» demuestran ser impotentes ante al avance global del Capital: son, de hecho, sus intrínsecos soportes, el límite/condición de su funcionamiento, porque, como hace años señaló Deleuze, la «desterritorialización» capitalista va siempre acompañada del resurgir de las «reterritorializaciones». Para decirlo con mayor precisión, la ofensiva de la globalización capitalista provoca ineludiblemente una escisión en el ámbito de las identidades específicas.
Por un lado, está el llamado «fundamentalismo», cuya fórmula elemental es la Identidad del propio grupo, que implica la exclusión del Otro amenazante: Francia para los franceses (frente a los inmigrantes argelinos), Estados Unidos para los estadounidenses (frente a la invasión hispana), Eslovenia para los eslovenos (contra la excesiva presencia de «los del Sur», los inmigrantes de las antiguas repúblicas yugoslavas)… El comentario de Abraham Lincoln a propósito del espiritismo («Diría que es algo que gusta al que ama ese tipo de cosas»), refleja muy bien el carácter tautológico del autoconfinamiento nacionalista, de ahí que sirva perfectamente para caracterizar a los nacionalistas, pero no sirva para referirse a los auténticos demócratas radicales. No se puede decir del auténtico compromiso democrático que es «algo que gusta a quién ama ese tipo de cosas».
Por otro lado, está la multicultural y postmoderna «política identitaria», que pretende la co-existencia en tolerancia de grupos con estilos de vida «híbridos» y en continua transformación’ grupos divididos en infinitos subgrupos (mujeres hispanas, homosexuales negros, varones blancos enfermos de SIDA, madres lesbianas…). Este continuo florecer de grupos y subgrupos con sus identidades híbridas, fluidas, mutables, reivindicando cada uno su estilo de vida/su propia cultura, esta incesante diversificación, sólo es posible y pensable en el marco de la globalización capitalista y es precisamente así cómo la globalización capitalista incide sobre nuestro sentimiento de pertenencia étnica o comunitaria: el único vínculo que une a todos esos grupos es el vínculo del capital, siempre dispuesto a satisfacer las demandas específicas de cada grupo o subgrupo (turismo gay, música hispana…).
La oposición entre fundamentalismo y política identitaria pluralista, postmoderna, no es, además, sino una impostura que esconde en el fondo una connivencia (una identidad especulativa, dicho en lenguaje hegeliano). Un multiculturalista puede perfectamente apreciar incluso la más «fundamentalista» de las identidades étnicas, siempre y cuando se trate de la identidad de un Otro presuntamente auténtico (por ejemplo. las tribus nativas de los Estados Unidos). Un grupo fundamentalista puede adoptar fácilmente, en su funcionamiento social, las estrategias postmodernas de la política identitaria y presentarse como una minoría amenazada que tan sólo lucha por preservar su estilo de vida y su identidad cultural. La línea de demarcación entre una política identitaria multicultural y el fundamentalismo es, por tanto, puramente formal; a menudo. sólo depende de la perspectiva desde la que se considere un movimiento de defensa de una identidad de grupo.
Bajo estas condiciones, el Acontecimiento que se reviste de «retomo a las raíces» sólo puede ser un semblante que encaja perfectamente en el movimiento circular del capitalismo o que (en el peor de los casos) conduce a una catástrofe como el nazismo. Nuestra actual constelación ideológico-política se caracteriza porque este tipo de seudo-Acontecimientos son las únicas apariencias de Acontecimientos que parecen darse (sólo el populismo de derechas manifiesta hoy una auténtica pasión política que consiste en aceptar la lucha, en aceptar abiertamente que, en la medida en que se pretende hablar desde un punto de vista universal, no cabe esperar complacer a todo el mundo, sino que habrá que marcar una división entre «nosotros y «ellos»). En este sentido, se ha podido constatar que, no obstante el rechazo que suscitan el estadounidense Buchanan, el francés Le Pen o el austriaco Haider, incluso la gente de izquierdas deja translucir cierto alivio ante la presencia de estos personajes: finalmente, en el reino de la aséptica gestión post-política de los asuntos públicos, aparece alguien que hace renacer una auténtica pasión política por la división y el enfrentamiento, un verdadero empeño con las cuestiones políticas, aunque sea con modalidades deplorables y repugnantes … Nos encontramos así cada vez más encerrados en un espacio claustrofóbico, en el que sólo podemos oscilar entre el no-Acontecimiento del suave discurrir del Nuevo Orden Mundial liberal-democrático del capitalismo global y los Acontecimientos fundamentalistas (el surgimiento de protofascismos locales, etc.), que vienen a perturbar, por poco tiempo, las tranquilas aguas del océano capitalista -no sorprende, considerando las circunstancias, que Heidegger se equivocara y creyera que el seudo-acontecimiento de la revolución nazi era el Acontecimiento.

LOS TRES UNIVERSALES

Estos atolladeros revelan que la estructura del universal es mucho más compleja de lo que aparenta. Balibar ha elaborado su definición de los tres niveles de la universalidad,8 retomando en cierta medida la tríada lacaniana de lo Real, lo Imaginario y lo Simbólico: la universalidad «real» de la globalización, con el proceso complementario de las «exclusiones internas» (el que el destino de cada uno de nosotros dependa hoy del complejo entramado de relaciones del mercado global); la universalidad de la ficción, que rige la hegemonía ideológica (la Iglesia o el Estado en cuanto «comunidades imaginarias» universales que permiten al sujeto tomar cierta distancia frente a la total inmersión en su grupo social inmediato: clase, profesión, género, religión…); y la universalidad de un Ideal, como la representada por la exigencia revolucionaria de égaliberté, que, en cuanto permanente e innegociable exceso, alimenta una insurrección continua contra el orden existente y no puede, por tanto, ser «absorbida», es decir, integrada en ese orden. El problema, claro está, es que el límite entre estos tres universales no es nunca estable ni fijo. El concepto de libertad e igualdad, por ejemplo, puede usarse como idea hegemónica que permite identificarnos con nuestro propio rol social (soy un pobre artesano, pero participo como tal en la vida de mi país/de mi Estado, en cuanto ciudadano libre e igual), pero también puede presentarse como un exceso irreducible que desestabiliza el orden social. Lo que en el universo jacobino fue la universalidad desestabilizadora del Ideal, que suscitaba un incesante proceso de transformación social, se convirtió más tarde en una ficción ideológica que permitió a cada individuo identificarse con su propio lugar en el espacio social. La alternativa es aquí la siguiente: el universal, ¿es «abstracto» (potencialmente contrapuesto al contenido concreto) o es concreto (en el sentido en que experimento mi propia vida social como mi manera particular de participar en el universal del orden social)? La tesis de Balibar es que la tensión entre ambos supuestos es irreducible. El exceso de universalidad abstracta-negativa-ideal, su fuerza perturbadora-desestabilizadora, nunca podrá ser completamente integrado en el todo armónico de una «universalidad concreta». En cualquier caso, se da otra tensión, acaso más significativa hoy en día: la tensión entre las dos modalidades de la «universalidad concreta». Veamos: la universalidad «real» de la actual globalización mediante el mercado tiene su propia ficción hegemónica (incluso, su propio ideal): la tolerancia multicultural, el respeto y defensa de los derechos humanos y de la democracia, etc.; genera su propia seudo-hegeliana «universalidad concreta»: un orden mundial cuyas características universales (mercado, derechos humanos y democracia) permiten a cada estilo de vida recrearse en su particularidad. Por lo tanto, se produce inevitablemente una tensión entre la «universalidad concreta» postmoderna, post-Estado-Nación, y la precedente «universalidad concreta» del Estado-Nación.
La historia del surgimiento de los Estados nacionales es la historia (a menudo extremadamente violenta) de la «transubstanciación» de las comunidades locales y de sus tradiciones en Nación moderna en cuanto «comunidad imaginaria». Este proceso supuso una represión a menudo cruenta de las formas auténticas de los estilos de vida locales y/o su reinserción en una nueva «tradición inventada» omnicomprensiva. Dicho de otro modo, la «tradición nacional» es una pantalla que esconde NO el proceso de modernización, sino la verdadera tradición étnica en su insostenible [actualidad. Cuando, a principios del siglo XX, Béla Bartok transcribió centenares de canciones populares húngaras, se ganó la inquina de los partidarios del despertar romántico-nacional, justamente, por haber seguido al pie de la letra su programa de renacimiento de las auténticas raíces étnicas… En Eslovenia, donde la Iglesia católica y los nacionalistas presentan un cuadro idílico de la decimonónica vida campesina, la publicación de las observaciones etnográficas de Janez Trdina, escritas en el siglo XIX, pasó desapercibida: sus cuadernos describen una realidad de abusos a menores, de violaciones, alcoholismo, brutalidad… Y, así, nos encontrarnos ahora ante un proceso postmoderno (aparentemente) opuesto: ante el retomo a formas de identificación más locales, más sub-nacionales. Estas nuevas formas de identificación, sin embargo, ya no se experimentan como inmediatamente sustanciales sino que son el resultado de la libre elección del propio estilo de vida. Pero no basta con contraponer la antigua y auténtica identificación étnica con la postmoderna elección arbitraria de estilos de vida: esta contraposición olvida lo mucho que la anterior identificación nacional «auténtica» tuvo de «artificial», de fenómeno impuesto con .violencia y basado en la represión de las primigenias tradiciones locales. Lejos de ser una unidad «natural» de la vida social, un marco estabilizado, una suerte de entelequia aristotélica en la que desembocan todos los procesos históricos, la forma universal del Estado-Nación constituye más bien un equilibrio precario, provisional, entre la relación con una determinada Cosa étnica y la función (potencialmente) universal del mercado. El Estado Nación, por un lado, «sublima» las formas de identificación orgánicas y locales en una identificación universal «patriótica», y, por otro, se erige como una especie de límite seudo-natural de la economía de mercado, separa el comercio «interior» del «exterior»: queda así «sublimada» la actividad económica, elevada a la altura de la Cosa étnica, legitimada en cuanto contribución patriótica a la grandeza de la nación. Este equilibrio está permanentemente amenazado por ambos lados: ya sea desde las anteriores formas «orgánicas» de identificación particular, que no desaparecen sino que prosiguen una vida soterrada fuera de la esfera pública universal, como desde la lógica inmanente del Capital, cuya naturaleza «transnacional» ignora, por definición, las fronteras del Estado-Nación. Por otro lado las nuevas identificaciones étnicas «fundamentalistas» suponen una especie de «de-sublimación», un proceso de disolución de esta precaria unidad de la «economía nacional» en sus dos componentes: la función transnacional del mercado y la relación con la Cosa étnica. Un hecho menor, pero revelador, de este gradual «desvanecimiento» del Estado-Nación es la lenta propagación, en los Estados Unidos y en otros países occidentales, de la obscena institución de las cárceles privadas: el ejercicio de lo que debería ser monopolio del Estado (la violencia física y la coerción) se convierte en objeto de un contrato entre el Estado y una empresa privada, que, con ánimo de lucro, ejercerá coerción sobre las personas (estamos sencillamente ante el fin del monopolio de la violencia que, según Weber, es la característica definitoria del Estado moderno).

LA TOLERANCIA REPRESIVA DEL MULTICULTURALISMO

En nuestra era de capitalismo global, ¿cuál es, entonces, la relación entre el universo del Capital y la forma EstadoNación? «Auto-colonización», quizás sea la mejor manera de calificarla: con la propagación directamente multinacional del Capital, ha quedado superada la tradicional oposición entre metrópoli y colonia; la empresa global, por así decir, cortó el cordón umbilical con su madre-patria y trata ahora a su país de origen igual que cualquier otro territorio por colonizar. Esto es lo que tanto molesta a los patrióticos populistas de derechas desde Le Pen a Buchanan: las nuevas multinacionales no hacen distingos entre las poblaciones de origen, de Francia o EE.UU., y las de México, Brasil o Taiwan. Tras la etapa del capitalismo nacional, con su proyección internacionalista/colonialista, el cambio auto-referencial del actual capitalismo global, ¿no puede interpretarse como una suerte de justicia poética, una especie de «negación de la negación»? En un principio (un principio ideal, claro está), el capitalismo se quedaba en los confines del Estado-Nación, y hacía algo de comercio internacional (intercambios entre Estados-Nación soberanos); vino después la fase de la colonización, en la que el país colonizador sometía y explotaba (económica, política y culturalmente) al país colonizado; la culminación de este proceso es la actual paradoja de la colonización: sólo quedan colonias y desaparecieron los países colonizadores; el Estado Nación ya no encarna el poder colonial, lo hace la empresa global. Con el tiempo, acabaremos todos no ya sólo vistiendo camisetas de la marca Banana Republic, sino viviendo en repúblicas bananeras.
La forma ideológica ideal de este capitalismo global es el multiculturalismo: esa actitud que, desde una hueca posición global, trata todas y cada una de las culturas locales de la manera en que el colonizador suele tratar a sus colonizados: «autóctonos» cuyas costumbres hay que conocer y «respetar». La relación entre el viejo colonialismo imperialista y la actual auto-colonización del capitalismo global es exactamente la misma que la que existe entre el imperialismo cultural occidental y el multiculturalismo. Al igual que el capitalismo global supone la paradoja de la colonización sin Estado-Nación colonizador, el multiculturalismo promueve la eurocéntrica distancia y/o respeto hacia las culturas locales no-europeas. Esto es, el multiculturalismo es una forma inconfesada, invertida, auto-referencial de racismo, un «racismo que mantiene las distancias»: «respeta» la identidad del Otro, lo concibe como una comunidad «auténtica» y cerrada en sí misma respecto de la cuál él, el multiculturalista, mantiene una distancia asentada sobre el privilegio de su posición universal. El multiculturalismo es un racismo que ha vaciado su propia posición de todo contenido positivo (el multiculturalista no es directamente racista, por cuanto no contrapone al Otro los valores particulares de su cultura), pero, no obstante, mantiene su posición en cuanto privilegiado punto hueco de universalidad desde el que se puede apreciar (o despreciar) las otras culturas. El respeto multicultural por la especificidad del Otro no es sino la afirmación de la propia superioridad.
Y, ¿qué decir del contra-argumento más bien evidente que afirma que la neutralidad del multiculturalista es falsa por cuanto antepone tácitamente el contenido eurocéntrico? Este razonamiento es correcto, pero por una razón equivocada. El fundamento cultural o las raíces sobre los que se asienta la posición universal multiculturalista no son su «verdad», una verdad oculta bajo la máscara de la universalidad («el universalismo multicultural es en realidad eurocéntrico…»), sino más bien lo contrario: la idea de unas supuestas raíces particulares no es sino una pantalla fantasmática que esconde el hecho de que el sujeto ya está completamente «desenraizado», que su verdadera posición es el vacío de la universalidad.
Recordemos el ejemplo citado por Darian Leader del hombre que va a un restaurante con su ligue y dirigiéndose al camarero pide no «¡Una mesa para dos!» sino «¡Una habitación para dos!». Quizá, la clásica explicación freudiana («¡Claro!, ya está pensando en la noche de sexo, programada para después de la cena…») no sea acertada: la intrusión de la soterrada fantasía sexual es, más bien, la pantalla que sirve de defensa frente a una pulsión oral que para él reviste más peso que el sexo.9 La inversión reflejada en esta anécdota ha sido escenificada con acierto en un spot publicitario alemán de los helados Magnum. Primero vemos a una pareja de jóvenes de clase obrera abrazándose con pasión; deciden hacer el amor y la chica manda al chico a comprar un preservativo en un bar junto a la playa. El chico entra en el bar, se sitúa ante la máquina expendedora de preservativos pero de pronto descubre, junto a ésta, otra de helados Magnum. Se rasca los bolsillos y saca una única moneda, con la que sólo puede comprar o el preservativo o el helado. Tras un momento de duda desesperanzada, lo volvemos a ver lamiendo con fruición el helado; y aparece el rótulo: «¡A veces no hay que desviarse de lo prioritario!». Resulta evidente la connotación fálica del helado: en el último plano, cuando el joven lame el helado, sus movimientos rápidos evocan una intensa felación; la invitación a no invertir las propias prioridades tiene así también una clara lectura sexual: mejor una experiencia casi homoerótica de sexo oral que una convencional experiencia heterosexual…
En su análisis de la revolución francesa de 1848 (en La lucha de clases en Francia), Marx presenta un ejemplo parecido de doble engaño: el Partido del Orden que asumió el poder después de la revolución apoyaba públicamente la República, pero, en secreto, creía en la restauración; aprovechaba cualquier ocasión para mofarse de los ritos republicanos y para manifestar «de qué parte estaba». La paradoja, sin embargo, estaba en que la verdad de sus acciones radicaba en esa forma externa de la que en privado se burlaba: esa forma republicana no era una mera apariencia exterior bajo la cual acechaba un sentimiento monárquico, sino que su inconfesado apego monárquico fue lo que les permitió llevar a cabo su efectiva función histórica: instaurar la ley y el orden republicanos y burgueses. Marx recuerda cómo los integrantes del Partido del Orden se regocijaban con sus monárquicos «despistes verbales» contra la República (hablando, por ejemplo, de Francia como un Reino, etc.): esos «despistes» venían a articular las ilusiones fantasmáticas que hacían de pantalla con la que esconder ante sus ojos la realidad social de lo que estaba ocurriendo en la superficie.
Mutatis mutandis, lo mismo cabe decir del capitalista que se aferra a una determinada tradición cultural por considerarla la razón secreta del éxito (como esos ejecutivos japoneses que celebran la ceremonia del té y siguen el código del bushido o, inversamente, el periodista occidental que escudriña el íntimo secreto del éxito japonés): este referirse a una fórmula cultural particular es una pantalla para el anonimato universal del Capital. Lo verdaderamente terrorífico no está en el contenido específico oculto bajo la universalidad del Capital global, sino más bien en que el Capital es efectivamente una máquina global anónima que sigue ciegamente su curso, sin ningún Agente Secreto que la anime. El horror no es el espectro (particular viviente) dentro de la máquina (universal muerto), sino que la misma máquina (universal muerto) está en el corazón de cada espectro (particular viviente).
Se concluye, por tanto, que el problema del imperante multiculturalismo radica en que proporciona la forma (la coexistencia híbrida de distintos mundos de vida cultural) que su contrario (la contundente presencia del capitalismo en cuanto sistema mundial global) asume para manifestarse: el multiculturalismo es la demostración de la homogeneización sin precedentes del mundo actual. Puesto que el horizonte de la imaginación social ya no permite cultivar la idea de una futura superación del capitalismo -ya que, por así decir, todos aceptamos tácitamente que el capitalismo está aquí para quedarse-, es como si la energía crítica hubiese encontrado una válvula de escape sustitutoria, un exutorio, en la lucha por las diferencias culturales, una lucha que deja intacta la homogeneidad de base del sistema capitalista mundial. El precio que acarrea esta despolitización de la economía es que la esfera misma de la política, en cierto modo, se despolitiza: la verdadera lucha política se transforma en una batalla cultural por el reconocimiento de las identidades marginales y por la tolerancia con las diferencias. No sorprende, entonces, que la tolerancia de los multiculturalistas liberales quede atrapada en un círculo vicioso que simultáneamente concede DEMASIADO y DEMASIADO POCO a la especificidad cultural del Otro:
-Por un lado, el multiculturalista liberal tolera al Otro mientras no sea un Otro REAL sino el Otro aséptico del saber ecológico premoderno, el de los ritos fascinantes, etc.; pero tan pronto como tiene que vérselas con el Otro REAL (el de la ablación, el de las mujeres veladas, el de la tortura hasta la muerte del enemigo…), con la manera en que el Otro regula la especificidad de su jouissance, se acaba la tolerancia. Resulta significativo que el mismo multiculturalista que se opone por principio al eurocentrismo, se oponga también a la pena de muerte, descalificándola como rémora de un primitivo y bárbaro sentido de la venganza: precisamente entonces, queda al descubierto su eurocentrismo (su condena de la pena de muerte es rigurosamente «eurocéntrica», ya que la argumenta en términos de la idea liberal de la dignidad y del sufrimiento humanos y depende del esquema evolucionista según el cual las sociedades se desarrollan históricamente desde la primitiva violencia hacia la moderna tolerancia y consiguiente superación del principio de la venganza);
-Por otro lado, el multiculturalista liberal puede llegar a tolerar las más brutales violaciones de los derechos humanos o, cuando menos, no acabar de condenarlas por temor a imponer así sus propios valores al Otro. Recuerdo, cuando era joven, esos estudiantes maoístas que predicaban y practicaban «la revolución sexual»: cuando alguien les hacía notar que la Revolución Cultural promovía entre los chinos una actitud extremadamente «represiva» respecto a la sexualidad, respondían de inmediato que la sexualidad tenía una relevancia muy distinta en su mundo y que no debíamos imponerles nuestros criterios sobre lo que es o no «represivo»: la actitud de los chinos hacia la sexualidad era «represiva» sólo desde unos criterios occidentales… ¿No encontramos hoy actitudes semejantes cuando los multiculturalistas desaconsejan imponer al Otro nuestras eurocéntricas ideas sobre los derechos humanos? Es más, ¿no es esta falsa «tolerancia» a la que recurren los portavoces del capital multinacional para legitimar su principio de «los negocios son lo primero»?
La cuestión fundamental es entender cómo se complementan estos dos excesos, el DEMASIADO y el DEMASIADO POCO. Si la primera actitud no consigue entender la específica jouissance cultural que incluso una «víctima» puede encontrar en una práctica propia de su cultura que a nosotros nos resulta cruel y bárbara (las víctimas de la ablación a menudo la consideran una manera de recuperar su dignidad como mujeres), la segunda, no consigue entender que el Otro puede estar íntimamente dividido, es decir, que lejos de identificarse llanamente con sus costumbres, puede querer alejarse de ellas y rebelarse: entonces la idea «occidental» de los derechos humanos universales bien podría ayudar a catalizar una auténtica protesta contra las imposiciones de su cultura. No existe, en otras palabras, una justa medida entre el «demasiado» y el «demasiado poco». Cuando el multiculturalista responde a nuestras críticas con desesperación: «Cualquier cosa que haga es equivocada: o soy demasiado tolerante con las injusticias que padece el Otro, o le impongo mis valores. Entonces, ¿qué quieres que haga?», debemos responderle: «¡Nada! Mientras sigas aferrado a tus falsos presupuestos, no puedes efectivamente hacer nada!». El multiculturalista liberal no consigue comprender que cada una de las dos culturas activas en esta «comunicación» es prisionera de un antagonismo íntimo que le impide llegar a ser plenamente «sí misma» –que la única comunicación auténtica es la de «la solidaridad en la lucha común», cuando descubro que el atolladero en el que estoy es también el atolladero en el que está el Otro. ¿Significa esto que la solución está en admitir el carácter «híbrido» de toda identidad?
Resulta fácil alabar la naturaleza híbrida del sujeto migrante postmodemo, sin raíces étnicas y fluctuando libremente por entre distintos ámbitos culturales. Por desgracia, se confunden aquí dos planos político-sociales totalmente distintos: por un lado, el licenciado universitario cosmopolita de clase alta o media-alta, armado oportunamente del visado que le permite cruzar fronteras para atender sus asuntos (financieros, académicos…) y «disfrutar de la diferencia»; del otro, el trabajador pobre (in)migrante, expulsado de su país por la pobreza o la violencia (étnica, religiosa) y para el cual la elogiada «naturaleza híbrida» supone una experiencia sin duda traumática, la de no llegar a radicarse en un lugar y poder legalizar su status, la de que actos tan sencillos como cruzar una frontera o reunirse con su familia se conviertan en experiencias angustiosas que exigen enormes sacrificios. Para este sujeto, perder las formas de vida tradicionales supone un gran trauma que trastoca toda su existencia, y decirle que debería disfrutar de lo híbrido, de una identidad que fluctúa a lo largo del día, decirle que su existencia es en sí misma migrante, que nunca es idéntica a sí misma, etc., es de un cinismo semejante al de la exaltación (en su Versión vulgarizada) de Deleuze y Guattari del sujeto esquizoide, cuya rizomática y pulverizada vida haria estallar la pantalla protectora, paranoide y «protofascista», de la identidad fija y estable. Lo que para el (in)migrante pobre es una situación de extremo sufrimiento y desesperación, el estigma de la exclusión, la incapacidad de participar en la vida de su comunidad, se celebra -por parte del distante teórico postmoderno, adaptado y «normal»-como la definitiva afirmación de la máquina subversiva del deseo…

POR UNA SUSPENSIÓN DE IZQUIERDAS DE LA LEY

El planteamiento «tolerante» del multiculturalista elude, por tanto, la pregunta decisiva: ¿cómo reinventar el espacio político en las actuales condiciones de globalización? Politizar las distintas luchas particulares dejando intacto el proceso global del Capital, resulta sin duda insuficiente. Esto significa que deberíamos rechazar la oposición que, en el actual marco de la democracia capitalista liberal, se erige como eje principal de la batalla ideológica: la tensión entre la «abierta» y post-ideológica tolerancia universalista liberal y los «nuevos fundamentalismos» particularistas. En clara oposición al Centro liberal, que presume de neutro, post-ideológico y defensor del imperio de la ley, deberíamos retomar esa vieja idea de izquierdas que sostiene la necesidad de suspender el espacio neutral de la ley.
Tanto la Izquierda como la Derecha tienen su propia idea de la suspensión de la ley en nombre de algún interés superior o fundamental. La suspensión de derechas, desde los anti-dreyfusards hasta Oliver North, confiesa estar desatendiendo el tenor de la ley pero justifica la violación en nombre de determinados intereses nacionales de orden superior: la presenta como un personal y doloroso sacrificio por el bien de la nación. En cuanto a la suspensión de izquierdas, basta recordar dos películas, Under Pire y The Watch on the Rhine, para ilustrarla. La primera relata el dilema al que se enfrenta un reportero gráfico estadounidense durante la revolución nicaragüense: poco antes de la victoria sandinista, los somocistas matan a un carismático líder sandinista, entonces los sandinistas piden al reportero que truque una foto para hacer creer que el líder asesinado sigue vivo y desmentir así las declaraciones de los somocistas sobre su muerte: esto permitiría acelerar la victoria de la revolución y poner fin al derramamiento de sangre. La ética profesional, claro está, prohíbe rigurosamente semejante manipulación ya que viola el principio de objetividad y convierte al periodista en un instrumento de la lucha política. El reportero, sin embargo, elige la opción de «izquierdas» y truca la foto… En Watch on the Rhine, película inspirada en la obra de teatro de Lillian Hellman, el dilema es más profundo. A finales de los años treinta, una familia de emigrantes políticos alemanes, involucrados en la lucha anti-nazi, encuentra refugio en casa de unos parientes lejanos, una típica familia burguesa estadounidense que lleva una existencia idílica en una pequeña ciudad de provincias. Pronto, los exiliados alemanes deben enfrentarse a una amenaza imprevista en la persona de un conocido de la familia estadounidense, un hombre de derechas que los chantajea y que, por sus contactos con la embajada alemana, hace peligrar la red de resistencia clandestina en Alemania. El padre de la familia exiliada decide asesinarlo, poniendo así a sus parientes estadounidenses ante un complejo dilema moral: ya no se trata de ser vacua y moralizantemente solidarios con unas víctimas del nazismo, ahora deben tomar partido, mancharse las manos encubriendo un asesinato… También en este caso, la familia elige la opción de «izquierdas». Por «izquierda», se entiende esa disponibilidad a suspender la vigencia del abstracto marco moral o, parafraseando a Kierkegaard, a acometer una especie de suspensión política de la ética.
Resulta imposible no ser parcial: esta es la lección que se desprende de estos ejemplos, una lección que la reacción occidental durante la guerra de Bosnia trajo de nuevo a la actualidad. Resulta imposible no ser parcial, porque incluso la neutralidad supone tomar partido (en la guerra de Bosnia, el discurso «equilibrado» sobre el «conflicto tribal» balcánico, avalaba de entrada la posición de Serbia): la liberal equidistancia humanitaria puede fácilmente acabar deslizándose y coincidiendo con su contrario y tolerar, de hecho, la más feroz «limpieza étnica». Dicho en pocas palabras: la persona de izquierdas no sólo viola el principio liberal de la neutralidad imparcial, sino que sostiene que semejante neutralidad no existe, que la imparcialidad del liberal está siempre sesgada de entrada. Para el Centro liberal, ambas suspensiones de la ley, la de derechas como la de izquierdas, son en definitiva una misma cosa: una amenaza totalitaria contra el imperio de la ley. Toda la consistencia de la Izquierda depende de su capacidad de poder demostrar que las lógicas detrás de cada una de las dos suspensiones son distintas. Si la Derecha justifica su suspensión de la ética desde su anti-universalismo, aduciendo que la identidad (religiosa, patriótica) particular está por encima de cualquier norma moral o jurídica universal, la izquierda legitima su suspensión de la ética, precisamente, aduciendo la verdadera universalidad que aún está por llegar. O, dicho de otro modo, la Izquierda, simultáneamente, acepta el carácter antagónico de la sociedad (no existe la neutralidad, la lucha es constitutiva) y sigue siendo universalista (habla en nombre de la emancipación universal): para la Izquierda, la única manera de ser efectivamente universal es aceptando el carácter radicalmente antagónico (es decir, político) de la vida social, es aceptando la necesidad «de tomar partido».
¿Cómo dar razón de esta paradoja? Sólo se entiende la paradoja si el antagonismo es inherente a la misma universalidad, esto es, si la misma universalidad está escindida entre una «falsa» universalidad concreta, que legitima la división existente del Todo en partes funcionales, y la exigencia imposible/real de una universalidad «abstracta» (la égaliberté de Balibar). El gesto político de izquierdas por antonomasia consiste, por tanto (en contraste con el lema típico de la derecha de «cada cual en su sitio»), en cuestionar el existente orden global concreto en nombre de su síntoma, es decir, de aquella parte que, aún siendo inherente al actual orden universal, no tiene un «lugar propio» dentro del mismo (por ejemplo, los inmigrantes clandestinos o los sin techo). Este identificarse con el síntoma viene a ser el exacto y necesario contrario del habitual proceder crítico-ideológico que reconoce un contenido particular detrás de determinada noción universal abstracta, es decir, que denuncia como falsa determinada universalidad neutra («el ‘hombre’ de los derechos humanos no es sino el varón blanco y propietario… «); el proceder de izquierdas reivindica enfáticamente (y se identifica con) el punto de excepción/exclusión, el «residuo» propio del orden positivo concreto, como el único punto de verdadera universalidad. Resulta sencillo demostrar, por ejemplo, que la división de los habitantes de un país entre ciudadanos «de pleno derecho» y trabajadores inmigrantes con permisos temporales privilegia a los primeros y excluye a los segundos de la esfera pública (al igual que, el hombre y la mujer no son dos especies de un mismo género humano universal, ya que el contenido de ese género implica algún tipo de «represión» de lo femenino). Más productiva, teorética y políticamente (ya que abre el camino a la subversión «progresista» de la hegemonía), resulta la operación contraria de identificar la universalidad con el punto de exclusión -siguiendo el ejemplo, decir: ¡todos somos trabajadores inmigrantes! En la sociedad estructurada jerárquicamente, el alcance de la auténtica universalidad radica en el modo en que sus partes se relacionan con los «de abajo», con los excluidos de, y por todos los demás (en la antigua Yugoslavia, por ejemplo, los albaneses y los musulmanes bosnios, despreciados por todos los demás, representaban la universalidad). La patética declaración de solidaridad, «¡Sarajevo es la capital de Europa!», fue un claro ejemplo de la excepción encarnando la universalidad: la manera en que la Europa ilustrada y liberal se relacionó con Sarajevo, fuc la manifestación de la idea que esa Europa tenía de sí misma, de su noción universal.
Estos ejemplos indican que el universalismo de izquierdas no precisa reconstruir contenidos neutros de lo universal (una idea de «humanidad» compartida, etc.), sino que se remite a un universal que llega a serlo (que llega a ser «en sí mismo», en términos hegelianos) sólo en cuanto elemento particular estructuralmente desplazado: un particular «desencajado» que, dentro de un determinado Todo social, es precisamente el elemento al que se le impide actualizar en plenitud esa su identidad que se propone como dimensión universal. El demos griego se postuló como universal no por abarcar a la mayoría de la población, tampoco por estar en la parte baja de la jerarquía social, sino por no tener un sitio adecuado en esa jerarquía, y ser destinatario de determinaciones incompatibles que se anulaban unas a otras 0, dicho en términos contemporáneos, por ser un lugar de contradicciones performativas (se les hablaba como iguales -al participar de la comunidad del logos-pero para informarles que estaban excluidos de esa comunidad…). Retomando el clásico ejemplo de Marx: el «proletariado» representa la humanidad entera no por ser la clase más baja y explotada sino porque su misma existencia es una «contradicción viviente»: encarna el desequilibrio fundamental y la incoherencia del Todo social capitalista. Entendemos ahora cómo la dimensión de lo universal se contrapone al globalismo: la dimensión universal «brilla a través» del sintomático y desencajado elemento que pertenece al Todo sin ser propiamente una de su partes. De ahí que la crítica de la eventual función ideológica del concepto de hibridación no debería en ningún caso proponer un retorno a identidades sustanciales: se trata, precisamente, de afirmar lo hibrido como lugar del Universal. Si la heterosexualidad en cuanto norma representa el Orden Global en función del cual cada sexo tiene su sitio asignado, las reivindicaciones queer no son, simplemente, peticiones de reconocimiento de determinadas prácticas sexuales y estilos de vida en cuanto iguales a otros, sino que representan algo que sacude ese orden global y su lógica de jerarquización y exclusión. Precisamente por su «desajuste» respecto al orden existente, los queers representan la dimensión de lo universal (o, mejor dicho, PUEDEN representarla, toda vez que la politización no pertenece de entrada a la posición social objetiva, sino que supone un acto previo de subjetivación). Judith Butler ha arremetido con fuerza contra la oposición abstracta y políticamente reductora entre lucha económica y lucha «simplemente cultural» de los queers por su reconocimiento. Lejos de ser «simplemente cultura!», la forma social de la reproducción sexual está radicada en el centro mismo de las relaciones sociales de producción: la familia nuclear heterosexual es un componente clave y una condición esencial de las relaciones capitalistas de propiedad, intercambio, etc. De ahí que el modo en que la práctica política de los queers contesta y socava la normativizada heterosexualidad represente una amenaza potencial al modo de producción capitalista… Sin duda, había que apoyar la acción política queer en la medida en que «metaforice» su lucha hasta llegar -de alcanzar sus objetivos-a minar el potencial mismo del capitalismo. El problema, sin embargo, está en que, con su continuada transformación hacia un régimen «postpolítico» tolerante y multicultural, el sistema capitalista es capaz de neutralizar las reivindicaciones queers, integrarlas como «estilos de vida». ¿No es acaso la historia del capitalismo una larga historia de cómo el contexto ideológico-político dominante fue dando cabida (limando el potencial subversivo) a los movimientos y reivindicaciones que parecían amenazar su misma supervivencia”. Durante mucho tiempo, los defensores de la libertad sexual pensaron que la represión sexual monogámica era necesaria para asegurar la pervivencia del capitalismo; ahora sabemos que el capitalismo no sólo tolera sino que incluso promueve y aprovecha las formas «perversas» de sexualidad, por no hablar de su complaciente permisividad con los varios placeres del sexo. ¿Conocerán las reivindicaciones queers ese mismo fin?
Sin duda, hay que reconocer el importante impacto liberador de la politización postmoderna en ámbitos hasta entonces considerados apolíticos (feminismo, gays y lesbianas, ecología, cuestiones étnicas o de minorías autoproclamadas): el que estas cuestiones se perciban ahora como intrínsecamente políticas y hayan dado paso a nuevas formas de subjetivación política ha modificado completamente nuestro contexto político y cultural No se trata, por tanto, de minusvalorar estos desarrollos para anteponerles alguna nueva versión del esencialismo económico; el problema radica en que la despolitización de la economía favorece a la derecha populista con su ideología de la mayoóa moral y constituye el principal impedimento para que se realicen esas reivindicaciones (feministas, ecologistas, etc.) propias de las formas postmodernas de la subjetivación política. En definitiva, se trata de promover «el retorno a la primacía de la economía» pero no en perjuicio de las reivindicaciones planteadas por las formas postmodernas de politización, sino, precisamente, para crear las condiciones que permitan la realización más eficaz de esas reivindicaciones.

LA SOCIEDAD DEL RIESGO Y SUS ENEMIGOS

La recientemente popularizada teoría de la «sociedad del riesgo» tiene en su punto de mita estas paradojas de la lógica post-política del actual capitalismo.lI Los riesgos que esta teoría menciona son el calentamiento global, la capa de ozono, la enfermedad de las vacas locas, el peligro de la energía nuclear, las consecuencias imprevisibles de la genética aplicada a la agricultura, etc., riesgos llamados de «baja probabilidad pero de consecuencias desastrosas»: nadie sabe cuán inminente es el riesgo, la probabilidad de que se produzca una catástrofe planetaria es escasa, pero de producirse la catástrofe, sería definitiva. Los biólogos advierten que el creciente recurso a la química en nuestra alimentación y medicación puede traer consigo la extinción del género humano, no por una catástrofe ecológica, sino simplemente porque nos esteriliza -desenlace improbable, pero no menos catastrófico de producirse. Nuestro modus vivendi estaría acosado por unas amenazas nuevas que serían «riesgos inventados, fabricados»: el resultado de la economía humana, de intervenciones tecnológicas y científicas sobre la naturaleza que trastocan de modo tan radical los procesos naturales que ya no es posible rehuir la responsabilidad y dejar que la naturaleza restablezca el equilibrio perdido. Y poco sentido tendría adoptar una actitud New Age contra la ciencia, toda vez que esas amenazas suelen ser invisibles, imperceptibles, sin los instrumentos de diagnóstico de la ciencia: todas estas ideas sobre la amenaza ecológica, desde el agujero de ozono hasta los fertilizantes y abonos químicos que merman nuestra fertilidad, dependen necesariamente de la investigación científica (y de la más avanzada). Aunque los efectos del «agujero de ozono» puedan observarse, su explicación causal en términos de «agujero de ozono» es una hipótesis científica: no existe ningún «agujero de ozono» observable a simple vista, ahí en el cielo. Se trata de riesgos, en cierto modo, generados por una suerte de circuito auto-reflexivo, es decir, no son riesgos provenientes del exterior (pongamos, un gigantesco cometa que se estrella contra la tierra), sino el imprevisible resultado del afán tecnológico y científico que· ponen los individuos en controlar sus vidas y mejorar su productividad. Quizás, el ejemplo más claro de esta inversión dialéctica por la que un nuevo descubrimiento científico, en lugar de limitarse a ampliar nuestro dominio sobre la naturaleza, acaba produciendo nuevos riesgos y nuevas incertidumbres, sean los esfuerzos empeñados en conseguir que, de aquí a unos años, la genética pueda no ya sólo identificar la herencia genética completa de un individuo, sino manipular los genes con el fin de obtener los resultados y cambios deseados (erradicar cualquier posibilidad de cáncer, etc.). Sea como fuere, lejos de producir resultados plenamente previsibles y seguros, esta auto-objetivación especialmente radical (esa situación en la que, parapetado detrás de la fórmula genética, estaría en condiciones de evaluar lo que «soy objetivamente») acaba generando unas incertidumbres aún más radicales respecto a los efectos psico-sociales de la ciencia y de sus aplicaciones (¿Qué pasará con las nociones de libertad y de responsabilidad? ¿Cuáles serán las consecuencias imprevisibles de la manipulación de los genes?).
Esta combinación de baja probabilidad y extrema gravedad de las consecuencias hace que la clásica estrategia aristotélica de evitar los extremos resulte impracticable: parece imposible sostener una posición racional moderada, a medio camino entre el alarmismo (los ecologistas anuncian una catástrofe universal inminente) y la disimulación de la verdad (la minusvaloración de los peligros). La estrategia de la minusvaloración acaso sirva para recordar que el alarmismo se basa en predicciones sólo en parte avaladas por la observación científica, mientras que, por su parte, la estrategia alarmista, claro está, siempre podrá replicar que, cuando las catástrofes se puedan predecir con plena certeza, ya será, por definición, demasiado tarde. Lo cierto es que no existe un procedimiento científico objetivo, o cualquier otro medio, que genere un conocimiento seguro sobre la existencia e incremento de los riesgos: más allá de las multinacionales expertas en explotación o de los organismos gubernamentales especializados en minusvalorar los peligros, no existe ningún modo de establecer con certeza el incremento del riesgo: ni los científicos ni los expertos en previsiones son capaces de proporcionar respuestas concluyentes y cada día nos bombardean con nuevos descubrimientos que vienen a trastocar nuestras pequeñas certezas. ¿Y si se descubriera que la grasa ayuda a prevenir el cáncer? ¿Y si el calentamiento global fuera el resultado de un ciclo natural y aún debiéramos arrojar a la atmósfera más dióxido de carbono? No existe a priori ningún justo medio entre el «exceso» del alarmismo y la tendencia, petrificada en la irresolución, a remitir las cosas a un futuro indefinido con un «No se apuren; estamos a la espera de nuevos datos». En el caso del calentamiento global, la lógica del «Evitemos los extremos: ni la emisión incontrolada de dióxido de carbono ni el cierre inmediato de centenares de fábricas; y dadnos tiempo para actuar» resulta claramente inoperante. Y esta impenetrabilidad no se debe tanto a la «complejidad» como a la reflexividad: la opacidad y la impenetrabilidad (la nueva incertidumbre radical respecto a las consecuencias últimas de nuestros actos) no se deben a que seamos marionetas en manos de algún trascendente Poder planetario (el Destino, la Necesidad histórica, el Mercado), sino, antes al contrario, a que «nadie lleva las riendas», a que «ese poder no existe», no hay ningún «Otro del Otro» manejando los hilos; la opacidad nace, precisamente, porque la sociedad contemporánea es enteramente «reflexiva», ya no existe Naturaleza o Tradición que proporcione una base sólida sobre la que pueda apoyarse el poder, incluso nuestras aspiraciones más íntimas (la orientación sexual, etc.) se viven cada vez más como decisiones a tomar. Cómo alimentar y educar a un niño, cómo desenvolverse en el terreno de la seducción sexual, cómo y qué comer, cómo descansar y divertirse: todos estos ámbitos están siendo «colonizados» por la reflexividad, vividos como cuestiones por resolver y respecto de las cuales tomar decisiones.
El principal atolladero de la sociedad del riesgo reside en la brecha creada entre el conocimiento y la decisión, entre el encadenamiento de las razones y el acto resolutivo del dilema (en términos lacanianos: entre S2 y S1): nadie puede «conocer realmente» el desenlace final; la situación es radicalmente «indecidible» pero, aunque el conocimiento positivo no nos ayuda, TENEMOS QUE DECIDIR. Naturalmente, esta brecha siempre estuvo presente: siempre que una decisión se basa en una sucesión de razones, la decisión acaba «coloreando» retroactivamente esas razones de manera tal que éstas la avalan -baste recordar al creyente sabedor de que los motivos de su creencia no son comprensibles si no para aquellos que ya han decidido creer… Pero en nuestra sociedad del riesgo asistimos a algo mucho más radical: lo opuesto a la elección forzada que menciona Lacan, esto es, esa situación en la que soy libre de elegir siempre que elija correctamente, de modo que lo único que puedo hacer es realizar el gesto vacío de pretender realizar libremente aquello que me viene impuesto. En la sociedad del riesgo, estamos ante algo totalmente distinto: la elección es, efectivamente, «libre» y, por eso mismo, resulta aún más frustrante; continuamente nos vemos impelidos a tomar decisiones sobre cuestiones que incidirán fatalmente sobre nuestras vidas, y las tomamos sin disponer del conocimiento necesario. Lo que Ulrich Beck llama la «segunda Ilustración» viene a ser, en lo relativo a esta cuestión decisiva, la exacta inversión de la aspiración de la «primera Ilustración» de crear una sociedad donde las decisiones fundamentales perderían su carácter «irracional» y se apoyarían plenamente en razones certeras (en la ajustada comprensión del estado de las cosas): la «segunda Ilustración» nos impone a cada uno de nosotros la molesta obligación de tomar decisiones cruciales que pueden afectar a nuestra propia supervivencia sin poder basarlas adecuadamente en el conocimiento; las comisiones gubernamentales de expertas, los comités de ética, etc., existen para conciliar esta apertura radical con esta incertidumbre radical. Lejos de experimentarse como liberadora, esta tendencia a tomar las decisiones con precipitación es, otra vez, vivida como un riesgo obsceno y ansiógeno, una especie de inversión irónica de la predestinación: soy responsable de unas decisiones que he debido tomar sin contar con un conocimiento adecuado de la situación. La libertad de decisión del sujeto de la «sociedad del riesgo» no es la libertad de quien puede elegir su destino, sino la libertad ansiógena de quien se ve constantemente forzado a tomar decisiones sin conocer sus posibles consecuencias. Y nada permite pensar que la politización democrática de las decisiones fundamentales, la participación activa de millares de individuos, pueda mejorar la calidad y pertinencia de las decisiones y reducir, así, de manera eficaz, los riesgos; vale aquí aquella réplica del católico practicante a la crítica del liberal ateo para el que los católicos eran tan estúpidos como para creer en la infalibilidad del Papa: «Nosotros, los católicos, al menos creemos en la infalibilidad de UNA, y sólo una, persona; pero la democracia, ¿no se basa en la idea bastante más peligrosa de la infalibilidad de la mayoría de la población, es decir, la infalibilidad de millones de personas?». El sujeto se encuentra así en una situación kafkiana en la que se siente culpable por no saber los motivos de su culpabilidad: la idea de que las decisiones que ya ha tomado pueden acabar poniéndole en peligro y que no conocerá la verdad de sus decisiones sino cuando ya sea demasiado tarde, no deja de angustiarle. Recordemos aquí el personaje de Forrest Gump, ese perfecto «mediador evanescente», el exacto opuesto del Maestro (el que registra simbólicamente un acontecimiento nombrándolo, inscribiéndolo en el Gran Otro): Gump es el espectador inocente que, sin hacer más que lo que hace, provoca cambios de proporciones históricas. Visita Berlín para jugar al fútbol, envía por descuido la pelota al otro lado del muro y da inicio al proceso que acabará con su caída; visita Washington, se hospeda en el complejo Watergate, en plena noche advierte cosas raras en las habitaciones al otro lado del patio, llama al vigilante y desencadena los acontecimientos que darán con la destitución de Nixon: ¿no es acaso la metáfora misma de la situación que celebran los seguidores de la noción de «sociedad del riesgo», una situación en la, que los efectos finales escapan a nuestra comprensión?
Aunque la disolución de las referencias tradicionales sea el motivo clásico de la modernización capitalista del siglo diecinueve descrito numerosas veces por Marx (el credo del «todo lo sólido se desvanece en el aire»), el eje principal del análisis marxiano es que esa inaudita disolución de la totalidad de las formas tradicionales lejos dar paso a una sociedad donde los individuos rigen colectiva y libremente sus vidas, ‘genera su propia forma de desarrollo, un desarrollo anónimo enmascarado por las relaciones de mercado. Por un lado, el mercado alimenta una dimensión fundamental del riesgo: es un mecanismo impenetrable que, de un modo totalmente imprevisible, tanto puede arruinar los esfuerzos del trabajador honesto como enriquecer al dudoso especulador -nadie sabe cómo se resuelve una especulación. Pero, aunque los actos pudieran tener consecuencias imprevisibles e inesperadas, persistía entonces la idea de que la «mano invisible del mercado» las coordinaba; eran las premisas de la ideología del libre mercado: cada uno persigue sus propios intereses pero el resultado final de la confrontación e interacción entre las múltiples iniciativas individuales y los distintos propósitos contrapuestos es el equilibrio social global. En esta idea de «la astucia de la Razón», el gran Otro persiste como Sustancia social en la que todos participan con sus actos, como el agente espectral y misterioso que acaba restableciendo el equilibrio. La idea marxista fundamental, claro está, es que esta figura del gran Otro, de la Sustancia social alienada, es decir, del mercado anónimo como forma moderna del desarrollo, puede ser sustituida de modo que la vida social quede sometida al control de la «inteligencia colectiva» de la humanidad. Marx se ceñía así a los límites de la «primera modernización» que aspiraba a establecer una sociedad transparente a sí misma y regulada por la «inteligencia colectiva»; poco importa que ese proyecto se realizara perversamente con el socialismo-realmente-existente” fue quizá (más allá de la extrema incertidumbre de los destinos individuales, al menos en la época de las purgas políticas paranoicas) el intento más radical de superar la incertidumbre inherente a la modernización capitalista. La (tibia) atracción ejercida por el socialismo real queda perfectamente reflejada en el eslogan electoral del partido socialista de Slobodan Milosevic durante las primeras elecciones «libres» en Serbia: «¡Con nosotros, ninguna incertidumbre!». No obstante la pobreza y tristeza de la vida cotidiana, no había motivos para preocuparse por el futuro; la mediocre existencia de cada uno estaba asegurada: el partido seguiría encargándose de todo, es decir, tomaría todas las decisiones. Pese a su desprecio por el régimen, la gente confió en «él», se remitió a «él», creyendo que alguien’ todavía llevaba las riendas y se encargaba de todo. Había algo de perversa liberación en esta posibilidad de trasladar el peso de la responsabilidad a las espaldas del Otro: la realidad no era en definitiva «nuestra» (de las personas normales) sino que LES pertenecía (al partido y su nomenklatura); su grisácea monotonía daba fe de su reino opresivo pero, paradójicamente, también hacía más llevadera la vida: se podía bromear sobre los problemas de la vida cotidiana, sobre la falta de bienes básicos como la sopa o el papel higiénico y, aunque padeciéramos las consecuencias materiales de estas penurias, los chistes se dirigían A ELLOS Y se los dirigíamos desde nuestra posición exterior, liberada. Ahora que ELLOS han dejado el poder, nos vemos repentina y brutalmente obligados a asumir la siniestra monotonía: ya no se encargan ELLOS, lo tenemos que hacer nosotros… En la sociedad del riesgo «postmoderna» ya no hay «mano invisible» que, ciegamente o como sea, acabe restableciendo el equilibrio, ningún Otro Escenario en el que se lleven las cuentas, ningún Otro Lugar ficticio donde, como en un Juicio final, se examinen y juzguen nuestros actos. No sólo desconocemos el sentido final de nuestros actos, sino que no existe ningún mecanismo global que regule nuestras interacciones: ESTO es lo que significa la inexistencia, específicamente postmoderna, del gran Otro. Si Foucault hablaba de las «estrategias sin sujeto» a las que recurre el Poder para reproducirse, nosotros nos enfrentamos a una situación diametralmente opuesta: unos sujetos prisioneros de las consecuencias imprevisibles de sus actos y que tampoco pueden contar con alguna estrategia global que abarque y regule sus interacciones. Los individuos, atrapados como siguen en el paradigma modernista tradicional, buscan desesperadamente una instancia que legítimamente pueda ocupar la posición del «Sujeto que Sabe» y venga a avalar sus decisiones: comités de ética, comunidad científica, autoridades gubernamentales o el gran Otro paranoico, el Maestro invisible de las teorías de la conspiración.
¿Qué es, entonces, lo que no acaba de encajar en la teoría de la sociedad del riesgo? Acaso, ¿no acepta plenamente la inexistencia del gran Otro y no analiza las consecuencias ético-políticas de esa ausencia? Lo cierto es que, contradictoriamente, esta teoría es, simultáneamente, demasiado específica y demasiado genérica. Por un lado, aunque recalque cómo la «segunda modernización» nos obliga a transformar nuestras ideas sobre la acción humana, la organización social o, incluso, sobre el desarrollo de nuestras identidades sexuales, la teoría subestima el impacto de la nueva lógica social en todo lo relativo al emergente estatuto de la subjetividad. Por otro lado, aunque conciba la fabricación de riesgos e incertidumbres como una forma universal de la vida contemporánea, esta teoría no analiza las raíces socio-económicas de esa fabricación. Sostengo, por mi parte, que el psicoanálisis y el marxismo, obviados por los teóricos de la sociedad del riesgo en tanto que expresiones superadas de la primera ola de modernización (el esfuerzo racionalizador por desentrañar el impenetrable Inconsciente y la idea de una sociedad transparente a El malestar en la sociedad del riesgo sí misma controlada por la «inteligencia colectiva»), sí pueden contribuir a la comprensión crítica de la subjetividad y de la economía.

EL MALESTAR EN LA SOCIEDAD DEL RIESGO

El psicoanálisis no es una teoría que lamente la desintegración de las antiguas modalidades tradicionales de la estabilidad y la sabiduría o que vea en esa desintegración el origen de las neurosis modernas e invite a descubrir nuestras raíces en una sabiduría arcaica o en el profundo conocimiento de sí mismo (la versión junguiana); tampoco es una versión más del moderno conocimiento reflexivo que nos enseñe a vislumbrar y controlar los secretos más íntimos de nuestra vida psíquica. En lo que se concentra el psicoanálisis, lo que constituye su objeto de estudio predilecto, son las consecuencias inesperadas de la desintegración de las estructuras tradicionales que regulan la vida libidinal: procura entender porqué el debilitamiento de la autoridad patriarcal y la desestabilización de los roles sociales y sexuales genera nuevas angustias y no da paso a un Mundo feliz (Brave New World) en el que los individuos entregados al creativo «cuidado de sí mismos» disfruten con la permanente modificación y reorganización de sus múltiples y fluidas identidades.
La cuestión es que los teóricos de la sociedad del riesgo subestiman el carácter radical de este cambio: aunque hablen de la universalización de la reflexividad, de la desaparición de la Naturaleza y de la Tradición o de una «segunda Ilustración» que deja en meras ingenuidades las incertidumbres de la primera modernización, omiten abordar la cuestión fundamental de la subjetividad: su sujeto sigue siendo el sujeto moderno, capaz de razonar y de reflexionar libremente, de decidir y seleccionar sus propias normas, etc. Su error es el mismo que el de las feministas que quieren abolir el complejo de Edipo, etc., pero siguen contando con la forma básica de la subjetividad generada por el complejo de Edipo (el sujeto libre de razonar y decidir, etc.) pensando, no obstante, poder dejar indemne al sujeto.
Acaso el ejemplo más claro de la universalización de la reflexividad en nuestras vidas (y de la consiguiente retirada del gran Otro, de la pérdida de eficiencia simbólica) es un fenómeno conocido hoy por la mayoría de los psicoanalistas: la creciente ineficacia de la interpretación psicoanalítica. El psicoanálisis tradicional se apoyaba en una noción sustancial del Inconsciente. El Inconsciente era el «continente oscuro» no-reflexivo, la impenetrable sustancia «descentrada» del ser, que debía ser laboriosamente penetrada, meditada, mediatizada por la interpretación. Hoy en día, las formaciones del Inconsciente (desde los sueños a los síntomas histéricos) dejaron atrás toda su inocencia: las «asociaciones libres» del analista cultivado consisten principalmente en intentar proporcionar una explicación psicoanalítica de los trastornos, de modo que cabe decir que ya no estamos, simplemente, ante interpretaciones junguianas, kleinianas o lacanianas de los síntomas, sino ante síntomas junguianos, kleinianos o lacanianos, es decir, síntomas cuya manifestación remite implícitamente a determinada teoría psicoanalítica. Naturalmente, el triste resultado de esta reflexivización omnicomprensiva de la interpretación (todo es interpretación, el Inconsciente se interpreta a sí mismo…) es que la interpretación del analista pierde su «eficiencia simbólica», performativa, y deja al síntoma incólume en su jouissance idiota. En otras palabras, lo que acontece en la terapia psicoanalítica es algo parecido a la paradoja antes evocada del skinhead neonazi: ante la tesitura de tener que explicar su violencia, empieza inopinadamente a disertar como un trabajador social, un sociólogo o un psicólogo social y a mencionar la inexistente movilidad social, la creciente inseguridad, la crisis de la autoridad paterna o la falta de amor materno en su infancia -cuando el gran Otro en cuanto sustancia de nuestro ser social se desintegra, la unidad de método y la reflexión que encarnaba se desintegran en una violencia brutal y su capacidad interpretativa se toma impotente, ineficaz. Esta impotencia de la interpretación es el reverso inevitable de la universalizada reflexividad celebrada por los teóricos de la sociedad del riesgo: es como si nuestro poder reflexivo no pudiese operar sino extrayendo su fuerza de, y apoyándose sobre, algún soporte sustancial «pre-reflexivo», mínimo, cuya comprensión elude, de manera que la universalización de ese soporte va acompañada de la pérdida de eficacia, es decir, de la reemergencia paradójica de lo Real primitivo, de la violencia «irracional», impermeable e insensible a la interpretación reflexiva.
El análisis que de la familia hace la teoría de la sociedad del riesgo refleja claramente sus limitaciones a la hora de dar cuenta de las consecuencias de la reflexivización. Esta teoría señala acertadamente cómo la relación paterno-filial en la familia tradicional constituía el último reducto de la esclavitud legal en las sociedades occidentales: una parte importante de la sociedad (los menores) no tenía reconocida su responsabilidad y su autonomía y quedaba atrapada en una relación de esclavitud respecto a sus padres, que controlaban sus vidas y eran responsables de sus actos. Con la modernización reflexiva, los hijos son tratados como sujetos responsables con libertad de elección (en los procesos de divorcio, pueden influir en la decisión acerca de la custodia; tienen la posibilidad de emprender un proceso judicial contra sus padres si consideran que sus derechos humanos han sido vulnerados, etc. etc.); en definitiva, la paternidad ya no es una noción natural-sustancial, sino que, en cierto modo, se politiza; se transforma en ámbito de elección reflexiva. ¿No cabe, sin embargo, pensar que la «familización» de la vida pública profesional es la contrapartida a esta reflexivizaci6n de las relaciones familiares, por la cual la familia pierde su naturaleza de entidad inmediata-sustancial y sus miembros su estatuto de sujetos autónomos? Instituciones que nacieron como antídotos a la familia funcionan cada vez más como familias de sustitución, permitiéndonos de un modo u otro prolongar nuestra dependencia, nuestra inmadurez: la escuela, incluso la universidad, asumen cada vez más una .función terapéutica, las empresas proporcionan un nuevo hogar familiar, etc. La clásica situación en la que, completado el período educativo y de dependencia, el joven se adentra en el universo adulto de la madurez y de la responsabilidad queda sometida a una doble inversión: por un lado, el niño accede a la condición de individuo responsable y maduro pero, simultáneamente, su infancia queda indefinidamente prolongada, es decir, el niño no se verá realmente obligado a «crecer», toda vez que las instituciones que ocupan el lugar de la familia funcionan como Ersatz de la familia, proporcionando un entorno propicio a los empeños narcisistas… Con objeto de comprender el alcance de esta mutación, puede ser útil rescatar el triángulo elaborado por Hegel: familia, sociedad civil (la interacción libre de individuos ejerciendo su libertad reflexiva) y Estado. La construcción hegeliana distingue entre la esfera privada de la familia y la esfera pública de la sociedad civil, una distinción que va desapareciendo, en tanto que la vida familiar se politiza (se transforma en ámbito público) y la vida pública profesional se «familiariza» (las personas participan en ella como miembros de una gran familia y no como individuos «maduros» y responsables). No se trata aquí, por tanto, como insisten en señalar la mayoría de las feministas, de un problema de autoridad patriarcal y de emancipación; el problema radica, más bien, en las nuevas formas de dependencia que siguen a la decadencia de la autoridad patriarcal simbólica. En los años treinta, Max Horkheimer. al analizar la autoridad y la familia, ya advirtió las ambiguas consecuencias de la progresiva desintegración de la autoridad paterna en la sociedad capitalista: la familia nuclear moderna no era sólo la célula elemental de lo social y el caldo de cultivo de las personalidades autoritarias, sino que era, simultáneamente, la estructura en la que se generaba el sujeto crítico «autónomo», capaz de contrastar el orden social dominante con sus convicciones éticas, de modo que el resultado inmediato de la desintegración de la autoridad paterna también traía consigo la emergencia de eso que los sociólogos llaman la personalidad conformista, «guiada por otro». Hoy en día, con el desplazamiento hacia la personalidad narcisista, ese proceso se acentúa aún más y se adentra en una nueva fase.
Una vez socavado definitivamente el sistema patriarcal y ante un sujeto liberado de todas las ataduras tradicionales. dispensado de toda Prohibición simbólica interiorizada, decidido a vivir sus propias experiencias y a perseguir su proyecto de vida personal, etc., la pregunta fundamental es la que se refiere a los «apegos apasionados», inconfesados, que alimentan la nueva libertad reflexiva del sujeto liberado de las ataduras de la Naturaleza y/o de la Tradición: la desintegración de la autoridad simbólica pública («patriarcal») se ve contrarrestada por un «apego apasionado» al sometimiento, un vínculo aún más inconfesado, como parece indicar, entre otros fenómenos, la multiplicación de parejas lesbianas sadomasoquistas, donde la relación entre las dos mujeres obedece a la estricta, y muy codificada, configuración Amo-Esclavo: la que manda es la «superior», la que obedece, la «inferior», la cual, para ganarse la estima de la «superior», debe completar un difícil proceso de aprendizaje. Si es un error interpretar esta dualidad «superior/inferior» como prueba de una «identificación con el agresor (varón)» directo, no menos erróneo es comprenderla como una imitación paródica de las relaciones patriarcales de dominación: se trata, más bien, de la auténtica paradoja de la forma de coexistencia libremente consentida Amo-Esclavo, que proporciona una profunda satisfacción libidinal en la medida en que, precisamente, libera a los sujetos de la presión de una libertad excesiva y de la ausencia de una identidad determinada. La situación clásica queda así invertida: en lugar de la irónica subversión carnavalesca de la relación Amo-Esclavo, estamos ante unas relaciones sociales entabladas entre individuos libres e iguales, donde el «apego apasionado» a determinada forma extrema, y estrictamente organizada, de dominación y sumisión se convierte en el origen inconfesado de una satisfacción libidinal, en obsceno suplemento a una esfera pública hecha de libertad e igualdad. La rígidamente codificada relación Amo-Esclavo se presenta, en definitiva, como la manifestación de una «intrínseca trasgresión» por parte de unos sujetos que viven en una sociedad donde la totalidad de las formas de vida se plantean como un asunto de libre elección de estilos de vida.
Pasemos a las relaciones socio-económicas de dominación propias de la constelación «postmoderna». Aquí, merece la pena analizar la imagen pública de Bill Gates. Poco importa la exactitud fáctica del personaje (¿es Gates realmente así?). Lo relevante es que el personaje empezó a funcionar como un icono: colmó algún vacío fantasmático (aunque la imagen pública no se corresponda con el «verdadero» Gates, revela en todo caso la estructura fantasmática subyacente). Gates no un Padre-Maestro patriarcal; tampoco es un Big Brother dueño de un monstruoso imperio burocrático, alojado en una inaccesible última planta y protegido por un ejército de secretarias y asistentes, es, más bien, un small brother: su misma mediocridad confirma que se trata de una monstruosidad tan fantástica que ya no puede asumir apariencias conocidas. Estamos ante el atolladero del Doble, en su manifestación más violenta, ese atolladero que nos devuelve a nosotros mismos y que, simultáneamente, anuncia una extraña y monstruosa dimensión (los titulares de prensa, las caricaturas y los fotomontajes que se refieren a Gates resultan, en este sentido, muy significativos: lo presentan Como un tipo sencillo, cuya hipócrita sonrisa, sin embargo, delata una dimensión monstruosa que no puede representarse y que amenaza con hacer añicos esa apariencia de tipo sencillo). En los años sesenta y setenta, se vendían unas postales eróticas con chicas en bikini o en blusa, si se giraba ligeramente la postal o sc miraba desde un ángulo ligeramente distinto, el vestido desaparecía por arte de magia y se veía a las chicas totalmente desnudas; algo parecido ocurre con la imagen de Bill Gates: sU rostro afable, observado desde un ángulo ligeramente distinto, adquiere una siniestra y amenazante dimensión.
El aspecto decisivo del icono Bill Gates radica en que se le percibe como un antiguo hacker que ha triunfado, entendiendo por hacker al subversivo/marginal-anti-elitista que altera el funcionamiento normal de los grandes imperios burocráticos. La idea fantasmática subyacente es que Gates es un gamberro marginal y subversivo que se adueñó del poder y se presenta ahora como un respetable empresario… En Bill Gates, el Small Brother, el tipo cualquiera, coincide con, y esconde, la figura del Genio del Mal que aspira a controlar nuestras vidas. En las viejas películas de James Bond, ese Genio del Mal era un personaje excéntrico, extravagante, que a veces vestía uniforme gris-maoísta proto-comunista: en el caso de Gates, el ridículo disfraz ya no es necesario; el Genio del Mal adopta la cara del vecino de enfrente. En otras palabras, el icono Bill Gates le da la vuelta a la imagen de! superhéroe que en su vida diaria es un tipo cualquiera, incluso torpe (Superman: sin traje, apocado y tímido periodista): el icono tiene ahora el rostro del chico cualquiera, no el del superhéroe. No conviene, por tanto, confundir al «cualquiera» Bill Gates con las formas supuestamente típicas del patriarcado tradicional. El que el patriarca tradicional no consiguiera rematar sus faenas, resultara ser siempre imperfecto, marcado por algún fracaso o debilidad, antes que minar su autoridad simbólica le servía de apoyo, dejando al descubierto el abismo constitutivo entre la función puramente formal de la autoridad simbólica y el individuo empírico que la detenta. Frente a ese abismo, el «cualquiera» de Bill Gates refleja una idea distinta de la autoridad, la del superyó obsceno operando en lo Real.
Hay un viejo cuento europeo en el que unos enanos precavidos (generalmente dominados por un mago malvado), salen durante la noche de sus escondites, cuando la gente duerme, para realizar sus tareas (recoger la casa, lavar los platos…), de modo que cuando por la mañana la gente despierta se encuentra con que las tareas que les aguardaban, mágicamente, ya están hechas. Este motivo se repite desde El Oro del Rin de Richard Wagner (los Nibelungos que trabajan en sus cuevas, bajo las órdenes de su cruel amo, el enano Alberich) hasta Metrópolis de Fritz Lang, donde los esclavizados obreros de la industria viven y trabajan en las profundidades de la tierra para producir la riqueza de los dirigentes capitalistas. Esta imagen de unos esclavos «bajo tierra» dirigidos por un Amo malvado y manipulador nos remite a la antigua dualidad entre las dos modalidades del Amo, el Maestro simbólico público y el Mago malvado secreto que maneja los hilos de lo real y trabaja de noche. Cuando el sujeto está investido de una autoridad simbólica, actúa como apéndice de su título simbólico; ese título es el gran Otro, la institución simbólica, que actúa a través de él; baste recordar la figura del juez: éste podrá ser un individuo miserable y corrupto, pero cuando viste la toga sus palabras son las palabras de la Ley. Por contra, el Amo «invisible» (el caso paradigmático es la imagen antisemita del «Judío» que, en la sombra, maneja los hilos de la vida social) es como un misterioso doble de la autoridad pública: debe actuar en la sombra, irradiando una atmósfera fantasmática, una omnipotencia espectral.!’ He aquí, entonces, la novedad del icono Bill Gates: la desintegración de la autoridad simbólica patriarcal, del Nombre del Padre, da paso a una nueva figura del Amo que es, simultáneamente, nuestro igual, nuestro semejante, nuestro doble imaginario y que, por esta razón, se ve fantasmáticamente dotado de otra dimensión, la del Genio del Mal. En términos lacanianos: la suspensión del yo ideal, de la figura de la identificación simbólica, es decir, la reducción del Amo a un ideal imaginario, da inevitablemente paso a su anverso monstruoso, a la figura superyoica del omnipotente genio del mal que controla nuestras vidas. En esta figura, el imaginario (la apariencia) y lo real (de la paranoia) se juntan, ante la suspensión de la eficacia simbólica.
El derrumbe de la autoridad simbólica paterna tiene por tanto dos facetas. Por un lado, las interdicciones simbólicas quedan sustituidas por ideales imaginarios (de éxito social, de belleza corporaL); por otro, la ausencia de prohibición simbólica queda potenciada con la reemergencia de figuras feroces del superyó. Estamos entonces ante un sujeto extre
En defensa de la intolerancia
madamente narcisista, es decir, que percibe cualquier cosa como una amenaza potencial para su precario equilibrio imaginario (la universalización de la lógica de la victimización es significativa: el contacto con otro ser humano se vive como una amenaza potencial; si el otrO fuma, si me lanza una mirada golosa, ya me está agrediendo). En cualquier caso, lejos de permitirle flotar libremente en su plácido equilibrio, este repliegue narcisista entrega al sujeto a la (no tan) suave suerte de la compulsión superyoica de gozar. La subjetividad supuestamente «postmoderna» induce así, ante la ausencia de Prohibición simbólica, una especie de «superyoización» directa del Ideal imaginario; los hackers-programadores «postmodernos», esos extravagantes excéntricos contratados por las grandes empresas para seguir con sus juegos en un ambiente informal, son un buen ejemplo de esto. Se les conmina a ser lo que son, a responder a sus idiosincrasias más íntimas; se les permite ignorar las normas sociales del vestir y del trato (sólo se ciñen a unas pautas básicas, de distante tolerancia hacia la idiosincrasia de los demás); están, en cierto modo, realizando una especie de utopía proto-socialista que anula la oposición entre actividad comercial alienada, lucrativa, y el pasatiempo privado al que se juega, por placer, los sábados y domingos. De alguna manera, su trabajo es su pasatiempo, de ahí que pasen horas y horas, fines de semana incluidos, en sus puestos de trabajo, delante de la pantalla del ordenador: cuando a alguien le pagan para entregarse a su pasatiempo favorito, se acaba sometiendo a una presión del superyó incomparablemente más fuerte que la de aquella «ética protestante del trabajo». En esto radica la intolerable paradoja de esta «desalienación» postmoderna: ninguna tensión opone mis pulsiones creativas idiosincrásicas más íntimas a una Institución que no las aprecia y desea reprimirlas para «normalizarme»; lo que pretende conseguir la conminación superyoica de la empresa postmoderna tipo Microsoft es, precisamente, toda mi idiosincrásica creatividad -les resultaré inútil tan pronto como pierda esa «perversión traviesa», esa faceta subversiva «tan contra-cultural» y empiece a comportarme como un adulto «normal», Se produce así una extraña alianza entre el núcleo duro, rebelde y subversivo, de mi personalidad, mi «perversión traviesa», y la Empresa exterior.
¿Qué es entonces el superyó frente a la Ley Simbólica? La figura paterna (que en cuanto autoridad simbólica es simplemente «represiva») dice al niño: «Debes ir al cumpleaños de mamá y comportarte bien, aunque no te apetezca; lo que pienses no me interesa, ¡vas y punto!» La figura del superyó, por contra, dice al niño: «Aunque sepas muy bien lo mucho que le gustaría a mamá verte, debes ir a verla sólo si realmente quieres, si no ¡mejor te quedas en casa!». La astucia del superyó radica en la falsa apariencia de una libre elección que, como sabe cualquier niño, es en verdad una elección forzada que genera un orden aún más opresivo; no sólo, hay que comprender que «!Debes ir a ver a mamá, y lo que pienses es irrelevante!», sino que «¡Debes ir a ver a mamá, y por encima de todo, DEBES IR ENCANTANDO!»; el superyó ordena adorar hacer lo que hay obligación de hacer. Algo parecido ocurre en una pareja: cuando la esposa dice al marido «‘¡Podríamos ir a ver a mi hermana, pero sólo si te apetece!», la orden dada implícitamente es, naturalmente, la siguiente: «No sólo debes querer ir a ver a mi hermana, sino que además debes hacerlo con ganas, voluntariamente, por tu propio gusto, y no como un favor que me haces». La prueba de esto está en lo que ocurre cuando el desafortunado cónyuge toma la oferta como si de una auténtica elección libre se tratara y decide responder con la negativa; la previsible reacción de la esposa será entonces: «i ¿Cómo puedes decir eso?! ¡¿Cómo puedes ser tan cruel?! !¿Pero qué te ha hecho mi pobre hermana para que la detestes así?!».

LA SEXUALIDAD HOY

¿Cómo afecta esta triste situación a la sexualidad? Hoy en día, la oposición entre la reflexivización y la nueva inmediatez es parecida a la que existe entre la sexualidad científica y la espontaneidad New Age: ambas acaban, en definitiva, con la sexualidad, con la pasión sexual. La primera opción, la sexualidad bajo el prisma científico, tiene dos modalidades. La primera es el intento de abolir la función procreadora de la sexualidad a través de la clonación. Poco importa que nos topemos de nuevo aquí, a propósito de la clonación, con la inversión de esa verdad escondida de Kant: el ¡Puedes, porque debes! queda en un ¡No puedes, porque no deberías! El argumento de los que se oponen a la clonación consiste en decir que no deberíamos hacerla, al menos con los seres humanos, porque no se puede reducir al ser humano a una entidad positiva de la que se manipulen los atributos psíquicos más íntimos. ¿No se trata, acaso, de otra variación del wittgensteiniano «Wovon man nicht sprechen KANN, davon MUSS man schweigen!» («De lo que no se puede hablar, se debe guardar silencio!)»?
El miedo subyacente expresado por esta prohibición es, naturalmente, el miedo a la inversión del orden racional: debemos afirmar que no podemos hacerlo, porque de lo contrario podríamos acabar haciéndolo, provocando una catástrofe ética. Esta paradoja de prohibir lo imposible alcanza su paroxismo en la reacción conservadora de la iglesia católica: si los cristianos creen en la inmortalidad del alma humana, en el carácter único de la personalidad humana, en que el ser humano no es simplemente el resultado de la interacción entre un código genético y un entorno, entonces, ¿por qué oponerse a la clonación y a las manipulaciones genéticas? Estos cristianos que se oponen a la clonación caen en el juego consistente en prohibir lo imposible: si la manipulación genética no puede afectar la esencia misma de la personalidad humana, entonces, ¿por qué deberíamos prohibirla? Dicho de otro modo, los cristianos contrarios a la clonación, ¿no están aceptando implícitamente el poder de la manipulación científica, su capacidad de trastocar la esencia de la personalidad? Naturalmente, responderán que si el ser humano se considera tan sólo el resultado de la interacción entre su código genético y el entorno, está renunciando voluntariamente a su dignidad: la cuestión ya no es entonces la manipulación genética como tal, sino el que, aceptándola, el hombre demuestra concebirse a sí mismo como una máquina biológica más, desprendiéndose, así, por su propia iniciativa, de su única dignidad. Ante este argumento, cabe reiterar la pregunta: ¿por qué no aceptar la manipulación genética y simultáneamente recalcar que el ser humano es un ser libre y responsable, toda vez que consideramos que las manipulaciones no pueden modificar la esencia del alma? ¿Por qué razón los críticos cristianos siguen diciendo que el ser humano no debería inmiscuirse en el «misterio insondable de la concepción»? Pareciera que están diciendo que, si seguimos con las investigaciones genéticas, podríamos acabar descubriendo algún secreto que mejor sería no descubrir: que si se clona un cuerpo, también podríamos estar clonando un Alma inmortal…
Se plantea aquí una alternativa ético-ontológica de primer orden. La polémica suscitada por el proyecto de clonación no es sino una reedición de la clásica reacción a toda gran invención tecnológica, desde la máquina al ciberespacio: el furor moral y el miedo, que expresan la inicial perplejidad del sujeto, se van disolviendo en una «normalización»; la nueva invención paulatinamente entra en nuestras vidas, aprendemos a utilizarla, ajustamos nuestro comportamiento para con ella… Pero con la clonación las cosas son más radicales: se trata de la esencia misma de la «libertad humana». En un artículo publicado en el Süddeutsche Zeitung, Jürgen Habermas se sumaba a los contrarios a la clonación desarrollando un razonamiento que suscita una interesante paradoja. La clonación generaría, según él, una situación semejante a la esclavitud: una parte inherente al ser humano, una parte que, al menos parcialmente, co-determina su identidad psíquica y corporal, sería el resultado de una intervención/manipulación inducida por la iniciativa de otro ser humano. La problematicidad ética de la clonación radica en que la base genética -que hasta ahora depende del ciego azar de la herencia biológica-pasaría a estar, al menos en parte, determinada por la decisión y la intervención conscientes (es decir, libres) de otra persona: lo que hace no-libre al individuo manipulado, lo que le priva de parte de su libertad, es, paradójicamente, el hecho de que lo que antes se dejaba al albur del azar (a la ciega necesidad natural) pasa a depender de la libre elección de otra persona. Hay aquí, sin embargo. una diferencia decisiva respecto a la esclavitud: cuando un esclavo queda sometido a la Voluntad ajena, pierde su libertad personal; pero cuando se produce un clan, y su genoma (los seis billones de genes que recogen la totalidad del «conocimiento» heredado) es modificado por la manipulación genética, nada permite afirmar que pierde su libertad; tan sólo, la parte que dependía antes del azar queda subordinada a la libertad ajena. La analogía con la liberación del esclavo no sería aquí ni la liberación del sujeto de su determinación por el código genético, ni una situación en la que el sujeto, tras haber madurado y aprendido biotecnología, sea capaz de manipularse, de intervenir en su propio cuerpo para modificarlo según su libre elección, la analogía sería simplemente el gesto negativo consistente en abolir la determinación del código genético por la decisión y la intervención/manipulación ajena; esto es, el sujeto reconquistaría la libertad en la medida en que la estructura de su genoma quedara de nuevo en manos del ciego azar de la necesidad natural… Esta solución, ¿no viene a significar que un mínimo de ignorancia es la condición de nuestra libertad o, por decirlo de otro modo, que el exhaustivo conocimiento del genoma y la consiguiente intervención ¡manipulación nos privarían de una parte de nuestra libertad? La disyuntiva es clara: o nuestro genoma nos determina, somos simples «máquinas biológicas», y, entonces, pretender prohibir la clonación y las manipulaciones genéticas es sólo una estrategia desesperada para evitar lo inevitable: se mantiene el simulacro de nuestra libertad poniendo restricciones al conocimiento científico y a las capacidades tecnológicas; o nuestro genoma no nos determina en absoluto y, en tal caso, no hay ningún motivo para la alarma, toda vez que la manipulación de nuestro código genético no afecta realmente a la esencia de nuestra identidad personal…
En lo relativo a la manipulación de la esencia misma de la sexualidad, la intervención científico-médica directa, queda perfectamente reflejada en la triste historia del Viagra, esa píldora milagrosa que promete recuperar la potencia sexual masculina de un modo puramente bio-químico, obviando toda la problemática de las inhibiciones psicológicas. ¿Cuáles serán los efectos psíquicos del Viagra, de demostrar poder cumplir su promesa? Para los que vienen lamentándose que el feminismo supone una amenaza para la masculinidad (la confianza en sí mismos de los hombres habría quedado gravemente minada por estar sometidos al fuego permanente de las agresiones de las mujeres emancipadas que se liberan de la dominación patriarcal: rechazan cualquier insinuación de carácter sexual pero al mismo tiempo exigen plena satisfacción sexual por parte de sus compañeros masculinos), para ellos, el Viagra ofrece una escapatoria fácil a su triste y ansiógena situación: ya no hay motivo para preocuparse, podrán estar a la altura de las circunstancias. Por otra parte, las feministas podrán proclamar alto y fuerte que, en definitiva, el Viagra deshace la mística de la potencia masculina y equipara efectivamente a los hombres con las mujeres… Lo menos que cabe decir contra este segundo planteamiento, es que simplifica el funcionamiento real de la potencia masculina: lo que, de hecho, le confiere un estatuto místico, es el peligro de impotencia. En la economía psíquica sexual masculina, la sombra siempre presente de la impotencia, el pavor a que en la próxima relación el pene no entre en erección, es esencial en la definición de la potencia masculina. La paradoja de la erección consiste en lo siguiente: la erección depende enteramente de mí, de mi mente (como en el chiste: «¿Cuál es el objeto más práctico del mundo? El pene, ¡porque es el único que funciona con un sencillo pensamiento!»); pero, simultáneamente, es algo sobre lo que no tengo ningún control (si los ánimos no son los adecuados, ningún esfuerzo de concentración o de voluntad podrá provocarla; de ahí que, según San Agustín, el que la erección escape al control de la voluntad es un castigo divino que sanciona la arrogancia y la presunción del hombre, su deseo de convertirse en dueño del universo…). Por decirlo con los términos de la crítica de Adorno contra la mercantilización y la racionalización: la erección es uno de los últimos vestigios de la auténtica espontaneidad, algo que no puede quedar totalmente sometido por los procedimientos racional-instrumentales. Este matiz infinitesimal (el que no sea nunca directamente «yo», mi Yo, el que decide libremente sobre la erección), es decisivo: un hombre sexualmente potente suscita atracción y deseo no porque su voluntad gobierne sus actos, sino porque esa insondable X que decide, más allá del control consciente, la erección, no le plantea ningún problema.
La cuestión esencial aquí es distinguir entre el pene (el órgano eréctil en sí) y el falo (el significante de la potencia, de la autoridad simbólica, de la dimensión -no biológica sino simbólica-que confiere autoridad y/o poder). Del mismo modo que un juez, que bien puede ser un individuo insignificante, ejerce autoridad desde el momento en que deja de hablar en su nombre para que la Ley hable a través de él, la potencia del varón funciona como indicación de que otra dimensión simbólica se activa a través de él: el «falo» indica los apoyos simbólicos que confieren al pene la dimensión de la potencia. Conforme a esta distinción, la «angustia de la castración» no tiene, según Lacan, nada que ver con el miedo a perder el pene: lo que genera ansiedad es, más bien, el peligro de que la autoridad del significante fálico acabe apareciendo como una impostura. De ahí que el Viagra sea el castrador definitivo: el hombre que tome la píldora tendrá un pene que funciona, pero habrá perdido la dimensión fálica de la potencia simbólica -el hombre que copula gracias al Viagra es un hombre con pene, pero sin falo. ¿Podemos, entonces, imaginar cómo la transformación de la erección en una intervención médico-mecánica directa (tomar una píldora) puede afectar a la economía sexual? Por decirlo en términos un tanto machistas, ¿qué empeño pondrá la mujer en resultarle atractiva a un hombre, en excitarlo de verdad? Por otro lado, la erección o su ausencia, ¿no es una especie de señal que nos permite conocer el estado de nuestra verdadera actitud psíquica? Transformar la erección en una operación mecánica es algo parecido a perder la capacidad de sentir dolor -¿cómo sabrá el sujeto varón cuál es su verdadero sentir? ¿Cómo se expresarán su insatisfacción o su resistencia, si desaparece la señal de la impotencia? Se suele decir del hombre sexualmente insaciable que no piensa con la cabeza, sino con el pene: ¿qué ocurriría si su cabeza controlara con autoridad el deseo? El acceso a esa dimensión comúnmente llamada «inteligencia emocional», ¿no quedaría notable, acaso definitivamente, trabado? Celebrar el que ya no se deban contrarrestar nuestros traumas psicológicos, que los miedos y las inhibiciones ya no puedan paralizar nuestra capacidad sexual, es fácil; sin embargo, esos miedos y esas inhibiciones na desaparecerán, sino que pesarán sobre lo que Freud llama la «Otra Escena», donde privados de su principal canal de expresión, podrán acabar explotando, probablemente con mucha más violencia y poder de (auto)destrucción. En definitiva, esta mutación de la erección en un procedimiento mecánico, sencillamente, de-sexualizará la copulación. .
En el extremo opuesto a la intervención científico-médica, encontramos la sabiduría New Age. El New Age parece ofrecer una solución. Pero, ¿qué es, en verdad, lo que propone? Analicemos su versión más popular: el mega-best-seller de James Redfield, Celestine Prophecy. Según Redfield, la primera «intuición nueva» que hará de umbral al «renacer espiritual» de la humanidad será llegar a comprender que no existen los encuentros contingentes: puesto que nuestra energía psíquica participa de esa Energía del universo que determina secretamente el curso de las cosas, los encuentros externos contingentes traen siempre consigo un mensaje que nos está dirigido, que se refiere a nuestra situación individual; los encuentros se producen como respuestas a nuestras necesidades y a nuestras inquietudes (por ejemplo, si ando preocupado y se produce algo imprevisto -un viejo amigo reaparece después de años o me topo con alguna dificultad en mi vida profesional-, el acontecimiento trae seguramente consigo un mensaje que me concierne). Estamos en un universo en el que todo tiene un significado, un universo proto-psicótico en el que los significados se vislumbran en la contingencia misma de lo real. Las consecuencias de todo esto sobre la intersubjetividad revisten un interés muy particular. Según Celestine Prophecy, estamos inmersos en una falsa competición con nuestros semejantes, buscamos en los demás lo que nos falta, proyectamos sobre ellos los fantasmas de nuestras carencias, dependemos de ellos, pero la tensión no se resuelve, la armonía perfecta no es posible, ya que los demás nunca ofrecen lo que buscamos. Con el renacer espiritual, sin embargo, aprenderemos a ENCONTRAR EN NOSOTROS MISMOS lo que en vano buscamos en los demás (nuestro complemento masculino o femenino): el ser humano será un ser platónicamente completo, emancipado de toda dependencia exclusiva del otro (ya sea jefe o pareja), liberado de la necesidad de extraer energía de los demás. Cuando el sujeto verdaderamente libre se asocie con otro ser humano, no quedará sometido a un vínculo apasionado con el otro: su compañero no será sino el vehículo de determinado mensaje; procurará entender a través de todos esos mensajes su propia evolución íntima y su maduración… Estamos ante el inevitable anverso de la apuesta espiritualista New Age: el fin del vínculo apasionado con el Otro, la aparición de un Yo autosuficiente para el que el Otro-compañero no es un sujeto, sino pura y llanamente el portador de un mensaje que le está directamente dirigido. El psicoanálisis también usa esta idea del mensajero: es el individuo que ignora encarnar un mensaje, como en esas novelas policíacas en las que la vida de alguien de repente peligra, un misterioso grupo quiere eliminarlo -el individuo sabe algo que no debería saber, tiene noticia de algún secreto prohibido (pongamos, un dato que puede mandar a un capo de la mafia a la cárcel)-; la cuestión clave, es que el individuo desconoce completamente cual es ese dato; sólo sabe que sabe algo que no debería saber… Esta situación es exactamente la opuesta a la percepción del Otro en la ideología New Age, como portador de un mensaje específico que me concierne; para el psicoanálisis, el sujeto no es el lector (potencial), sino sólo el portador de un mensaje dirigido al Otro, y por consiguiente, en principio inaccesible al sujeto mismo.
Volviendo a Redfield, mi hipótesis es que esa nueva intuición, supuestamente más elevada, de la sabiduría espiritual coincide con nuestra experiencia cotidiana más común. La descripción de Redfield del estado ideal de la madurez espiritual coincide perfectamente con la experiencia interpersonal cotidiana y mercantilizada del capitalismo terminal, cuando hasta las pasiones desaparecen, cuando el Otro ya no es un abismo insondable que esconde y anuncia «eso más que soy», sino tan sólo el portador de mensajes dirigidos a un sujeto consumista autosuficiente. Los seguidores de la New Age ni tan siquiera nos proponen un suplemento de alma ideal para esta vida cotidiana mercantilizada; se limitan a dar una versión espiritualizada/mistificada de esa misma vida cotidiana mercantilizada…
¿Cómo salir entonces de esta desoladora situación? ¿Estamos, acaso, condenados a oscilar, tristemente, entre la objetivación científica y la sabiduría New Age, entre el Viagra y la Celestine Prophecy? El caso de Mary Kay le Tourneau indica que aún existe alguna salida. Esta profesora de Seattle de treinta y seis años fue encarcelada por haber mantenido una apasionada relación amorosa con uno de sus alumnos, de catorce años: una gran historia de amor en la que el sexo aún tiene esa dimensión de trasgresión social. Este caso fue condenado tanto por los fundamentalistas de la Moral Majority (ilegítima obscenidad) como por los liberales políticamente correctos (abuso sexual a un menor). El absurdo que supone definir esta extraordinaria historia de amor pasional como el caso de una mujer que viola a un adolescente, resulta evidente; sin embargo, casi nadie se atrevió a defender la dignidad ética de Mary Kay, cuyo comportamiento suscitó dos tipos de reacción: la simple condena por un acto equivocado, con atribución de una culpabilidad plena por haber obviado el sentido elemental del deber y de la decencia al entablar una relación con un adolescente; o, como hizo su abogado, la salida psiquiátrica, la medicalización de su caso, tratándola como una enferma, que padece un «trastorno bipolar» (una expresión nueva para referirse a los estados maníaco-depresivos): así, en sus accesos maníacos, perdía consciencia del riesgo en que incurría; como sostenía su abogado, reiterando el peor de los lugares comunes antifeministas, el mayor peligro para ella era ella misma (con semejante defensor, sobra la acusación). Es más, la doctora Julie Moore, la psiquiatra que «evaluó» a Mary Kay, insistió con ahínco en que el problema de la acusada «no era psicológico, sino médico», que debía ser tratada con fármacos que estabilizaran su comportamiento: «Para Mary Kay, la moralidad empieza con una píldora». Resultaba muy penoso tener que escuchar cómo esta doctora medicalizaba toscamente la pasión de Mary Kay, privándola de la dignidad de una auténtica posición subjetiva: cuando Mary Kay se puso a hablar del amor que sentía por ese chico, la doctora espetó con contundencia que sencillamente no había que tomarla en serio, que estaba en otro mundo, ajena a las exigencias y obligaciones propias de su entorno social…
La idea de «trastorno bipolar», popularizada en los programas de Oprah Winfrey, es interesante: su principio explicativo es que una persona que lo padece sabe distinguir el bien y el mal, sabe lo que es bueno o malo para ella, pero, cuando se desata el estado maníaco, en el arrebato, toma decisiones irreflexivas, suspende su juicio racional y la capacidad de distinguir lo bueno de lo malo. Esta suspensión, ¿no es, sin embargo, uno de los elementos constitutivos del ACTO auténtico? ¿Qué es un acto? Cuando Lacan define un acto como «imposible», entiende por ello que un acto verdadero no es nunca simplemente un gesto realizado con arreglo a una serie de reglas dadas, lingüísticas o de otro orden -desde el horizonte de esas reglas, el acto aparece como «imposible», de suerte que el acto logrado, por definición, genera un corto-circuito: crea retroactivamente las condiciones de su propia posibilidad.
He aquí la triste realidad de la sociedad liberal, tolerante, en estos tiempos de capitalismo triunfante: la mismísima capacidad de ACTUAR queda brutalmente medicalizada, tratada como un acceso maníaco, una sintomatología del «trastorno bipolar» y, como tal, sometida por vía de autoridad a tratamiento bioquímico -¿una versión occidental, liberal-democrática, de aquellos intentos soviéticos de diagnosticar, en el pensamiento disidente, algún desorden mental (práctica muy apreciada en aquel infame Instituto Scherbsky de Moscú)? ¿Acaso importa que la sentencia, entre otras cosas, impusiera a Mary Kay seguir un tratamiento terapéutico? (El abogado, ante la segunda transgresión cometida por Mary Kay -poco después de su liberación, la encontraron con su amante en un coche en plena noche, arriesgándose así a una condena de seis años de cárcel-, adujo ¡que en los días inmediatamente anteriores a ese encuentro nocturno, no se le había suministrado la medicación prescrita!). La misma Oprah Winfrey, que dedicó uno de sus programas a Mary Kay, fue aún más lejos: consideró que el discurso sobre la «personalidad bipolar» era un simple recurso jurídico, y lo rechazó, pero por el siguiente motivo: era una excusa que eximía a Mary Kay de su culpabilidad, de su irresponsabilidad. Winfrey, que presumía de neutralidad pero se refería al amor de Mary Kay con sorna y desprecio («eso que ella cree es amor», etc.), acabó formulando la pregunta-clave que todos sus iguales (su marido, sus vecinos, las personas normales y decentes) se planteaban: «¿Cómo pudo actuar así, y no pensar en las consecuencias catastróficas de sus actos? ¿Cómo pudo, no ya sólo correr ese riesgo, sino renunciar a todo lo que daba sentido a su vida -su familia y sus tres hijos, su carrera profesional-?». Esta suspensión del «principio de razón suficiente», ¿no es, acaso, lo que, precisamente, define un ACTO? El momento más deprimente del juicio fue, sin duda, cuando, ante la presión de las circunstancias, Mary Kay admitió, entre lágrimas, que reconocía lo equivocado que tanto legal como moralmente había sido su proceder -fue un momento de traición ética: exactamente, de «transacción con el deseo que había sentido». Su culpabilidad, en ese momento, estaba, precisamente, en la renuncia a su pasión. Cuando, posteriormente, reafirmó su incondicional compromiso con su pasión (afirmando con dignidad que había aprendido a ser fiel consigo misma), volvimos a tener ante nosotros una persona que, tras haber estado a punto de sucumbir ante la presión de las circunstancias, rechazaba sentirse culpable y recuperaba su sangre fría ética, decidiendo no transigir con su deseo.
El argumento contra Mary Kay decididamente más falso, planteado por un psicólogo en el programa de Winfrey, fue el de la simetría de los sexos: imaginemos el caso opuesto, el caso Lolita, el de un profesor de treinta y cuatro años que mantiene una relación con una alumna, de trece años: ¿no tendríamos meridianamente clara la culpabilidad y responsabilidad del adulto? Este razonamiento es tramposo y pernicioso. y no sólo porque coincide con el razonamiento de los que se oponen a la discriminación positiva (a favor de las minorías desfavorecidas) según el cual el racismo invertido es aún peor (los hombres violan a las mujeres, y no a la inversa… ). Desde un punto de vista más radical, conviene insistir en el carácter único, en la idiosincrasia absoluta del acto ético -un acto que genera su propia normatividad, una normatividad que le es inherente y que «lo hace bueno»; no existe ningún criterio neutro, externo, con el que decidir de antemano, mediante aplicación al caso particular, el carácter ético de un acto.

«!ES LA ECONOMÍA POLÍTICA, ESTÚPIDO!»

Volviendo sobre Gates: conviene insistir en que se trata de un icono ya que sería una impostura convertir al «verdadero» Gates en una suerte de Genio del Mal que urde complots para conseguir el control total de nuestras vidas. Resulta especialmente relevante recordar, en este sentido, aquella lección de la dialéctica marxista a propósito de la «fetichización»: la «reificación» de las relaciones entre las personas (el que asuman la forma de las «relaciones entre cosas» fantasmagóricas) siempre está acompañada del proceso aparentemente inverso de la falsa «personalización» («psicologización») de lo que no son sino procesos sociales objetivos. La primera generación de los teóricos de la Escuela de Frankfurt llamó la atención, allá por los años treinta, sobre el modo en que, precisamente cuando las relaciones del mercado global empezaban a ejercer toda su dominación, de modo que el éxito o fracaso del productor individual pasaban a depender de los ciclos completamente incontrolables del mercado, se extendió, en la «ideología capitalista espontánea», la idea del «genio de los negocios» carismático, es decir, se atribuía el éxito del empresario a algún misterioso algo más que sólo él tenía. ¿No es cada vez más así, ahora, cuando la abstracción de las relaciones de mercado que rigen nuestras vidas ha alcanzado el paroxismo? El mercado del libro está saturado con manuales de psicología que nos enseñan a tener éxito, a controlar la relación con nuestra pareja o nuestro enemigo: manuales, en definitiva, que cifran la causa del éxito en la «actitud». De ahí que se pueda dar la vuelta a la conocida frase de Marx: en el capitalismo de hoy, las «relaciones entre las cosas» objetivas del mercado suelen adoptar la forma fantasmagórica de las «relaciones entre personas» seudo-personalizadas. Claro que no: Bill Gates no es un genio, ni bueno ni malo; es tan sólo un oportunista que supo aprovechar el momento y, en su caso, el resultado del sistema capitalista fue demoledor. La pregunta pertinente no es ¿cómo lo consiguió Bill Gates? sino ¿cómo está estructurado el sistema capitalista, qué es lo que no funciona en él, para que un individuo pueda alcanzar un poder tan desmesurado? Fenómenos como el de Gates parecen así cargar con su propio fin: ante una gigantesca red global propiedad de un único individuo o de una sola empresa, la propiedad, ¿no deja de perder sentido por lo que a su funcionamiento se refiere (ninguna competencia merece la pena: el beneficio está asegurado), de suerte que se podría, simplemente, prescindir del propietario y socializar la red sin que se entorpezca su funcionamiento? Este acto, ¿no equivaldría a una recalificación puramente formal que se limitaría a vincular lo que, de facto, ya está unido: los individuos y la red de comunicación global que todos usan y que viene a ser la sustancia de sus vidas sociales?
Esto nos lleva al segundo elemento de nuestra crítica a la teoría de la sociedad del riesgo: su manera de concebir la realidad del capitalismo. Analizándola detenidamente, su idea del riesgo, ¿no se refiere a un ámbito específico claramente delimitado en el que se generan los riesgos: el ámbito del uso incontrolado de la ciencia y la tecnología en condiciones de capitalismo? El paradigma del «riesgo», que no’ es uno más entre otros muchos sino el riesgo «como tal», es el que puede nacer de la invención de alguna novedad científico-tecnológica para su uso por parte de una empresa privada sin que medie ningún debate o mecanismo de control democrático y público, invención con unas consecuencias a largo plazo inesperadas y catastróficas. Este tipo de riesgo, ¿no nace de la lógica del mercado y del beneficio que induce a las empresas privadas a buscar sin descanso innovaciones científicas y tecnológicas (o, simplemente, a aumentar la producción) sin tomar nunca verdaderamente en consideración los efectos a largo plazo ya sea sobre el medio ambiente o sobre la salud del género humano de su actividad? Así, más allá de esa «segunda modernización» que nos obligaría a prescindir de los viejos dilemas ideológicos izquierda-derecha, capitalismo-socialismo, etc., ¿no deberíamos advertir que, en las actuales condiciones de capitalismo global, cuando las empresas toman decisiones, no sometidas a control político público, que pueden afectarnos a todos y reducir nuestras opciones de supervivencia, la única solución posible consiste en una especie de socialización directa del proceso de producción, es decir, en ir hacia una sociedad en la que las decisiones globales que se refieren a la orientación fundamental de las modalidades de desarrollo y al uso de las capacidades de producción disponibles, sean de un modo u otro, tomadas por el conjunto de la población afectada por esas decisiones? Los teóricos de la sociedad del riesgo suelen hablar de la necesidad de contrarrestar el «despolitizado» imperio del mercado global con una radical re-politización, que quite a los planificadores y a los expertos estatales la competencia sobre las decisiones fundamentales para trasladarla a los individuos y grupos afectados (mediante la renovada ciudadanía activa, el amplio debate público, etc.). Estos teóricos, sin embargo. se callan tan pronto como se trata de poner en discusión los fundamentos mismos de la lógica anónima del mercado y del capitalismo global: la lógica que se impone cada vez más como el Real «neutro» aceptado por todos y, por ello, cada vez más despolitizado.
La gran novedad de nuestra época post-política del «fin de la ideología» es la radical despolitización de la esfera de la economía: el modo en que funciona la economía (la necesidad de reducir el gasto social, etc.) se acepta como una simple imposición del estado objetivo de las cosas. Mientras persista esta esencial despolitización de la esfera económica, sin embargo, cualquier discurso sobre la participación activa de los ciudadanos, sobre el debate público como requisito de la decisión colectiva responsable, etc. quedará reducido a una cuestión «cultural» en tomo a diferencias religiosas, sexuales, étnicas o de estilos de vida alternativos y no podrá incidir en las decisiones de largo alcance que nos afectan a todos. La única manera de crear una sociedad en la que las decisiones de alcance y de riesgo sean fruto de un debate público entre todos los interesados, consiste, en definitiva, en una suerte de radical limitación de la libertad del capital, en la subordinación del proceso de producción al control social, esto es, en una radical re-politización de la economía.
Si el problema de la post-política (la «gestión de los asuntos sociales») está en que tiende a limitar cada vez más las posibilidades del verdadero acto político. esta limitación se debe directamente a la despolitización de la economía, a la idea generalizada de que el capital y los mecanismos del mercado son instrumentos/procedimientos neutros que hay que aprovechar. Se entiende entonces por qué la actual post-política no consigue alcanzar la dimensión verdaderamente política de la universalidad: excluye sigilosamente de la politización la esfera de la economía. El ámbito de las relaciones capitalistas del mercado global es el Otro Escenario de la llamada re-politización de la sociedad civil defendida por los partidarios de la «política identitaria» y de las formas postmodernas de politización: toda esa proliferación de nuevas formas políticas en tomo a cuestiones particulares (derechos de los gays, ecología, minorías étnicas…), toda esa incesante actividad de las identidades fluidas y mutables, de la construcción de múltiples coaliciones ad hoc, etc.: todo eso tiene algo de falso y se acaba pareciendo al neurótico obsesivo que habla sin parar y se agita continuamente precisamente para asegurarse que algo. -lo que de verdad importa-no se manifieste, se quede quieto. De ahí que, en lugar de celebrar las nuevas libertades y responsabilidades hechas posibles por la «segunda modernidad», resulte mucho más decisivo centrarse en lo que sigue siendo igual en toda esta fluida y global reflexividad, en lo que funciona como verdadero motor de este continuo fluir: la lógica inexorable del capital. La presencia espectral del capital es la figura del gran Otro, que no sólo sigue operando cuando se han desintegrado todas las manifestaciones tradicionales del simbólico gran Otro, sino que incluso provoca directamente esa desintegración: lejos de enfrentarse al abismo de su libertad, es decir, cargado con una responsabilidad que ninguna Tradición o Naturaleza puede aligerar, el sujeto de nuestros días está, quizás como nunca antes, atrapado en una compulsión inexorable que, de hecho, rige su vida.
La ironía de la historia ha querido que en los antiguos países comunistas de Europa oriental, los comunistas «reformados» hayan sido los primeros en aprender esta lección. ¿Por qué muchos de ellos volvieron al poder a mediados de los años noventa mediante elecciones libres? Este regreso al poder es la prueba definitiva de que esos Estados son ahora completamente capitalistas. Es decir, ¿qué representan hoy en día esos antiguos comunistas? En virtud de sus vínculos con los emergentes capitalistas (no pocos antiguos miembros de la nomenklatura que «privatizaron» las empresas que habían gestionado), son ahora sobre todo el partido del gran Capital. Por otro lado, para ocultar las huellas de su breve, pero no por ello menos traumática, experiencia con la sociedad civil políticamente activa, han sido todos encendidos partidarios de una rápida des-ideologización, de abandonar el compromiso civil activo para adentrarse en el consumismo pasivo y apolítico: los dos rasgos característicos del actual capitalismo. Los disidentes descubren ahora con estupor que hicieron la función del «mediador evanescente» en la transición del socialismo a un capitalismo gobernado, con nuevos modos, por los mismos que gobernaban antes. De ahí que sea un error interpretar el regreso al poder de los antiguos comunistas como expresión de la desilusión de la gente con el capitalismo y de una nostalgia por la antigua seguridad del socialismo: en una suerte de hegeliana «negación de la negación», ese regreso al poder fue lo único que podía negar la vigencia del socialismo; lo que los analistas políticos (mal)interpretan como «desilusión con el capitalismo» es, en realidad, la desilusión que produce comprender que el entusiasmo ético-político no tiene cabida en el capitalismo «normal». Con la mirada retrospectiva, se acaba entendiendo lo enraizado en el contexto ideológico del socialismo que estaba el fenómeno de la llamada «disidencia», cómo esa «disidencia» con su «moralismo» utópico (abogando por la solidaridad social, la responsabilidad ética, etc.) expresaba el ignorado núcleo ético del socialismo. Quizás un día los historiadores advertirán (como cuando Hegel afirmó que el verdadero resultado espiritual de la guerra del Peloponeso, su Fin espiritual, era el libro de Tucídides) que la «disidencia» fue el verdadero resultado espiritual del socialismo-realmente existente…
Deberíamos, por tanto, aplicar la vieja crítica marxista de la «reificación»: imponer la «objetiva» y despolitizada lógica económica sobre las supuestamente «superadas» formas de la pasión ideológica es LA forma ideológica dominante en nuestros días, en la medida en que la ideología es siempre autorreferencial, es decir, se define distanciándose de un Otro al que descalifica como «ideológico». Precisamente por esto, porque la economía despolitizada es la ignorada «fantasía fundamental» de la política postmodema, el acto verdaderamente político, necesariamente, supondría re-politizar la economía: dentro de una determinada situación, un gesto llega a ser un ACTO sólo en la medida en que trastoca («atraviesa») la fantasía fundamental de esa situación.

CONCLUSIÓN: EL TAMAGOCHI COMO OBJETO INTERPASIVO

La idea de interpasividad, quizá, puede proporcionar la clave, o al menos una de ellas,» con la que salir de los atolladeros de la actual constelación política. La interpasividad es el exacto opuesto a la «interactividad» (el ser activo a través de otro sujeto que hace el trabajo en mi lugar; como la idea hegeliana de la manipulación de las pasiones humanas para conseguir nuestros objetivos -la «astucia de la razón/ List der Vernunft»). La primera formulación de la interpasividad fue la que dio Lacan a propósito de la función del Coro en la tragedia griega:

Por la noche, está usted en el teatro, piensa en sus cosas, en el bolígrafo que perdió ese día, en el cheque que habrá de firmar mañana; no es usted un espectador en el que poder confiar; pero de sus emociones se hará cargo un acertado recurso escénico. El Coro se encarga: él hará el comentario emocional. […] Lo que el Coro diga es lo que conviene decir, ¡despistado!; y lo dice con aplomo, hasta con más humanidad.
Despreocúpese, pues -incluso si no siente nada, el Coro habrá sentido por usted. Además, ¿por qué no pensar que, en definitiva, en pequeñas dosis, usted podrá acabar sintiendo el efecto, aunque casi se le haya escapado esa emoción?
Para no ir a los ejemplos típicos de interpasividad, como el de las «risas enlatadas» (cuando las risas están integradas en la banda sonora, de modo que el televisor ríe en su lugar, es decir, realiza, representa, la experiencia pasiva del espectador), evocaré otro ejemplo:» esa situación incómoda en la que alguien cuenta un chiste de mal gusto que a nadie hace reír, salvo al que lo contó, que explota en una gran carcajada repitiendo «¡Es para partirse de risa!» o algo parecido, es decir, expresa él mismo la reacción que esperaba de su público. Esta situación es, en cierto modo, la opuesta a la «risa enlatada» de la televisión: el que ríe en nuestro lugar (es decir, a través del que nosotros, el público molesto y avergonzado, acaba riendo) no es el anónimo «gran Otro» del público artificial e invisible de los platós de televisión, sino el que cuenta el chiste. Se ríe para integrar su acto en el «gran Otro», en el orden simbólico: su risa compulsiva no difiere de las exclamaciones, del tipo «!Uy!», que nos sentimos obligados a emitir cuando tropezamos o hacemos algo ridículo. El misterio de esta última situación estriba en que otra persona que asista a nuestra pifia también podría decir «¡Uy!» en nuestro lugar. En estos ejemplos, se es activo con el fin de asegurar la pasividad de un Otro que representa mi verdadero lugar. La interpasividad, al igual que la interactividad, subvierte así la oposición clásica entre actividad y pasividad: si, en la interactividad (la de la «astucia de la razón»), soy pasivo siendo, nO obstante, «activo» a través de otro, en la interpasividad actúo siendo, no obstante, pasivo a través de otro. Más exactamente, el término de «interactividad» suele tener dos acepciones: interactuar con el medio, es decir, no ser sólo un consumidor pasivo; y actuar a través de otro actor, de modo que mi trabajo queda hecho mientras me quedo sentado y pasivo, limitándome a observar el juego. Pero si lo contrario de la primera acepción de la interactividad es un tipo de «interpasividad» (la pasividad mutua de dos sujetos, como dos amantes que se observan pasivamente el uno al otro gozando simplemente de la presencia del otro), el principio mismo de la interpasividad aspira a invertir la segunda acepción de la interactividad: la característica distintiva de la interpasividad es que con ella el sujeto no deja de estar, incluso frenéticamente, activo, pero desplaza de ese modo hacia el otro la pasividad fundamental de su ser.
Sin duda, el estar activo y el estar pasivo están inextricablemente ligados, toda vez que el sentimiento pasivo, auténtico como puede llegar a ser, en cierto se hace patente sólo en la medida en que es externalizado adecuadamente, «expresado» a través de una actividad socialmente regulada (el ejemplo más evidente, la risa: en Japón, indica la respetuosa vergüenza del anfitrión, mientras en Occidente suele indicar, cuando una pregunta recibe la risa como respuesta, una falta de respeto y algo de agresividad…). Este ligero matiz no sólo permite simular sentimientos auténticos, sino que también los provoca confiriéndoles una forma exterior ajustada a la expresión ritualizada (así, uno puede «ponerse a llorar», etc.), de modo que, aunque empiecen como un simulacro, acabamos por «sentir realmente» esos sentimientos… Este ligero matiz es el que la economía obsesiva moviliza: el ritual obsesivo es justamente una especie de ritual «vacío», un ritual en el que asumimos gestos de lamento para no experimentar el verdadero dolor provocado por la ausencia del allegado cuya muerte lloramos.
El tamagochi, el nuevo juguete digital japonés, explota ese matiz. El tamagochi es un animal doméstico virtual, un pequeño objeto redondo con una pantalla, que se comporta como un niño (o un perro, un pájaro o cualquier otro animal de compañía que NECESITA ATENCIÓN), emite ruidos y -esto es lo fundamental- reclama cosas a su propietario. Cuando emite un pitido, hay que mirar la pantalla, leer la petición del objeto (comida, bebida o lo que sea) y apretar determinados botones del juguete para atenderla. El objeto puede reclamar que se juegue con él; si se comporta mal, conviene apretar otros botones para castigarlo. Señales varias (como corazoncitos en la pantalla) comunican el grado de satisfacción del objeto. Si no se atienden sus peticiones, el objeto «muere», y sólo tiene una segunda vida; la segunda muerte es, por tanto, definitiva: el objeto deja de funcionar y hay que comprar otro… (Por cierto, no pocos díscolos fastidian a sus amigos absortos con su tamagochi ocupándose de él cuando queda desatendido por su dueño: las consecuencias son catastróficas; por ejemplo, lo atiborran de comida hasta que el animal virtual revienta. El tamagochi incita, por tanto, a los niños al asesinato virtual: sirve también a la contra-parte virtual del niño sádico que tortura hasta la muerte un gato o una mariposa). Puesto que las «muertes» definitivas provocaron no pocas depresiones y traumas entre los niños, las nuevas versiones incorporaron la opción de resucitar ilimitadamente: muerto el animal-objeto doméstico, acaba el juego pero puede volver a empezar -se pierde así lo que de provocador y traumático tenía el juego original: el que su (segunda o tercera) muerte fuese definitiva, irrevocable. Lo interesante es que se trata de un juguete, un objeto mecánico, que produce satisfacción enseñando a un niño difícil a que nos bombardee con peticiones. La satisfacción viene de tener que atender al objeto cada vez que lo exija, es decir, satisfacer sus necesidades. ¿No es, acaso, el ejemplo perfecto del objeto del obsesivo, toda vez que el objeto de deseo del obsesivo es la petición del otro? El tamagochi nos permite poseer un Otro que satisface nuestro deseo en la medida en que se limita a formular una serie de peticiones sencillas.
El Otro es puramente virtual: ya no es un Otro intersubjetivo vivo, sino una pantalla inanimada, el doble del animal doméstico: el animal doméstico no existe pero sí están presentes sus necesidades. Se trata, en otras palabras, de una extraña materialización del conocido experimento de la habitación china de John Searle, realizado para demostrar que las máquinas no piensan: sabemos que no existe un interlocutor «real», nadie que «comprenda» realmente las peticiones emitidas, tan sólo un circuito digital desprovisto de significación. El extraño enigma, naturalmente, está en que sentimos plenamente las emociones pertinentes, aunque sepamos que no hay nada detrás la pantalla, es decir, jugamos con signos sin ningún referente: el juego se reduce al orden simbólico, a un intercambio de señales, sin ninguna referencia más allá de él… Podemos, por tanto, imaginar también un tamagochi sexual que nos asalte con peticiones del tipo: «¡Bésame!, ¡lámeme!, ¡tómame!», a las que atenderíamos presionando los botones adecuados, cumpliendo de ese modo nuestro deber de gozar, mientras podríamos, en la «vida real», quedamos tranquilamente sentados tomando un aperitivo…
Poco importa que algunos teólogos conservadores europeos hayan declarado que el tamagochi es la última encamación de Satanás, toda vez que, en términos éticos, «Satanás» es como se viene designando la solipsista inmersión del yo, la absoluta ignorancia de la compasión para con el prójimo. La falsa compasión y las falsas atenciones suscitadas por un juguete digital, ¿no son infinitamente más perversas que la simple, llana y egotista ignorancia hacia los demás, en la medida en que desdibujan la diferencia entre el egoísmo y la compasión altruista? Sea como fuere, ¿no ocurre lo mismo con esos objetos inanimados con los que niños y adultos juegan, haciéndonos saber que no se consideran fetichistas («Sé muy bien que se trata de un objeto inanimado; simplemente, actúo como si se tratara de un ser vivo»), desde las muñecas para niños hasta las muñecas hinchables para adultos, provistas de los oportunos agujeros? Dos características distinguen al tamagochi del juguete inanimado de siempre: a diferencia de la muñeca, el tamagochi no aspira a imitar (con todo el realismo que se pueda) los rasgos de lo que sustituye; no se «parece» a un bebé, ni a una mujer desnuda, ni a una marioneta; la semejanza imaginaria queda radicalmente reducida a su nivel simbólico, al intercambio de señales; el tamagochi solamente emite señales–demandas. Por otro lado, a diferencia de la muñeca, que es pasiva, un objeto dócil con el que podemos hacer lo que queramos, el tamagochi es totalmente activo, esto es, la primera regla del juego es que el objeto siempre tiene la iniciativa, controla la dinámica del juego y nos bombardea con reivindicaciones.
Por arriesgar la hipótesis más audaz: para un materialista, la consecuencia final de todo esto, ¿no es que Dios es el tamagochi definitivo, fabricado por nuestro inconsciente y que nos bombardea con exigencias inexorables? El tamagochi, ¿no es la Entidad virtual, inexistente por sí sola, con la que intercambiamos señales y cuyas peticiones atendemos? El carácter no imaginario del tamagochi (el que no pretenda parecerse al animal de compañía que representa), ¿no lo acerca a la tradición judía con su prohibición de producir imágenes divinas? De nuevo, poco importa que para algunos teólogos el tamagochi sea la encarnación de Satanás: descubre el mecanismo del diálogo del creyente con Dios, demuestra que es posible entablar un intenso y humano intercambio de señales con una entidad puramente virtual, que existe como simulacro digital. En otras palabras, el tamagochi es una máquina que nos permite satisfacer nuestra necesidad de amar al prójimo: ¿tiene usted necesidad de cuidar a su vecino, a un niño, a un animal doméstico? No hay problema: el tamagochi le permite hacerlo sin tener que molestar al vecino de verdad con esa su agobiante compasión; el tamagochi se hace cargo de su necesidad patológica… El encanto de esta solución está en que (lo que la ética tradicional tenía como) la expresión más alta de la humanidad de una persona -la necesidad compasiva de preocuparse por el prójimo-queda reducida a una indecente e idiosincrásica patología que puede resolverse en la esfera privada, sin molestar a los semejantes, a los coetáneos.
Esta referencia al objeto interpasivo, ¿no explica también cómo, para el sujeto-paciente, el analista se convierte en un objeto?, ¿cómo el paciente pretende reducir al analista a una especie de tamagochi al que debe entretener con un continuo parloteo seductor? En ambos casos, se produce un intento de anular la dimensión del deseo del Otro: satisfaciendo las exigencias del Otro, el obsesivo impide la aparición del deseo del Otro. Con el tamagochi, es un Otro mecánico que, aunque emita peticiones sin descanso, no tiene ningún deseo propio, de ahí que sea un compañero perfecto para el obsesivo. Y lo mismo ocurre con la relación del obsesivo con su analista: el objetivo de su incesante actividad es evitar o, mejor, diferir indefinidamente, la confrontación con el abismo que representa el deseo del Otro…
Llegados hasta aquí, lo primero que cabe plantear, sin duda, es la comparación entre la actividad del analista y la práctica teatral de la clac, esas personas contratadas por los artistas para desencadenar los aplausos y asegurar la recepción triunfal de sus actuaciones. En el caso de la clac, al Otro se le paga para escenificar el reconocimiento del esfuerzo del artista y satisfacer así su narcisismo; el paciente, sin embargo, paga al analista exactamente para lo contrario, es decir, no para recibir un reconocimiento directo de la percepción superficial que tiene de sí mismo, sino para frustrar su exigencia de reconocimiento y de satisfacción narcisista. En el tratamiento analítica, la verdadera interpasividad es más radical. y no se trata aquí del hecho evidente de que, para evitar la confrontación con la verdad de su deseo, su simbolización, el paciente se propone como el objeto pasivo del deseo del analista, intentando seducirlo o entablar una relación amorosa con él. La interpasividad se produce más bien cuando, a lo largo del tratamiento, el sujeto está permanentemente activo: cuenta historias, recuerdos, se lamenta por su suerte, acusa al analista, etc., esforzándose por superar el trauma que supone «eso que espera de mí el analista», por superar el abismo del deseo del analista, mientras, éste, se limita a estar ahí: una presencia impasible, inerte. No es que el paciente pueda sentirse apenado y frustrado por el enigmático silencio del analista sino que desarrolla su actividad precisamente para que el analista permanezca en silencio, es decir, actúa para que nada pase, para que el Otro no pronuncie la palabra que ponga en evidencia la irrelevancia de su incesante hablar. Este ejemplo indica con claridad cómo la característica distintiva de la interpasividad se refiere, no a una situación en la que otro me sustituye, hace algo en mi lugar, sino a la situación opuesta, en la que estoy permanentemente activo y alimento mi actividad con la pasividad del otro.
Resulta muy sencillo ver cómo esta noción de interpasividad está relacionada con la actual situación global. El ámbito de las relaciones capitalistas de mercado constituye la Otra Escena de la supuesta repolitización de la sociedad civil defendida por los partidarios de las «políticas identitarias» y de otras formas postmodernas de politización: todo ese discurso sobre esas nuevas formas de la política que surgen por doquier en torno a cuestiones particulares (derechos de los homosexuales, ecología, minorías étnicas…), toda esa incesante actividad de las identidades fluidas, oscilantes, de las múltiples coaliciones ad hoc en continua reelaboración, etc., todo eso tiene algo de profundamente inauténtico y nos remite, en definitiva, al neurótico obsesivo que bien habla sin cesar bien está en permanente actividad, precisamente con el propósito de asegurarse de que algo -lo que importa de verdad- no sea molestado y siga inmutable. El principal problema de la actual post-política, en definitiva, es que es fundamentalmente interpasiva.

Traducción: Javier Eraso Ceballos y Antonio José Antón Fernández
Ediciones sequitur, Madrid 2008

*Slavoj Žižek (n. Liubliana, 21 de marzo de 1949) es un filósofo natural de Eslovenia. Su obra integra el pensamiento de Jacques Lacan con el marxismo, y en ella destaca una tendencia a ejemplificar la teoría con la cultura popular.

Žižek estudió filosofía en la Universidad de Liubliana y psicoanálisis en la Universidad de París VIII Vincennes-Saint-Denis, donde se doctoró. Su carrera profesional incluye un puesto de investigador en el Instituto de Sociología de la Universidad de Liubliana, Eslovenia, así como cargos de profesor invitado en diversas instituciones, que incluyen Columbia, Universidad de Princeton, New School for Social Research de Nueva York y Universidad de Míchigan, entre otros. En la actualidad es Director Internacional del Instituto Birkbeck para las Humanidades, Birkbeck College – Universidad de Londres.

Žižek utiliza en sus estudios ejemplos extraídos de la cultura popular, desde la obra de Alfred Hitchcock y David Lynch, hasta la literatura de Kafka o Shakespeare, además de problematizar autores olvidados por la academia como V. I. Lenin, Stalin y Robespierre y tratar sin remordimientos temas espinosos como el fundamentalismo, la tolerancia, la subjetividad y lo políticamente correcto en la filosofía posmoderna.

Utiliza también la teoria psicoanalítica en la version lacaniana como un arma para sus habituales análisis de política internacional, considerando no sólo a los líderes y sus posibles problemas psicológicos, sino también a la sociedad en su conjunto.

En 1990 fue candidato a la presidencia de la República de Eslovenia, aunque no resultó electo.

«La guerra y el futuro de Occidente» / Thomas Mann

«La guerra y el futuro de Occidente»
Por Thomas Mann

Thomas Mann

Thomas Mann

Cuando, hace mas de cien años (octubre de 1901), un ¡oven de 26 años entregaba al público Die Buddenbrooks, nadie había oído hablar de Thomas Mann. Un coetáneo suyo señaló en un periódico praguense: «Habrá que contar con este nombre». Ero Reiner María Rilke y no se equivocó. Más de cuarenta años después, el aforo del Coolídge Auditarium, en la Biblioteca del Congreso de los EE UU, no podía acoger a todos los ciudadanos americanos que, un 13 de octubre de 1943, deseaban atender la conferencia que impartiría el Premio Nobel Thomas Mann. A aquel título inicial había sumado otros considerados hoy hitos fundamentales de la literatura del siglo XX: La montaña mágica, Mario y el mago y el primer volumen de José y sus hermanos, entre otros. En toda su obra, las raíces de la cultura alemana daban vida al interés por los problemas intelectuales y existenciales del hombre del siglo XX, de manera tan integralmente humanista y liberal, que por necesidad habían entrado en conflicto con el nacionalsocialismo, entonces en el poder. El decidido rechazo de la ideología fascista propia de este partido colocó a Thomas Mann en el exilio, desde 1933. Diversos países europeos acogieron al escritor hasta que en 1938 emigró a Princeton (EE UU). En la mencionada conferencia en la Biblioteca del Congreso —inédita en castellano, y que Nueva Revista ofrece aquí parcialmente—, Mann recordaba ante su auditorio lo que venía repitiendo desde hacía una década: que la civilización occidental está obligada a hacer frente a cualquier enemigo de la libertad.

Hoy por hoy no es tarea fácil, sino más bien angustiosa, subir al estrado tras el pulpito del orador y contemplar los ojos de una audiencia que le observa a uno con expectación y mirada inquisitiva.

Digo «hoy», pero esta situación, que puede resultarle natural al hombre emprendedor y altamente influyente, al político y partidista, en realidad ha sido siempre extraña e inapropiada para el artista, el poeta, el músico de las ideas y de las palabras; una situación en la que nunca se ha sentido a gusto por cuanto, en cierta medida, le obliga a actuar en contra de su propia naturaleza. El elemento de extrañeza e incomodidad para él reside en el propio carácter de la tarea, en dirigir la palabra, en comprometerse, en enseñar, en declarar convicciones y defender opiniones. Por cuanto el artista, el poeta, es un ser que absorbe todos los movimientos y tendencias intelectuales, todas las corrientes y contenidos espirituales de los tiempos y permite que éstos obren sobre él. Se ve afectado por todos ellos, los digiere mentalmente, les da forma y de este modo pinta la imagen cultural integral de su época, dirigida tanto a su mundo contemporáneo como a la posteridad. No predica ni hace propaganda; da a las cosas una realidad plástica, que no es indiferente a nada ni se compromete con ninguna causa salvo la de la libertad, la de la objetividad irónica. No habla por sí mismo; deja que otros hablen y aun cuando no es dramaturgo, se vale de los mecanismos del teatro, los de Shakespeare, donde la persona a quien le toca hablar siempre tiene la razón. Hablar de su propia responsabilidad le resulta algo ajeno, gravoso y alarmante. El es por necesidad un ente dialéctico y no ignora la verdad que encierran las palabras de Goethe: «Sobald man spricht, beginnt man schon zuirren» (apenas habla el hombre, comienza a equivocarse).

[…] Esto es cierto, pero aun así hay momentos y circunstancias históricas en las que resultaría cobarde, egoísta e inoportuno insistir en la libertad crítica de uno y retraerse ante una declaración de creencias. Me refiero nada más y nada menos que a aquellos momentos y circunstancias históricas en las que la Libertad misma, de la que depende la propia del artista, está en peligro. Cuando el intelectual, motivado por su necesidad de libertad, se convierte en un juguete en manos de los asesinos de la misma, está cavando su propia fosa y actuando de manera reaccionaria, desalmada y suicida. No hay nada que agrade a estos enemigos más que una mente que no se plantea nada digno de sí mismo sino una actitud más que irónica, una mente que desprecia la distinción entre el bien y el mal y que considera la inquietud por ideas tales como la libertad, la verdad y la justicia como un «asunto burgués». En determinadas circunstancias es deber del intelectual renunciar a su libertad por defender la causa de la libertad. Es su deber reunir coraje para afirmar ideas ante las que el intelectual esnob cree poder encogerse de hombros. Tuve la siguiente experiencia en Estados Unidos: estaba hablando de la democracia y de mi creencia en ella, cuando tuve que escuchar a un avispado periodista, que quería hacer ostentación de espíritu crítico, decir que yo había expuesto «ideas de la clase media». Con esta declaración estaba expresando él un falso y reaccionario concepto de lo banal, un error con el que yo ya me había encontrado demasiadas veces en Europa. […]

Lo que el erudito periodista caracterizaba como «ideas de la clase media» no es ni más ni menos que la tradición liberal. Es el conjunto de ideas de libertad y progreso, de humanidad, de civilización —en resumidas cuentas, la reivindicación del dominio de la razón sobre el devenir de la naturaleza, sobre el instinto, la sangre, el subconsciente, la espontaneidad vital primitiva—. Ahora bien, de ningún modo le resultaría natural al artista, a cualquier ser humano que guarda algún tipo de relación con lo creativo, dedicarse a hablar continuamente sobre la razón, como lo hace algún que otro asno erudito. Él sabe muy bien la importancia que tienen para la vida los poderes subracionales y superracionales del instinto y de los sueños; y no se siente en absoluto inclinado a sobrestimar el intelecto como guía y molde para la vida. Está lejos de ser enemigo del instinto. Reconoce que el rechazo del racionalismo durante los siglos XVIII y XIX estuvo justificado tanto histórica como intelectualmente, fue inevitable y necesario, pero basto y desmesurado también; y si uno tuviera la imaginación suficiente para prever las consecuencias de lo irracional, del devenir de lo oscuro, de la exaltación del instinto, del culto a la sangre y al impulso, del «ansia de poder», del «élan vital», del «mito del grito de guerra» y de la justificación de la violencia —consecuencias en la esfera de la realidad y de la política resultantes de las ideas concebidas en la esfera intelectual, qué aparentaban ser muy interesantes y fascinantes en este ámbito—; si uno tuviera la imaginación suficiente para prever todo eso, el deseo se evaporaría e iría a parar al costado del barco en el que se encuentra hasta el más insignificante escritorzuelo o demagogo de bar.

Es un espectáculo terrible contemplar la aceptación popular de la irracionalidad.

Uno siente que el desastre es inminente, un desastre que la exaltación exclusiva de la razón nunca podría igualar. La exaltación de la razón puede resultar cómica por su pedantería optimista y puede quedar en ridículo merced a fuerzas vitales más potentes que ella; pero no evocala catástrofe. Ésta sólo puede provenir del ensalzamiento de la antirazón.

En cierta época en la que el fascismo se alzó con el control político en Alemania e Italia, cuando el nacionalismo se convirtió en el centro y la expresión universal de todas estas tendencias, yo estaba persuadido deque nada sino una guerra y una destrucción general podrían ser el resultado final de la orgía irracionalista, y que lo querían en breve. Lo que parecía necesario era el recuerdo de otros valores, de la idea de democracia, de la humanidad, de la paz y de la dignidad y libertad humana. Era este aspecto de la naturaleza humana el que precisaba de nuestra ayuda.

No existe el menor peligro de que la razón cobre jamás una supremacía total, de que jamás haya demasiada razón en la tierra. No hay peligro de que la gente se transforme un día en ángeles desprovistos de emociones, lo que sin duda resultaría anodino. Pero que se conviertan en bestias, lo que de hecho se me antojaría demasiado interesante de contemplar, es algo que fácilmente puede ocurrir, como ya hemos constatado. Ésta es una tendencia mucho más pronunciada en el ser humano que la insipidez angélica, y con tan sólo exaltar todos los instintos para dejar emerger los más bajos, que siempre están dispuestos a apropiarse de tal exaltación para sí mismos, habremos concedido la hegemonía triunfante a las tendencias bestiales. Es cómodo y autoindulgente abalanzarse sobre la vertiente de la naturaleza en oposición a la de la mente, sobre la vertiente más fuerte en cualquier caso. La generosidad sin más y un ligero sentido de responsabilidad humana deberían decidirnos a proteger y alimentar la débil y menuda llama de la mente y la razón sobre la tierra, a fin de que brille y nos caliente un poco más.

La libertad y la justicia cesaron tiempo ha de ser banales; son vitales; y considerarlas aburridas no revela más que una aceptación del fraude fascista pseudorevolucionario, que sostiene que la violencia y el embaucamiento de las masas son la última palabra y la más actual. La mente más privilegiada distingue que lo único verdaderamente novedoso que existe en el mundo, lo que el espíritu vivo está llamado a servir, es algo completamente diferente, a saber, la democracia social y el humanismo, que lejos de dejarse atrapar por un relativismo cobarde, tienen una vez más el valor de distinguir entre el bien y el mal.

Esto es lo que hicieron los pueblos europeos. Rehusaron someterse al mal, al nuevo orden de Hitler, a la esclavitud. […] Cuánto más sencillo hubiera sido para los pueblos europeos si hubieran aceptado el infame nuevo orden de Hitler, si se hubieran resignado a la esclavitud, si hubieran, como se dice, «colaborado» con la Alemania nazi. No lo hicieron, ni uno sólo de ellos. Años de terrorismo brutal, de martirios y ejecuciones no consiguieron quebrar su voluntad de resistir.

[…] Señoras y señores, es horrible y humillante presenciar el mundo civilizado viéndose obligado a luchar a muerte contra la mentira políticamente distorsionada de un agresivo cuento de hadas tradicional, el alemán, que en su pureza inicial había aportado al mundo tanta belleza.

Anteriormente había sido inocente e idealista, pero este idealismo comenzó a avergonzarse de sí mismo y se llenó de envidia hacia el mundo y hacia la realidad. «Alemania es Hamlet», se solía decir. «Tatenarm und gedankenreich» (carente de proezas y rica en pensamiento), la llamó Hölderlin; pero prefirió ser rica en proezas, incluso en «retroezas», y pobre en pensamiento. «Deutschland, Deutschlandüber alies, esto significa el fin de la filosofía alemana», declaró Nietzsche. Esta envidia hacia el mundo y la realidad no era sino una envidia de acción política. Y debidoa que esto era algo completamente ajeno a la mente alemana, la política se concebía como el seno de un cinismo y maquiavelismo absoluto.

[…] En relación a esto, permítanme hacer un breve comentario en cuanto a la idea de democracia. Sin duda, la democracia es en primer lugar una reivindicación, una reclamación de justicia e igualdad de derechos por parte de la mayoría. Es una demanda justificada que surge desde abajo; pero a mis ojos es aún más bello si se trata de una buena voluntad, una generosidad y un amor que van desde arriba hacia abajo. No considería muy democrático que el señorito Smith o el señorito Jones le dieran una palmada en la espalda a Beethoven y le gritaran: «¿Cómo estás, viejo?». Eso no es democracia sino falta de tacto y de respeto por las diferencias; pero cuando Beethoven canta: «Sean besados los millones, llegue este beso al mundo entero», eso es democracia; porque él podría decir: «Soy un gran genio y algo bastante especial, en cambio el pueblo es ordinario; soy demasiado orgulloso y particular como para besarles». Por el contrario, les llama a todos sus hermanos e hijos de un Padre en los Cielos, que es también el suyo. Eso es democracia en su máxima pureza, lejos de la demagogia y de las aduladoras lisonjas dirigidas a las masas. Siempre me he unido a este tipo de democracia; pero ésta es exactamente la razón por la que siento profundamente que no existe nada más abominable que el engaño a las masas y la traición al pueblo. Mis años más infelices fueron aquellos en los que, en nombre de la paz y del apaciguamiento, el pueblo se vendía al fascismo. El sacrificio de Checoslovaquia en la conferencia de Munich fue la experiencia política más horrible y humillante de toda mi vida; y no fui yo sólo quien lo sintió así, sino toda persona decente de cualquier parte del mundo.

En marzo de 1932, un año antes de partir de Alemania, di un discurso en honor al centenario de Goethe en la Academia de las Artes de Prusia en Berlín, una disertación que terminó con las siguientes palabras: «El crédito que la historia todavía concede a una República libre, a una sociedad democrática, este crédito a corto plazo consiste en la fe todavía mantenida en que la democracia es capaz de lograr lo mismo que sus acérrimos enemigos sostienen que pueden conseguir, es decir, dirigir al Estado y su economía hacia un nuevo orden mundial». Esta advertencia, que en aquel tiempo iba dirigida hacia los ciudadanos de la República alemana, podría extenderse hoy día a los ciudadanos del mundo occidental en general. Si la democracia no es lo suficientemente valiente, en este mundo así como después de él, para apoyarse en la fortaleza de las tropas del pueblo y considerar la auténtica batalla que éste libra como su único sostén, y así perseguir un mundo nuevo más libre y más justo, el mundo de la democracia social; si, por el contrario, se desentiende de sus propias tradiciones revolucionarias y se alia con los poderes del antiguo orden, del orden desechado, a fin de evitar a toda costa lo que denomina anarquía, a fin de someter toda tendencia revolucionaria; entonces la fe del pueblo europeo que fue oprimido por el fascismo llegará a su fin y todos ellos, Alemania la primera, se volverán hacia el poder del Este, en cuyo socialismo la idea de la libertad individual ya no halla lugar.

Podrán notar, señoras y caballeros, que no considero algo ideal para la humanidad un socialismo en el que la idea de igualdad se superponga completamente a la de libertad; ciertamente estoy lejos de ser un paladín del comunismo. Sin embargo, no puedo evitar pensar que el miedo atroz del mundo occidental hacia el término comunismo, este miedo merced al cual los fascistas pudieron mantenerse durante tanto tiempo en el poder, es bastante supersticioso e infantil y una de las mayores necedades de nuestra época. El comunismo es hoy en día el «coco» de la burguesía, al igual que la socialdemocracia lo era para Alemania en 1880. Bajo Bismarck el socialismo significaba la suma de toda la destrucción y la sublevación de los sans’CUlotte, de la anarquía caótica. Todavía resuena en mis oídos el grito del director de mi escuela a unos niños que habían estropeado varios bancos y mesas con una navaja: «¡Os habéis comportado como socialdemócratas!». Hoy hubiera dicho: «¡Como comunistas!», por cuanto el socialdemócrata se ha convertido en este tiempo en alguien respetable a quien nadie teme.

Les ruego no me malinterpreten. El comunismo es un programa político-económico acentuadamente restringido y basado en la dictadura de una clase social, el proletariado; es el resultado del materialismo histórico del siglo XIX y, por lo tanto, fruto de un periodo particular y sujeto a los cambios del tiempo. Pero como visión es mucho más antigua y contiene ciertos elementos que pertenecen exclusivamente a un mundo futuro. Es más antigua debido a que ya los movimientos religiosos de la Edad Media tardía presentaban un escatológico carácter comunista; ya desde entonces la tierra, el agua, el aire, la caza salvaje, los peces y los pájaros debían se propiedad común, los señores debían trabajar por su pan diario y todos los impuestos y cargas debían suprimirse. En este sentido, el comunismo es más antiguo que Marx y el siglo XIX, pero pertenece al futuro en tanto en cuanto el mundo venidero, cuyas formas comienzan ya a perfilarse y en el cual vivirán nuestros hijos y abuelos, no puede apenas imaginarse sin ciertos rasgos comunistas — es decir, sin la idea básica de los derechos comunes de propiedad y disfrute de los bienes de la tierra, sin una nivelación progresiva de las diferencias de clase, sin el derecho y el deber de trabajar para todos. Una nación provista del valeroso progresismo estadounidense y que nunca ha negado sus orígenes en el espíritu pionero, nos proporciona una visión del mundo venidero en su igualdad y en su percepción de que el trabajo no es una deshonra para nadie. El acceso generalizado a las oportunidades educativas y al disfrute ya se ha alcanzado en gran medida.

El mundo entero fuma el mismo tabaco, toma los mismos helados, ve las mismas películas, escucha la misma música en la radio; hasta las diferencias en el vestir están desapareciendo progresivamente, y el universitario que se gana la vida mientras estudia, lo que en Europa hubiera representado una aberración para la dignidad de su clase, es aquí asunto cotidiano.

[…] ¿Qué transformaciones y modificaciones han tenido lugar desde los días en que se alimentaba a las morenas con la carne de esclavos vivos y más tarde desde la época industrial? La propiedad privada es sin duda algo fundamentalmente humano. Pero incluso en nuestros tiempos, ¡cuánto ha cambiado el concepto de los derechos de propiedad! Ha quedado debilitado y limitado, si no deteriorado a través de las leyes de herencia y los impuestos, que en ocasiones son poco menos que una confiscación. La libertad individual, que guarda una estrecha relación con los derechos de propiedad, se vio obligada a ajustarse a las exigencias colectivas y realizó esta transformación de manera casi imperceptible en el transcurso de los años. La idea de libertad, un día identificada con la revolución y llevada a efecto a través de la soberanía de los Estados nacionales, está evolucionando para procurar un nuevo equilibrio entre las dos ideas básicas de la democracia moderna: la libertad y la igualdad. La primera está siendo lentamente alterada por la segunda. Se apela a la soberanía de los Estados nacionales para hacer sacrificios en favor del bien común. El bien común, la comunidad —he ahí la raíz de aquella aterradora palabra merced a la cual Hitler llevó a cabo sus conquistas—. No me cabe la más mínima duda de que el mundo y la vida diaria están caminando, nolens volens, hacia una estructura social para la cual el término «comunista» no sería totalmente inapropiado, una vida en colectivo, una vida de dependencia y responsabilidad mutua, de derechos compartidos para el disfrute de los bienes de la tierra, como resultado de la aún más estrecha relación existente entre el mundo entero, su contracción, su cercanía motivada por el progreso técnico, un mundo cuya administración será competencia de todos y donde toda persona tendrá derecho a la vida.

No crean que lo que estoy diciendo significa que sólo estoy a favor de lo nuevo y lo que nunca antes se ha probado. Con ello estaría traicionándome a mí mismo. Jamás el artista es únicamente protagonista y profeta de lo nuevo, sino que además es heredero y depositario de lo antiguo.

Constantemente saca a luz lo nuevo a partir de la tradición. Del mismo modo, como estoy lejos de negar los valores de la época burguesa a la que pertenece la mayor parte de mi vida personal, así también soy consciente de que las exigencias de los tiempos y los problemas de la paz venidera no son meramente de naturaleza revolucionaria, sino constructiva, sí, y restaurativa.

Una vez tras otra los levantamientos históricos, tales como el que estamos experimentando ahora, preceden inevitablemente a un movimiento de restauración. La necesidad de restablecer es tan imperiosa como la de renovar. Lo que hay que restablecer por encima de todo son los mandamientos de la religión, de la cristiandad, que han quedado hollados bajo los pies de una falsa revolución. A partir de estos mandamientos debe derivarse la ley fundamental bajo la cual los pueblos del futuro podrán vivir en comunión y a la cual todos deberán reverencia.

Cualquier intento de pacificación del mundo o de cooperación del pueblo por el bien común y por el progreso humano se verá frustrado a menos que se establezca tal ley básica, que a pesar de la diversidad nacional y la libertad, debe ser válida para todos y reconocida por todos como una Carta Magna de los derechos humanos, que garantiza a la persona su seguridad en la justicia, su inviolabilidad, su derecho a trabajar y a disfrutar la vida. Sirva como modelo para este punto de partida universal la Declaración de Derechos americana.

Es mi convicción, señoras y caballeros, que a través de todo el sufrimiento y la tribulación de nuestro difícil periodo de transición, surgirá un nuevo y más emotivo interés en la humanidad y su destino, en su situación privilegiada con respecto a los reinos de la naturaleza y de la mente, en su misterio y su sino, un impulso humanista que ya está presente y activo en los mejores corazones y mentes. Este nuevo humanismo tendrá un carácter, un color y un tono diferente a los movimientos previamente mencionados. Este nuevo humanismo habrá aguantado demasiado para contentarse con una ingenuidad optimista y el deseo de contemplar la vida humana como si fuera de color de rosa. Aborrecerá la pomposidad. Será consciente de la tragedia de toda vida humana, sin dejar que esta conciencia destruya su valor y su voluntad. No revocará sus facetas religiosas, por cuanto en la idea de la dignidad humana y del valor del alma individual, el humanismo trasciende hacia lo religioso.

Conceptos como la libertad, la verdad y la justicia pertenecen a una esfera más allá de lo biológico, la esfera de lo Absoluto, la esfera religiosa.

Optimismo y pesimismo son palabras vacías para este humanismo. Se anulan una a la otra en la voluntad de preservar el honor del hombre, en los caminos de la benevolencia y el deber. Se me antoja que, sin tal estandarte como guía de todo pensamiento y acción, la estructura de un mundo mejor y más feliz, la comunidad mundial que anhelamos alcanzar a partir de nuestro esfuerzo actual, será inviable. La defensa de la razón frente a la sangre y el instinto no implica que su capacidad creativa deba ser sobrestimada. La creatividad es sólo el sentirse guiado por la razón, es un amor siempre activo.
Thomas Mann

Thomas Mann

Traducido por Jaime Bonet

Entrevista a Henri Cartier-Bresson

Entrevista a Henri Cartier-Bresson
por Pierre Assouline (1998)

Publicada en el suplemento Cultura del diario La Nación
el domingo 9 de agosto de 1998

Henri-Cartier-Bresson

Henri-Cartier-Bresson

Para muchos, es el fotógrafo más importante de este siglo, el hombre que enseñó a sus contemporáneos a mirar a través de una cámara. El 22 de agosto de este mes: cumple 90 años.
En uno de los escasos reportajes que concedió, habló de los autores que ama, de la televisión que detesta, y de algunos de los artistas que más contaron en su vida, así como de su experiencia en el cine bajo las órdenes del gran Jean Renoir. Desde hace mucho, Cartier-Bresson prefiere no referirse a la fotografía, porque la considera una etapa superada de su vida: en cambio, le encante reflexionar sobre el dibujo, una actividad que aún practica y que fue la base de su obra admirable.
Este caballero de pañuelo a lo pirata no es agresivo; es un hombre indignado. A los 90 años, todavía se mantiene en permanente rebeldía porque nunca faltan motivos para indignarse. Con su discreción habitual, más que señales de su paso por la tierra, prefiere dejar huellas. No le hablen de su obra. Quiere ser artesano más que artista. Fanático por el dibujo desde siempre, dibujante compulsivo desde hace veinte años, sigue sacando fotos en su mente. Esto nos dice que Henri Cartier-Bresson –de él se trata– es, ante todo, un poeta.
El nuestro ha sido el siglo de la imagen. En sus postrimerías, ella pierde su alma al amenazarnos con hacerse virtual. Eso sería un horror incalificable, cuyas consecuencias aún no podemos medir.
Cartier-Bresson siempre será un compositor admirable. Sonidos, signos, palabras… ¿qué importa el medio? En él, todo es pura búsqueda del equilibrio y la armonía. Rechaza cifras y fechas para deleitarse mejor con la sección áurea. El resto –técnica, luz, preparación– es mera literatura para aficionados a la fotografía.
Nada hay menos premeditado que el encuentro entre una sensibilidad y un instante fugaz. No cree en la sociedad sino en el hombre. No hay lección más hermosa para los tiempos que corren. Si su obra ha servido para eso, Cartier-Bresson no habrá vivido en vano.

-Sigue siendo un libertario?
Sí, desde siempre. Desde el primer momento, muy temprano por cierto, en que descubrí la existancia de otros mundos aparte de las civilizaciones judeocristiana y musulmana. El anarquismo es, ante todo, una ética y, como tal, se ha mantenido intacto. El mundo ha cambiado, no es así el concepto libertario, el desafío frente a todos los poderes. Gracias a eso, he logrado zafarme del falso problema de la celebridad. Ser un fotógrafo conocido es una forma de poder y yo no la deseo.

-Su negativa a dejarse fotografiar, ¿debe entenderse en este sentido?
Sin duda. Hay que pasar inadvertido y protegerse a toda costa. El hecho de ser observado modifica el modo de mirar a los otros.

-Por cierto que jamás se lo ve por televisión.

¿A mí? ¿Y para qué? No soy actor.

-¿Le interesa lo que se televisa?
¿Ese tropel ininterrumpido de imágenes? Ni siquiera son imágenes porque eso no es visual. No es nada. Hombres como Julien Gracq, Samuel Beckett o Louis René des Forets no van a la televisión. Son mis escritores preferidos, entre los contemporáneos.

-Usted ha fotografiado a Julien Gracq.
La primera vez que fui a su casa, charlamos sin llegar a nada. Le dije: «Perdón, adiós» Más tarde, volví a llamarlo y le pregunté: «¿Podemos intentarlo de nuevo?» Y entonces hice un truco con su mirada penetrante. Eso es peligroso porque siempre hay que hablar mientras se fotografía a alguien. Si no, la gente no comprende. En cambio, para dibujar el retrato de alguien se necesita silencio. Pero dejemos la fotografía y hablemos de otra cosa.

-¿De los escritores clásicos?

Siempre releo a los mismos. Saint Simon, que me apasiona, Nietzsche, Stendhal, Montaigne, Baudelaire, la novela inglesa y, por supuesto, Rimbaud. Sin olvidar el Aragón surrealista, el de Paysan de Paris (1926). Y Joyce, y Proust, del que no me canso. Al releer La prisionera, siento una emoción renovada. Cuando salgo de la literatura francesa, por lo general, es para leer algo sobre el budismo tibetano o el zen japonés, más accesible para los occidentales.

-¿Es creyente?
Nunca lo fui. Mis padres eran católicos de izquierda pero, cuando yo era muy pequeño, las historias bíblicas me aterraban. Del cristianismo elijo el amor, por eso prefiero el Cantar de los Cantares al resto. Del budismo, elijo la compasión.

-Pero, ¿qué le ha aportado el budismo?
Me ha permitido captar mejor la cuestión que me obsesiona, que no es el espacio sino el tiempo, la duración infinitesimal, la plenitud del instante. El tiempo es una convención. El budismo nos dice que no es lineal, que no avanza en una sola dirección. ¡En mi juventud detesté tanto el positivismo! Gracias al budismo, que me ha marcado mucho, he podido encarar mejor el problema del tiempo.

-¿También en la fotografía?
En ese aspecto, la fotografía tiene cierto matiz fúnebre. «Listo, retírese. Que pase el siguiente». En el budismo, lo que importa es el instante. Cézanne expresó en una carta: «Cuando pinto y me pongo a pensar, todo huye». Los artistas de hoy miran menos y piensan demasiado. El resultado es un supuesto academicismo de vanguardia. Hay que vivir el instante en plenitud, sólo así uno puede estar en lo que hace.

-¿Quiénes influyeron más en su manera de mirar el mundo?
Ante todo, mi tío que, en cierto modo, fue mi padre mítico ya que el mío, el verdadero, murió en la guerra, cuando yo era muy pequeño. Mi tío me llevaba a su taller. Después, el pintor André Lhote, con el que estudié en su Academia. El me decía: «Pequeño surrealista, qué hermosos colores!» De allí proviene mi gusto por la forma, la composición y la geometría en la fotografía. No sé contar, pero sé dónde cae la sección áurea. Todo eso se hace sin premeditación, como algo integrado hasta devenir un reflejo. Encuentro mi placer en la contemplación. Otro hombre que influyó mucho sobre mí fue el crítico y editor de arte Tériade, mi amigo desde la década del 30. Era mi gurú. Jamás me atreví a tutearlo, pese a que entre los dos no había una gran diferencia de edad. Fue por respeto. Él me dijo, hace veinte años, «Has hecho cuanto podías hacer en fotografía; en ella, sólo podrás venir a menos. Deberías volver a la pintura y el dibujo» Desde luego, tenía razón. Seguí su consejo inmediatamente.

-¿No le quedaba nada por demostrar en ese campo?

La fotografía no demuestra absolutamente nada, ni es mi propósito demostrar algo. Mi amigo Sebastiao Salgado sacó fotografías extraordinarias que no fueron concebidas por el ojo de un pintor, sino por el de un sociólogo, un economista, un militante. Respeto muchísimo lo que él hace, pero en él hay una faceta mesiánica que yo no poseo. Es la diferencia que hay entre una novela auténtica, no de tesis, y un libelo.

-¿Cómo sitúa sus dos actividades principales ante el problema del tiempo?

La fotografía es la acción inmediata; el dibujo es la meditación. Aquella es el impulso espontáneo de una atención visual perpetua; capta el instante y su eternidad. En éste, el trazo elabora lo que nuestra conciencia pudo captar de ese instante. Al dibujar, disponemos de un tiempo; no así cuando fotografiamos.

-La fotografía y el dibujo, ¿le proporcionan placeres distintos?

El placer es el mismo; concretar, luchar contra el tiempo. Pero tanto en la fotografía como en el dibujo o la pintura, una vez acabada la obra, quiero saber si tiene sentido o no. Esa es la verdadera crítica. No me interesa saber si aquél a quien muestro lo que hago lo ama o no, si todos los gustos están contenidos en la naturaleza y otras tonterías. Criticar es meterse en la piel de otro e intentar comprender qué quiso hacer. Sólo me importa el porqué de las cosas.

-¿Qué le ha gustado en la fotografía durante tantos años?

Apretar el disparador o, si lo prefiere, sacar la foto. Es mi pasión. Estuve tres años en la India, Birmania, China e Indonesia. En todo ese tiempo, digamos que sólo vi mis fotos por casualidad, en los diarios. Las sacaba y las enviaba a Magnum, sin interesarme por el resultado. Soy como ese cazador al que le apasiona derribar una pieza, pero no la comería. A mí me ocurre lo mismo; sólo me importa disparar. El problema es encontrar el momento oportuno, el instante…

-¿El instante decisivo?
Nada tengo contra esa expresión, pero la llevo pegada a la piel como una etiqueta, desde que Verve publicó mi libro Images a la sauvette, con una ilustración en tapa de Matisse que era un homenaje a la fotografía en general. Yo lo había encabezado con una cita del cardenal de Retz: «Nada hay en el mundo que no tenga un momento decisivo». Un editor neoyorkino que publicó mi libro, se inspiró en ella y lo tituló The Decisive Moment. Desde entonces, esa frase me persigue.

-¿Cómo concilia los imperativos de ese instante decisivo con su gusto por la geometría?
La composición se basa en el azar. Jamás hago cálculos. Entreveo una estructura y espero que suceda algo. No hay reglas.

-En última instancia, ¿trata su cámara como si fuera una libreta de bosquejos?
Absolutamente. En verdad, me meto en la imagen recortada en el visor. Esta actitud no sólo requiere sensibilidad y concentración; en mi caso, también pide espíritu geométrico.

-¿Por qué nunca dejó encuadrar sus fotos cuando era necesario?
Es mi alegría, mi placer. La única que hice encuadrar fue la del cardenal Pacelli, el futuro Papa, que tomé en Montmartre en 1938. Trabajaba para el diario Cesoir y la foto debía estar lista a las 11. Tuve que alzar la cámara por encima de mi cabeza y disparar a ciegas. Después, hubo que encuadrarla en el laboratorio.

-De todos modos, el laboratorio no lo apasiona…
No tengo nada que ver con todo eso. No es mi oficio. Para mis exposiciones, sólo pido que me dejen pasar una hora a solas, antes de la inauguraión, y sugerir, si fuera preciso, el desplazamiento de tal o cual foto.

¿Hay fotos que lamenta haber sacado?
En un momento dado, hubo una autocensura pero… eso a nadie le interesa ni le concierne.

-¿En qué situaciones interviene esa autocensura?

En el amor, la violencia, la muerte. Es una cuestión de pudor. Sin olvidar nuestra propia violencia cuando queremos sacar fotos. Comprendo muy bien la renuencia de los orientales a dejarse fotografiar.

-¿Se ha autocensurado a menudo?
Las malas fotos abundan y se desperdician muchas. En 1934, en México, fui muy afortunado. Sólo tuve que empujar una puerta y ahí estaban dos lesbianas haciendo el amor. ¡Qué voluptuosidad, qué sensualidad! No se veían sus rostros. Disparé. Haber podido verlo fue un milagro. Eso nada tiene de obseno. Es el amor físico en plenitud. Nunca habría logrado que posaran.

-¿Qué es el pudor para un fotógrafo?
Los desnudos, por ejemplo. Jamás fotografié uno…

-Pero los ha dibujado…

No es la misma visión. En fotografía, me desagrada. Degas obtuvo un desnudo fotográfico admirable. Salvo en tales casos, es uno de esos temas que a nadie conciernen. En dibujo, es otra cosa. Hago muchos. Es lo que mas me cuesta dibujar; me obstino hasta el encarnizamiento. El dibujo me obsesiona de veras. En las exposiciones, hago muchos bosquejos. No soy un ilustrador; carezco totalmente de imaginación. Cuando era segundo asistente de Jean Renoir, en La regla del fuego y Une partie de campagne, los dos sabíamos muy bien que yo nunca dirigiría un film porque, sinceramente, no tengo imaginación.

-¿Aprendió mucho de su contacto con él?
«De su contacto con él» es una expresión que viene al caso porque, cuando se trabajaba a su lado, lo más enriquecedor era escucharlo y seguirlo. Trabajaba de un día para otro, rehacía los diálogos y cada uno aportaba lo suyo. Era la época del Frente Popular. Estábamos en medio del torbellino, el entusiasmo y el desorden, pero el equipo vivía la experiencia de una auténtica solidaridad entre todos sus miembros. Nos divertíamos mucho. Georges Bataille y yo fuimos extras en Une partie de capmagne, vestidos de seminaristas. Allí estuvieron también Jackes Becker y Luchino Visconti. Entre los niños que participaron como extras en La regla del juego, figuraron los nietos de Paul Cézanne y de Auguste Renoir. Esta experiencia cinematográfica no me dejó ninguna enseñanza técnica. Un segundo asistente no ponía el ojo en el visor.

-¿Cómo se puede tener vista de pintor y, al mismo tiempo, ver el mundo únicamente en blanco y negro?
No predomina la luz, sino la forma. Ese es el quid de la cuestión.

-¿Por eso se dedica al dibujo más que a la pintura?

Soy un apasionado del color pero, para acercarme a la paleta, necesito que alguien me dé un puntapié en el trasero. Quizá tema enfrentar el problema del color. En fotografía, el color se basa en un prisma elemental, se queda en lo químico, no trasciende como en la pintura.

-¿Qué pintores reúne su museo imaginario?

Van Eyck, Cézanne, Uccello. Me obsesiona la composición. Matisse, por supuesto, pero también Bonnard, Bonnard… Y la pintura metafísica del joven de Chirico, por su misterio. Las Meninas, de Velázquez, es el misterio absoluto. No lo comprendo y, por lo tanto, toda vez que lo miro me trastorna. Tal vez sea preciso renunciar a saber y explicar. Limitarse a mirar. La gente identifica, pero no mira. La observo en las exposiciones. Pasa uno o dos minutos frente a un cuadro con los auriculares puestos; exactamente lo que dura la perorata. ¡Pero no somos estudiantes de paleografía¡ La pintura se dirige, ante todo, a la emoción, a la sensibilidad, a la vista. La historia viene después. Durante la muestra de escultores taínos en el Petit Palais, me entretuve observando a los visitantes. Una minoría ínfima daba la vuelta a cada vitrina. A la mayoría, le bastaba echarle un vistazo de frente, acercarse lo imprescindible para leer el tarjetón. ¡Algunos se decepcionaban cuando no encontraban el precio¡ Eso no es amar la pintura.

-Usted ha sido surrealista…

Mas bien he sido «surrealizante». Conocí muy bien a Bretón, Crevel, Ernst. Pero no amo la pintura surrealista. Es literatura. Magritte está lleno de astucias. ¡Es bueno para la publicidad¡

-La publicidad tampoco le gusta mucho que digamos…

Es la punta de lanza de un sistema que, sin ella, se derrumbaría. Nos obliga a comprar. La aparición de la sociedad de consumo, en la década del 60, es una de las dos grandes fechas del pensamiento contemporáneo; la otra fue el descubrimiento de las matemáticas cuánticas. He trabajado para la industria en condiciones hoy inexistentes, pero jamás para agencias de publicidad.

-Desde siempre, es conocido como un gran rebelde, pero, ¿ha cambiado el objeto de su indignación?
Hay mucha gente lúcida respecto a la demografía y el estallido del mundo, por ejemplo, pero esa lucidez impele a muy poca cosa a rebelarse. En el mejor de los casos, se hastían. Hoy el desastre tiene un nombre: tecnociencia, esta carrera de aprendices de brujos. Eso me rebela. Y el universo de los «especialistas». Y la supuesta «brecha generacional». Cuando estamos sobre la tierra, todos pertenecemos a la misma generación. Mientras vivimos sobre la misma tierra, somos solidarios. Esta segregación entre edades me horroriza tanto como los integrismos religiosos.

-¿No discrimina entre jóvenes y viejos?

No, con una sola excepción, que reconozco. Tengo problemas con mis coetáneos alemanes, pero ninguno con los jóvenes alemanes. No siento odio alguno; simplemente, prefiero no conversar con ellos. Hace poco montaron una exposición de fotos mías en Hamburgo. La visité y me sentí muy cómodo, pero… también me invitaron a visitar Salzburgo. De noche, en la Opera, me crucé con hombres de mi edad en smoking, y tuve ganas de preguntarles qué hacían durante la guerra.

-¿Cincuenta años después?

Hice trabajos forzados en treinta «komandos» diferentes. Me evadí tres veces. Tuve compañeros denunciados, torturados, fusilados. Eso no se puede olvidar. Mi nacionalidad no era «francés», sino «prisionero evadido». He conocido la verdadera solidaridad; he conocido a personas de una calidad humana… HOMBRES que habían asumido su destino.

-¿Es inútil abrigar la esperanza que alguna vez podamos leer sus memorias?
No soy escritor. Apenas si puedo escribir tarjetas postales. De todos modos, no tengo tiempo.

-Pero, ¿qué hace todo el día?

¿Qué cree que hago? Miro.

Foto: Cartier Bresson. Dos generaciones.

Foto: Cartier Bresson. Dos generaciones.

Walter Benjamin – La tarea del traductor

Walter Benjamin – La tarea del traductor

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Cuando nos hallamos en presencia de una obra de arte o de una forma artística nunca advertimos que se haya tenido en cuenta al destinatario para facilitarle la interpretación. No se trata sólo de que la referencia a un público determinado o a sus representantes contribuya a desorientar, sino de que incluso el concepto de un destinatario «ideal» es nocivo para todas las explicaciones teóricas sobre el arte, porque éstas han de limitarse a suponer principalmente la existencia y la naturaleza del ser humano. De tal suerte, el arte propiamente dicho presupone el carácter físico y espiritual del hombre; pero no existe ninguna obra de arte que trate de atraer su atención, porque ningún poema está dedicado al lector, ningún cuadro a quien lo contempla, ni sinfonía alguna a quienes la escuchan.

Pero ¿se hace acaso una traducción pensando en los lectores que no entienden el idioma original? Esta pregunta parece explicar suficientemente la diferencia de categoría entre original y traducción en el reino del arte. Por lo demás, es esta la única razón posible para repetir «la misma cosa». ¿Qué «dice» una obra literaria? ¿Qué comunica? Muy poco a aquel que la comprende. Su razón de ser fundamental no es la comunicación ni la afirmación. Y sin embargo la traducción que se propusiera desempeñar la función de intermediario sólo podría transmitir una comunicación, es decir, algo que carece de importancia. Y este es en definitiva el signo característico de una mala traducción. Ahora bien, lo que hay en una obra literaria— y hasta el mal traductor reconoce que es lo esencial— ¿no es lo que se considera en general como intangible, secreto, «poético»? ¿Se trata entonces de que el traductor sólo puede transmitir algo haciendo a su vez literatura? De ahí arranca en realidad una segunda característica de la mala traducción que, según esto, puede definirse diciendo que es una transmisión inexacta de un contenido no esencial. Y en esto quedará, mientras la traducción no tenga más propósito que servir al lector. Pero si la traducción estuviera realmente destinada al lector, también tendría que estarlo el original. Y si no fuera esta la razón de ser del original, ¿qué sentido debería darse entonces a la traducción basada en esta dependencia?
La traducción es ante todo una forma. Para comprenderla de este modo es preciso volver al original, ya que en él está contenida su ley, así como la posibilidad de su traducción. El problema de la traducibilidad de una obra tiene una doble significación. Puede significar en primer término que entre el conjunto de sus lectores la obra encuentre un traductor adecuado. Y puede significar también —con mayor propiedad— que la obra, en su esencia, consiente una traducción y, por consiguiente, la exige, de acuerdo con la significación de su forma. En principio, la primera cuestión admite sólo una solución problemática y la segunda una solución apodíctica. Únicamente una mentalidad superficial, que se niegue a reconocer el sentido independiente de la segunda, las declarará equivalentes… A este criterio podría oponerse que ciertos conceptos correlativos conservan su sentido exacto, y tal vez el mejor, si no se aplican exclusivamente al hombre desde el comienzo. Así podría hablarse de una vida o de un instante inolvidables, aun cuando toda la humanidad los hubiese olvidado. Si, por ejemplo, su carácter exigiera que no pasase al olvido, dicho predicado no representaría un error, sino sólo una exigencia a la que los hombres no responden, y quizá también la indicación de una esfera capaz de responder a dicha exigencia: la del pensamiento divino. Del mismo modo podría considerarse la traducibilidad de ciertas formas idiomáticas, aunque fuesen intraducibies para los hombres. Y basándose en un concepto riguroso de la traducción ¿no podrían en cierto modo serlo realmente? Teniendo en cuenta esta diferencia, cabría preguntar si es conveniente favorecer la traducción de ciertas formas idiomáticas. Y así es como adquiriría significación la frase: si la traducción es una forma, la traducibilidad de ciertas obras debería ser esencial. La traducibilidad conviene particularmente a ciertas obras, pero ello no quiere decir que su traducción sea esencial para las obras mismas, sino que en su traducción se manifiesta cierta significación inherente al original. Es evidente que una traducción, por buena que sea, nunca puede significar nada para el original; pero gracias a su traducibilidad mantiene una relación íntima con él. Más aun: esta relación es tanto más estrecha en la medida en que para el original mismo ya carece de significación. Es una relación que puede calificarse de natural y, más exactamente aun, de vital. Así como las manifestaciones de la vida están íntimamente relacionadas con todo ser vivo, aunque no representan nada para éste, también la traducción brota del original, pero no tanto de su vida como de su «supervivencia», pues la traducción es posterior al original. Y sin embargo, para las obras importantes que nunca encuentran a sus traductores adecuados en la época de su creación, indica la fase de su supervivencia. La idea de la vida y de la supervivencia de las obras debe entenderse con un rigor totalmente exento de metáforas. Ni siquiera en las épocas de mayor confusión mental se ha supuesto que sólo el organismo pudiera estar dotado de vida. Pero ello no es razón para pretender extender el imperio de la vida bajo el frágil cetro del alma, como lo intentó Fechner; ni tampoco para decir que sería posible definir la vida basándose en los actos todavía menos decisivos de la animalidad o en el sentimiento, que sólo la caracteriza ocasionalmente. Este concepto se justifica mejor cuando se atribuye a aquello que ha hecho historia y no ha sido únicamente escenario de ella. Porque en último término sólo puede determinarse el ámbito de la vida partiendo de la historia y no de la naturaleza, y mucho menosi de cosas tan variables como el sentimiento y el alma. De ahí que corresponda al filósofo la misión de interpretar toda la vida natural, partiendo de la existencia más amplia de la historia. Y en todo caso ¿la supervivencia de las obras no es incomparablemente más fácil de reconocer que la de las criaturas? La historia de las grandes obras de arte arranca de los orígenes de la vida, se ha formado durante la vida del artista, y las generaciones ulteriores son esencialmente las que le confieren una supervivencia duradera. Cuando se manifiesta esta supervivencia, toma el nombre de fama. Las traducciones que son algo más que comunicaciones surgen cuando una obra sobrevive y alcanza la época de su fama. Por consiguiente, las traducciones no son las que prestan un servicio a la obra, como pretenden los malos traductores, sino que más bien deben a la obra su existencia. La vida del original alcanza en ellas su expansión póstuma más vasta y siempre renovada.
Esta expansión es como la de una vida peculiar y superior y se halla determinada por un objetivo peculiar y superior. Vida y objetivo: su relación aparentemente evidente y que sin embargo casi se sustrae al conocimiento, se revela sólo si esa finalidad para la cual colaboran todos los objetivos singulares de la vida no es a su vez buscada en la esfera misma de la vida, sino en una esfera superior. En último término, todos los fenómenos vitales y su objetivo, no sólo son útiles para la vida, sino también para expresar su esencia y para subrayar su importancia. La traducción sirve pues para poner de relieve la íntima relación que guardan los idiomas entre sí. No puede revelar ni crear por si misma esta relación íntima, pero sí puede representarla, realizándola en una forma embrionaria e intensiva. Y precisamente esta representación de un hecho indicado mediante el tanteo, que es el germen de su creación, constituye una forma de representación muy peculiar que apenas aparece fuera del ámbito de la vida idiomática, pues ésta encuentra en las analogías y los signos otros medios de expresión distintos del intensivo, es decir, la realización previa y alusiva. Pero este vínculo imaginado e íntimo de las lenguas es el que trae consigo una convergencia particular. Se funda en el hecho de que las lenguas no son extrañas entre sí, sino a priori, y prescindiendo de todas las relaciones históricas, mantienen cierta semejanza en la forma de decir lo que se proponen. En todo caso, como consecuencia de este intento de explicación el análisis parece desembocar de nuevo en la teoría tradicional de la traducción, después de haber dado unos rodeos inútiles. Si el parentesco de los idiomas ha de confirmarse en las traducciones, ¿cómo puede hacerlo, si no es transmitiendo con la mayor exactitud posible la forma y el sentido del original? Naturalmente, esta teoría no podría expresar el concepto de dicha exactitud, ya que no lograría justificar lo que es esencial en una traducción. Ahora bien, el parentesco entre los idiomas aparece en una traducción de manera más intensa y categórica que en la semejanza superficial e indefinible de dos obras literarias. Para comprender la verdadera relación entre el original y la traducción hay que partir de un supuesto, cuya intención es absolutamente análoga a los razonamientos, en los que la crítica del conocimiento ha de demostrar la imposibilidad de establecer una teoría de la copia. Si allí se probara que en el conocimiento no puede existir la objetividad, ni siquiera la pretensión de ella, si sólo consistiera en reproducciones de la realidad, aquí puede demostrarse que ninguna traducción sería posible si su aspiración suprema fuera la semejanza con el original. Porque en su supervivencia —que no debería llamarse así de no significar la evolución y la renovación por que pasan todas las cosas vivas— el original se modifica. Las formas de expresión ya establecidas están igualmente sometidas a un proceso de maduración. Lo que en vida de un autor ha sido quizás una tendencia de su lenguaje literario, puede haber caído en desuso, ya que las formas creadas pueden dar origen a nuevas tendencias inmanentes; lo que en un tiempo fue joven puede parecer desgastado después; lo que fue de uso corriente puede resultar arcaico más tarde. Perseguir lo esencial de estos cambios, así como de las transformaciones constantes del sentido, en la subjetividad de lo nacido ulteriormente, en vez de buscarlo en la vida misma del lenguaje y de sus obras —aun admitiendo el psicologismo más riguroso— significaría confundir el principio y la esencia de una cosa o, dicho con más exactitud, sería negar uno de los procesos históricos más grandiosos y fecundos de la fuerza primaria del pensamiento. E incluso, si pretendiéramos convertir el último trazo de pluma del autor en el golpe de gracia para su obra, no lograría salvarse esa fenecida teoría de la traducción. Pues así corno el tono y la significación de las grandes obras literarias se modifican por completo con el paso de los siglos, también evoluciona la lengua materna del traductor. Es más: mientras la palabra del escritor sobrevive en el idioma de éste, la mejor traducción está destinada a diluirse una y otra vez en el desarrollo de su propia lengua y a perecer como consecuencia de esta evolución. La traducción está tan lejos de ser la ecuación inflexible de dos idiomas muertos que, cualquiera que sea la forma adoptada, ha de experimentar de manera especial la maduración de la palabra extranjera, siguiendo los dolores del alumbramiento en la propia lengua. Si es cierto que en la traducción se hace patente el parentesco de los idiomas, conviene añadir que no guarda relación alguna con la vaga semejanza que existe entre la copia y el original. De esto se infiere que el parentesco no implica forzosamente la semejanza. Y aun así el concepto de la afinidad se halla a este respecto de acuerdo con su empleo más estricto, ya que no es posible definirlo exactamente basándose en la igualdad de origen de ambas lenguas, aun cuando, como es natural, para la determinación de ese empleo más estricto siga siendo imprescindible la noción de origen. Dejando de lado lo histórico ¿dónde debe buscarse el parentesco entre dos idiomas? En todo caso, ni en la semejanza de las literaturas ni en la analogía que pueda existir en la estructura de sus frases. Todo el parentesco suprahistórico de dos idiomas se funda más bien en el hecho de que ninguno de ellos por separado, sin la totalidad de ambos, puede satisfacer recíprocamente sus intenciones, es decir el propósito de llegar al lenguaje puro. Precisamente, si por una parte todos los elementos aislados de los idiomas extranjeros, palabras, frases y concordancias, se excluyen entre sí, estos mismos idiomas se complementan en sus intenciones. Para expresar exactamente esta ley, una de las fundamentales de la filosofía del lenguaje, hay que distinguir en la intención lo entendido y el modo de entender. En las palabras Brot y pain lo entendido es sin duda idéntico pero el modo de entenderlo no lo es. Sólo por la forma de pensar constituyen estas palabras algo distinto para un alemán y para un francés; son inconfundibles y en último término hasta se esfuerzan por excluirse. Pero en su intención, tomadas en su sentido absoluto, son idénticas y significan lo mismo. De manera que la forma de entender estos dos, vocablos es contradictoria, pero se complementa en las dos lenguas de las que proceden. Y a decir  verdad se complementa en ellas la forma de pensar en relación con lo pensado, Tomadas aisladamente, las lenguas son incompletas y sus significados nunca aparecen en ellas en una independencia relativa, como en las palabras aisladas o proposiciones, sino que se encuentran más bien en una continua transformación, a la espera de aflorar como la pura lengua de la armonía de todos esos modos de significar. Hasta ese momento ello permanece oculto en las lenguas. Pero si éstas se desarrollan así hasta el fin mesiánico de sus historias, la traducción se alumbra en la eterna supervivencia de las obras y en el infinito renacer de las lenguas, como prueba sin cesar repetida del sagrado desarrollo de los idiomas, es decir de la distancia que media entre su misterio y su revelación, y se ve hasta qué punto esa distancia se halla presente en el conocimiento. En todo caso, esto permite reconocer que la traducción no es sino un procedimiento transitorio y provisional para interpretar lo que tiene de singular cada lengua. Para comprender esta singularidad el hombre no dispone más que de medios transitorios y provisionales, por no tener a su alcance una solución permanente y definitiva o, por lo menos, por no poder aspirar a ella inmediatamente. En cambio el desarrollo de las religiones tiene un carácter mediato, porque hace madurar en los idiomas la semilla oculta de otro lenguaje más alto. Así resulta que la traducción, aun cuando no pueda aspirar a la permanencia de sus formas —y en esto se distingue del arte— no niega su orientación hacia una fase final, inapelable y decisiva de todas las disciplinas lingüísticas. En ella se exalta el original hasta una altura del lenguaje que, en cierto modo, podríamos calificar de superior y pura, en la que, como es natural, no se puede vivir eternamente, ya que no todas las partes que constituyen su forma pueden ni con mucho llegar a ella, pero la señalan por lo menos con una insistencia admirable, como si esa región fuese el ámbito predestinado e inaccesible donde se realiza la reconciliación y la perfección de las lenguas. No alcanza tal altura en su totalidad, pero tal altura está relacionada con lo que en la traducción es más que comunicación. Ese núcleo esencial puede calificarse con más exactitud diciendo que es lo que hay en una obra de intraducible. Por importante que sea la parte de comunicación que se extraiga de ella y se traduzca, siempre permanecerá intangible la parte que persigue el trabajo del auténtico traductor. Ésta no es transmisible, como sucede con la palabra del autor en el original, porque la relación entre su esencia y el lenguaje es totalmente distinta en el original y en la traducción. Si en el primer caso constituyen éstos cierta unidad, como la de una fruta con su corteza, en cambio el lenguaje de la traducción envuelve este contenido como si lo ocultara entre los amplios pliegues de un manto soberano, porque representa un lenguaje más elevado que lo que en realidad es y, por tal razón, resulta desproporcionado, vehemente y extraño a su propia esencia.; Esta incongruencia impide toda ulterior transposición y, al mismo tiempo, la hace superflua, ya que toda traducción de una obra, a partir de un momento determinado de la historia del lenguaje, representa, en relación con un aspecto determinado de su contenido, las traducciones en todos los demás. Es decir que la traducción transplanta el original a un ámbito lingüístico más definitivo —lo que, por lo menos en este sentido, resulta irónico—, puesto que desde él ya no es posible trasladarlo, valiéndose de otra traducción y sólo es posible elevarlo de nuevo a otras regiones de dicho ámbito, pero sin salir de él. No por azar la palabra «irónico» puede hacernos recordar aquí ciertas argumentaciones de los románticos. Éstos fueron los primeros que tuvieron una visión de la vida de las obras, de la cual la traducción es la prueba suprema. Claro está que apenas la reconocieron como tal y que dirigieron más bien toda su atención a la crítica, que representa igualmente, aunque en una proporción menor, una circunstancia importante para la supervivencia de las obras. Pero aun cuando su teoría se refirió difícilmente a la traducción, la grandiosa obra de traductores que cumplieron coincidió con un sentimiento de la esencia y de la dignidad de esta forma de actividad. Este sentimiento —como todo parece indicarlo— no es forzosamente el más poderoso en el escritor. Y hasta es posible que éste, en su calidad de autor, lo considere insignificante. Ni siquiera la historia apoya el prejuicio tradicional según el cual los traductores eminentes serían poetas y los poetas mediocres pésimos traductores. Muchos de los mejores, como Lutero, Voss, Schlegel, son incomparablemente más significativos como traductores que como poetas; otros entre los máximos, como Hölderlin y George, no se pueden entender, en el ámbito total de su creación, sólo como poetas, y mucho menos como traductores. Precisamente por ser la traducción una forma peculiar, la función del traductor tiene también un carácter peculiar, que permite distinguirla exactamente de la del escritor. Esta función consiste en,. encontrar en la lengua a la que se traduce una actitud que pueda despertar en dicha lengua un eco del original. Esta es una característica de la traducción que marca su completa divergencia respecto a la obra literaria, porque su actitud nunca pasa al lenguaje como tal, o sea a su totalidad, sino que se dirige sólo de manera inmediata a determinadlas relaciones lingüísticas. Porque la traducción, al contrario de la creación literaria, no considera como quien dice el fondo de la selva idiomática, sino que la mira desde afuera, mejor dicho, desde en frente y sin penetrar en ella hace entrar al original en cada uno de los lugares en que eventualmente el eco puede dar, en el propio idioma, el reflejo de una obra escrita en una lengua extranjera. La intención de la traducción no persigue solamente una finalidad  distinta de la que tiene la creación literaria, es decir el conjunto de un idioma a partir de una obra de arte única escrita en una lengua extranjera, sino que también es diferente ella misma, porque mientras la intención de un autor es natural, primitiva e intuitiva, la del traductor es derivada, ideológica y definitiva, debido a que el gran motivo de la integración de las muchas lenguas en una sola lengua verdadera es el que inspira su tarea. Una tarea en la que las proposiciones, obras y juicios particulares no llegan nunca a entenderse, pero en la cual las lenguas diversas concuerdan entre sí, integradas y reconciliadas en la forma de entender. En cambio, si existe una lengua de la verdad, en la cual los misterios definitivos que todo pensamiento se esfuerza por descifrar se hallan recogidos tácitamente y sin violencias, entonces el lenguaje de la verdad es el auténtico lenguaje. Y justamente este lenguaje, en cuya intención y en cuya descripción se encuentra la única perfección a que pueda aspirar el filósofo, permanece latente en el fondo de la traducción. No existe una musa de la filosofía, como tampoco existe una musa de la traducción. Pero estas actividades no son triviales, como pretenden algunos artistas sentimentales, pues hay un genio filosófico cuya peculiaridad es el afán de encontrar ese lenguaje que se anuncia en la traducción: «Les langues imparfaites en cela que plusieurs, manque la suprême: penser étant écrire sans accessoires, ni chuchotement mais tacite encore l’immortelle parole, la diversité, sur terre, des idiomes empêche personne de proférer les mots qui, sinon se trouveraient par une frappe unique, elle même matériellement la vérité.» Si el filósofo es capaz de apreciar exactamente lo que piensa Mallarmé con estas frases, entonces la traducción se encuentra con los gérmenes de este lenguaje a mitad de camino entre la teoría y la obra literaria. Su trabajo tiene menos intensidad, pero no por ello deja de imprimir su cuño en la historia.
Si se encara desde este punto de vista la tarea del traductor, los caminos para darle solución amenazan con convertirse en más impenetrables. Incluso agregaremos: el problema de hacer madurar en la traducción el germen del lenguaje puro parece no resolverse probablemente ni determinarse nunca con ninguna solución. Pues ¿no se quita a ésta todo fundamento cuando la reproducción del sentido original deja de ser determinante? Pues esto —interpretado negativamente— es el significado de todo lo que antecede. La fidelidad y la libertad —libertad de la reproducción en su sentido literal y, a su servicio, la fidelidad respecto a la palabra— son los conceptos tradicionales que intervienen en toda discusión acerca de las traducciones. Estos conceptos ya no parecen servir para una teoría que busque en la traducción otra cosa distinta de la reproducción del sentido. A decir verdad, su empleo tradicional considera estos conceptos en discrepancia permanente. Porque, en realidad, ¿qué valor tiene la fidelidad para la reproducción del sentido? La fidelidad de la traducción de cada palabra aislada casi nunca puede reflejar por completo el sentido que tiene el original, ya que la significación literaria de este sentido, en relación con el original, no se encuentra en lo pensado, sino que es adquirida precisamente en la misma proporción en que lo pensado se halla vinculado con la manera de pensar en la palabra determinada. Este hecho suele expresarse mediante una fórmula que declara que las palabras encierran un tono sentimental. Y hasta podría decirse que la traducción literal, en lo que atañe a la sintaxis, impide por completo la reproducción del sentido y amenaza con desembocar directamente en la incomprensión. En el siglo XIX las traducciones de Sófocles hechas por Hölderlin eran los ejemplos monstruosos de esta traducción literal. Se comprende fácilmente hasta qué punto la fidelidad en la reproducción de la forma acaba complicando la del sentido. De acuerdo con esto, la conservación del sentido no requiere forzosamente la traducción literal. El sentido se halla mucho mejor servido por la libertad sin trabas de los malos traductores, incluso con daño para la literatura, y el lenguaje. De manera que esta necesidad, cuya razón es evidente y cuya justificación está muy oculta, debe entenderse forzosamente teniendo en cuenta motivos mejor fundados. Como sucede cuando se pretende volver a juntar los fragmentos de una vasija rota que deben adaptarse en los menores detalles, aunque no sea obligada su exactitud, así también es preferible que la traducción, en vez de identificarse con el sentido del original, reconstituya hasta en los menores detalles el pensamiento de aquél en su propio idioma, para que ambos, del mismo modo que los trozos, de la vasija, puedan reconocerse como fragmentos de un lenguaje superior. Por esta razón, la traducción, en su propósito de comunicar algo, debe prescindir en gran parte del sentido, y el original ya sólo le es indispensable en la medida en que haya liberado al traductor y a su obra del esfuerzo y de la disciplina. del comunicante. En el terreno de la traducción puede aplicarse también la sentencia «en el principio fue el Verbo». En cambio, por lo que se refiere al sentido, no puede o, mejor dicho, no debe dejar fluir libremente el lenguaje, a fin de impedir que su intención suene como un reflejo, sino que para que sea una armonía y un complemento del idioma, en el que éste comunique la forma peculiar de la intención. Por lo tanto, no es el mejor elogio de una traducción, sobre todo en el momento de su producción, decir de ella que se lee como un original escrito en la lengua a la que fue vertido. Es más lisonjero decir que la significación de la fidelidad, garantizada por la traducción literal, expresa a través de la obra el deseo vehemente de completar el lenguaje. La verdadera traducción es transparente, no cubre el original, no le hace sombra, sino que deja caer en toda su plenitud sobre éste el lenguaje puro, como fortalecido por su mediación. Esto puede lograrlo sobre todo la fidelidad en la transposición de la sintaxis, y ella es precisamente la que señala la palabra, y no la frase, como elemento primordial del traductor. Pues la frase es el muro que se levanta ante el lenguaje del original, mientras que la fidelidad es el arco que lo sostiene.. Si la fidelidad y la libertad de la traducción se han considerado en todo tiempo como tendencias antagónicas, esta interpretación más profunda de una de ellas no parece reconciliarlas, sino que, por el contrario, niega a la otra todos sus derechos. Pues ¿a qué se refiere la libertad, si no es a la reproducción del sentido, que ha de cesar de tener fuerza de ley? Sólo cuando el sentido de una forma idiomática puede construirse de manera idéntica a la de su comunicación queda todavía algo terminante y definitivo, muy semejante y sin embargo infinitamente distinto, oculto debajo de ella o, mejor dicho, debilitado o fortalecido por ella, pero que va más allá de la comunicación. En todas las lenguas y en sus formas, además de lo transmisible, queda algo imposible de transmitir, algo que, según el contexto en que se encuentra, es simbolizante o simbolizado. Es simbolizante sólo en las formas definitivas de las lenguas, pero es simbolizado en el devenir de los idiomas mismos. Y lo que se trata de representar o crear en el devenir de las lenguas es ese mismo núcleo del lenguaje puro. Pero cuando éste, oculto o fragmentario, continúa a pesar de todo presente en la vida, como si fuera lo simbolizado, entonces sólo vive simbolizado en las formas. Por el contrario, en las lenguas, esta última realidad fundamental que es lenguaje puro, si está sólo ligada a lo lingüístico, es la riqueza única e inmensa de la traducción. En este lenguaje puro, que ya no significa ni expresa nada, sino que, como palabra creadora e inexpresiva, es lo que se piensa en todos los idiomas, llega al fin, como mensaje de todo sentido y de toda intención, a un estrato en el que está destinado a extinguirse. Y precisamente él confirma un derecho nuevo y superior para la libertad de la traducción. Su valor no procede del sentido del mensaje, ya que la misión de la fidelidad es la de emanciparlo. La libertad se hace patente en el idioma propio, por amor del lenguaje puro. La misión del traductor es rescatar ese lenguaje puro confinado en el idioma extranjero, para el idioma propio, y liberar el lenguaje preso en la obra al nacer la adaptación. Para conseguirlo rompe las trabas caducas del propio idioma: Lutero, Voss, Hölderlin y George han extendido las fronteras del alemán. De acuerdo con esto, la importancia que conserva el sentido para la relación entre la traducción y el original puede expresarse con una comparación. Así como la tangente sólo roza ligeramente al círculo en un punto, aunque sea este contacto y no el punto el que preside la ley, y después la tangente sigue su trayectoria recta hasta el infinito, la traducción también roza ligeramente al original, y sólo en el punto infinitamente pequeño del sentido, para seguir su propia trayectoria de conformidad con la ley de la fidelidad, en la libertad del movimiento lingüístico. La verdadera significación de ésta libertad ha sido expuesta por Rudolf Pannwitz, aunque sin nombrarla ni fundamentarla, en su Crisis de la cultura europea, que tal vez sea, junto con las frases de Goethe en las notas para El Diván, lo mejor que se ha escrito en Alemania sobre la teoría de la traducción. Se dice allí que «nuestras versiones, incluso las mejores, parten de un principio falso, pues quieren convertir en alemán lo griego, indio o inglés en vez de dar forma griega, india o inglesa al alemán. Tienen un mayor respeto por los usos de su propia lengua que por el espíritu de la obra extranjera… El error fundamental del traductor es que se aferra al estado fortuito de su lengua, en vez de permitir que la extranjera lo sacuda con violencia. Además, cuando traduce de un idioma distinto del suyo está obligado sobre todo a remontarse a los últimos elementos del lenguaje, donde la palabra, la imagen y el sonido se confunden en una sola cosa; la de ampliar y profundizar su idioma con el extranjero, y no tenemos la menor idea de la medida en que ello es posible y hasta qué grado un idioma puede transformarse, ya que una lengua apenas se distingue de otra, como un dialecto se distingue poco de otro; pero esto no se advierte cuando se la toma a la ligera, sino cuando se la considera con la debida seriedad». El grado de traducibilidad del original determina hasta qué punto puede una traducción corresponder a la esencia de esta forma. Cuanto menores sean el valor y la categoría de su lengua, cuanto mayor sea su carácter de mensaje, tanto menos favorable será para su traducción, hasta que la preponderancia de dicho sentido, lejos de ser la palanca para una traducción perfecta, se convierta en su perdición. Cuanto más elevada sea la categoría de una obra, tanto más conservará el contacto fugitivo con su sentido, y más asequible será a la traducción. Esta afirmación, naturalmente, sólo es aplicable a los originales. En cambio las traducciones resultan intraducibles, no por su dificultad, sino por la excesiva superficialidad del contacto que mantienen con el sentido. En este aspecto, lo mismo que en cualquier otro esencial, las traducciones de Hölderlin, especialmente las de las dos tragedias de Sófocles, son una confirmación de lo que acabamos de decir. La armonía del lenguaje es tan completa en ellas que el sentido sólo es rozado por el idioma como un arpa eólica por el viento. Las traducciones de Hölderlin son las imágenes primigenias de su forma; hasta comparadas con las versiones más perfectas de sus textos, siguen siendo la imagen original en relación con el modelo, como se demuestra comparando las traducciones de Hölderlin y de Borchardt de la tercera oda pítica de Píndaro. Precisamente por esto subsiste en ellas el peligro inmenso y primordial propio de todas las traducciones: que las puertas de un lenguaje tan ampliado y perfectamente disciplinado se cierren y condenen al traductor al silencio. Las traducciones de Sófocles fueron el último trabajo de Hölderlin. En ellas el sentido salta de abismo en abismo, hasta que amenaza con hundirse en las simas insondables del lenguaje. Pero todo tiene sus límites.
Sin embargo, fuera de los textos sagrados no existe ninguno en que el sentido haya dejado de ser a la vez la línea divisoria que separa la corriente lingüística de la corriente de la revelación. Cuando un texto, en su fidelidad al lenguaje auténtico, corresponde a la verdad o a la teoría, sin la mediación del sentido, es perfectamente traducible. Claro que esto no es un mérito suyo, sino de los idiomas. Para esto ha de exigirse una confianza tan ilimitada en la traducción que forzosamente han de coincidir en ella sin la menor violencia la fidelidad y la libertad en forma de versión interlineal, como coinciden en los textos mencionados el lenguaje y la revelación. Pues todas las obras literarias conservan su traducción virtual entre las líneas, cualquiera que sea su categoría. Pero las Escrituras sagradas lo hacen en medida muy superior. La versión interlineal de los textos sagrados es la imagen primigenia o ideal de toda traducción.
Benjamin, Walter. “La tarea del traductor” (1923). Angelus Novus. Barcelona: Edhasa, 1971. 
Walter-Benjamin-LibraryWalter Benjamin (Berlín, 15/07/1892- Portbou, 27/09/1940). Filosofo, judío, marxista.